martes, 19 de julio de 2011

“EL BANQUETE Y SU RESACA”
Una Blogonovela por Entregas de Darío Pontone



INDICE CRONOLÓGICO


PRESENTACIÓN
(Enero)


PRIMERA PARTE:

CANTO I
“Pongamos que hablo de Valladolid”
Capítulos 1 al 9
(Enero-Febrero)


CANTO II
“Quo vadis?”
Capítulos 10 al 20
(Febrero-Marzo)


CANTO III
“El diluvio que viene”
Capítulos 21 al 26
(Abril)


SEGUNDA PARTE:

CANTO IV
“De resaca en la resaca”
Capítulos 27 al 43
(Abril-Mayo-Junio)


CANTO V
“El final”
Capítulos 44 al 48
(Junio-Julio)


EPÍLOGO
(Julio)


lunes, 11 de julio de 2011

Epílogo

Sensación



En las tardes azules del estío, por el sendero iré,
picoteado por los trigos, a pisotear la yerba menuda:
Soñador, su frescura, en mis pies sentiré
y dejaré que el viento bañe mi cabeza desnuda.

Ni hablaré, ni en nada pensaré:
pero un infinito amor en mí sentiré arder,
y al igual que un bohemio, lejos muy lejos iré,
por el campo -feliz como con una mujer.

   
Arthur Rimbaud


FIN DE “EL BANQUETE Y SU RESACA”


jueves, 7 de julio de 2011

Capítulo 48

Un nuevo día


La mañana entró por las ventanas del manicomio. Fue abriéndose paso e iluminándolo todo.

No se está tan mal en un manicomio. Podría pensarse que es porque todas las preocupaciones mundanas están contempladas, pero eso, precisamente, nunca inquietó a los internos. Quizás esa sea una parte fundamental del motivo del encierro, porque la gente de afuera eso no lo entiende. Luego explicarlo, o tratar de hacerlo, ya vale una mirada de reprobación. Una mirada que se extiende y se extiende buscando atrapar.
Es dura una vida de reprobación. Pero no es lo peor que puede ocurrir, puede haber aprobación. Porque con el tiempo, es común que la aprobación cause cáncer, y también camisas de fuerza.
Hace unos años, la policía francesa arrestó a un hombre en París. Lo acusaban de alboroto y de disturbio y al arrestarlo no pudieron comprender lo que motivaba su conducta. Era prófugo de un manicomio del sur de Francia. Creía firmemente que al treparse en las estatuas, escalarlas o abrazándolas, podía liberarlas. En el manicomio en el que estuvo, en los jardines, abundaban las estatuas. Le tomó mucho tiempo, pero, según sus declaraciones,  pudo liberarlas a todas. Entonces comenzó su martirio, porque sabía que el mundo estaba lleno de estatuas que no eran libres y necesitaban ser liberadas. Él, que tenía ese talento tan peculiar, no podía llevarlo a cabo. Su vida perdió  sentido. Estaba atrapado y se entregó al encierro. Se hundió en la tristeza. Los enfermeros perdieron interés en él y dejó de ser motivo de risas, se limitó a estar ahí.
Un día escapó. Lo encontraron tres años más tarde. Se entregó a las autoridades francesas a orillas del Sena, sin oponer resistencia alguna. La policía francesa estuvo esperándolo, sin saber qué hacer, hasta que descendió de la torre Eiffel. Dejó que lo esposaran después de haberla liberado.
Carlos llegó a primera hora de la mañana al manicomio, pero no fue sino hasta las once que lo recibieron, era sábado.
Había llegado al bar dos horas después del incidente. Ahí le explicaron sobre el alboroto, la confusión, los enfermeros y todo lo ocurrido. En ese instante no pudo hacer nada, así que esperó a la mañana siguiente.
Traía buenas noticias que contar. Mientras estudiaba, estuvo buscando trabajo. Lo buscó por todas partes, en toda España, y no había nada para lo que había estudiado, nada que quisiera hacer. Pero siguió buscando. Fue su espíritu entusiasta lo que lo salvó. Porque no es fácil saber que se deja de ser estudiante y se empieza a ser desempleado casi al mismo tiempo.
El empleo lo encontró en Alemania. Era difícil aceptarlo, pero sólo ahí le ofrecían algo relacionado a lo que quería hacer de su vida. También lo animó un tío suyo que en el 52 se fue a Suiza, porque entonces no había trabajo en España. De cualquier manera, Carlos tomó su decisión y estaba a punto de partir. Pasaría el verano estudiando alemán.
En el manicomio insistieron en que no había ningún error. Dejaron a Carlos esperando mientras hacían inspecciones y recuentos y nada. Entonces tuvo que regresar con identificaciones, documentos, de todo. Estuvo ahí hasta aclarar el asunto.
“Le pedimos una disculpa, es cierto, ha habido un error. Traeremos al Sr. Pontone enseguida. Pero usted debe esperar afuera mientras hacemos el trámite pertinente,” le dijeron.
Afuera, en la calle, a las puertas del manicomio, Carlos pensó que lo habían engañado y que todo eso era una charada para persuadirlo de salir y dejarlos en paz.
Pasó una hora hasta que se decidió a llamar de nuevo a la puerta. Nada. De nuevo le decían lo mismo. Le pedían que se abstuviera de seguir insistiendo.
 Diez minutos más tarde se abrían las puertas del manicomio. Carlos se lanzó con un abrazo.
“Gracias,” le dijo Darío.
Carlos lo notaba cambiado y sintió, por un momento, que estaba frente a un loco. Uno que había recuperado la cordura.

FIN


lunes, 4 de julio de 2011

Capítulo 47

Curado

“Por los campos de Dios el loco avanza. Tras la tierra esquelética y sequiza.”
El bar estaba lleno. Al entrar pude sentir que me envolvía el calor de los que se reúnen. Yo no lo sabía, pero durante algunas noches del verano, los enfermeros y el personal de seguridad, organizaban una partida de póker en el comedor del manicomio. Por eso dejaban salir a los internos. A esas horas todavía estaban ahí, haciendo más o menos lo mismo. Apostando, brindando y debatiéndose entre quimeras.
“¿Quién da un paso hacia el centro del invierno?”
Un enfermero, sentado en la barra y cerca de la entrada, era el responsable de cuidarlos a todos. En algún punto, debía formarlos, contarlos y conducirlos de regreso al manicomio, atravesando la calle. Sin embargo, entre ellos habían emborrachado al enfermero. Ya llevaban treinta y cinco minutos de retraso, mientras él seguía en la barra hablando muy exaltado sobre su hipoteca con un paciente catatónico.
“Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan…”
Alcé mi copa con ellos. Todos brindaron en direcciones diversas y excepcionales. Al tiempo de que alguien comenzó a cantar, otro sacó un acordeón. De pie, sentados, de pie, sentados, de pie. Cada quien cantaba lo que quería escuchar. Bullíamos en una ceremonia espontanea, salvaje. Risas, aplausos, un coro agitándose. Nos entregábamos a la danza, bailando, bailando bailando, era una fiesta, era la vida. Demasiado larga, todo para que podamos equivocarnos las suficientes veces, para ser ridículos. Una vida larga para mentir, robar, matar, para arrepentirnos. Para poder sufrir, para no entenderlo. Pero quiero seguirla, ¡seguir! Quiero abrazarla, irme con su ímpetu. Porque es una vida demasiado corta, que se va quién sabe a dónde, que se va con frenesí y yo quiero seguirla hasta donde pueda, hasta que salga volando con ella.
“Soy una abierta ventana que escucha. Por donde va tenebrosa la vida. Pero hay un rayo de sol en la lucha. Que siempre deja la sombra vencida.”
Celebrábamos lo inasible. Lo que no se puede nombrar sin que nos tiemble el pecho, lo que me tenía prendido. Aquello que vibra y que tiene ritmo y es melodía. Es total, se abre paso en cada uno.
“Tigre, tigre, que te enciendes en luz, por los bosques de la noche ¿Qué mano inmortal, qué ojo osó idear tu terrible simetría?”
Y gritamos, todos. Grité porque también tengo miedo, ¡me cago de miedo! ¡Me cago de miedo! Y no importa, carajo, no importa. Es natural y está bien y sólo así puedo bailar en mi tumba, en la tuya, en la de quien me dé la gana. ¡Me voy a morir, aleluya!  
“¡Dadme mi arco de oro ardiente! ¡Dadme mis flechas de deseo! ¡Traed mi lanza! ¡Abríos, oh nubes! ¡Traedme mi carro de llama! No cejará en mi espíritu la lucha ni ha de dormirse en mi mano la espada…”
Desesperado, el enfermero trataba de calmarnos. Era inútil. Tardó en comprender que todo se le había salido de control. Cuando se dio cuenta de que no lograría nada, salió de allí corriendo.
De un momento a otro estábamos sobre las mesas. Yo bailaba sobre la barra, habíamos formado una fila que avanzaba, pies arriba, manos arriba, arriba, siempre arriba. Bailábamos entre los múltiples vasos y copas que se abrían a nuestro paso como a Moisés las aguas. Éramos un pueblo elegido, queríamos serlo. Íbamos golpeando el suelo con paso alegre, haciendo resonar la tierra prometida.
“Oh, perforar con vino la suave necesidad de ser.”
Luego todo empezó a girar, cada vez más rápido. El bar se tiñó de blanco. Como si fuéramos una pequeña bolsa de papel, el mundo descargó su mareo. La puerta del bar se abrió y entraron batas blancas sin cesar, como un vómito. Luego vino una lluvia de cachiporras y luego nada. El silencio.
“No duerme nadie. Pero si alguien cierra los ojos, ¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!”
En algún momento de la madrugada desperté. No supe donde estaba y recorrí el sitio con angustia. Me rodeaba la oscuridad y me encontraba solo. Poco a poco cobraba claridad. Entonces los recuerdos se dejaron tocar y volviendose me mordieron. De golpe me di cuenta. Estaba pasando la noche en el manicomio. Una habitación que era una celda y nada más.
Me encontraba acostado en una especie de camilla. La sábana blanca que debía cubrirme yacía en el piso. La levante y me la extendí por encima. Como había babeado mi almohada, la giré y volví a acurrucarme. Mañana sería otro día. Me quedé dormido.
“Aquel cuyo rostro no irradia luz, nunca será estrella.