Curado
“Por los campos de Dios el loco avanza. Tras la tierra esquelética y sequiza.”
El bar estaba lleno. Al entrar pude sentir que me envolvía el calor de los que se reúnen. Yo no lo sabía, pero durante algunas noches del verano, los enfermeros y el personal de seguridad, organizaban una partida de póker en el comedor del manicomio. Por eso dejaban salir a los internos. A esas horas todavía estaban ahí, haciendo más o menos lo mismo. Apostando, brindando y debatiéndose entre quimeras.
“¿Quién da un paso hacia el centro del invierno?”
Un enfermero, sentado en la barra y cerca de la entrada, era el responsable de cuidarlos a todos. En algún punto, debía formarlos, contarlos y conducirlos de regreso al manicomio, atravesando la calle. Sin embargo, entre ellos habían emborrachado al enfermero. Ya llevaban treinta y cinco minutos de retraso, mientras él seguía en la barra hablando muy exaltado sobre su hipoteca con un paciente catatónico.
“Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan…”
Alcé mi copa con ellos. Todos brindaron en direcciones diversas y excepcionales. Al tiempo de que alguien comenzó a cantar, otro sacó un acordeón. De pie, sentados, de pie, sentados, de pie. Cada quien cantaba lo que quería escuchar. Bullíamos en una ceremonia espontanea, salvaje. Risas, aplausos, un coro agitándose. Nos entregábamos a la danza, bailando, bailando bailando, era una fiesta, era la vida. Demasiado larga, todo para que podamos equivocarnos las suficientes veces, para ser ridículos. Una vida larga para mentir, robar, matar, para arrepentirnos. Para poder sufrir, para no entenderlo. Pero quiero seguirla, ¡seguir! Quiero abrazarla, irme con su ímpetu. Porque es una vida demasiado corta, que se va quién sabe a dónde, que se va con frenesí y yo quiero seguirla hasta donde pueda, hasta que salga volando con ella.
“Soy una abierta ventana que escucha. Por donde va tenebrosa la vida. Pero hay un rayo de sol en la lucha. Que siempre deja la sombra vencida.”
Celebrábamos lo inasible. Lo que no se puede nombrar sin que nos tiemble el pecho, lo que me tenía prendido. Aquello que vibra y que tiene ritmo y es melodía. Es total, se abre paso en cada uno.
“Tigre, tigre, que te enciendes en luz, por los bosques de la noche ¿Qué mano inmortal, qué ojo osó idear tu terrible simetría?”
Y gritamos, todos. Grité porque también tengo miedo, ¡me cago de miedo! ¡Me cago de miedo! Y no importa, carajo, no importa. Es natural y está bien y sólo así puedo bailar en mi tumba, en la tuya, en la de quien me dé la gana. ¡Me voy a morir, aleluya!
“¡Dadme mi arco de oro ardiente! ¡Dadme mis flechas de deseo! ¡Traed mi lanza! ¡Abríos, oh nubes! ¡Traedme mi carro de llama! No cejará en mi espíritu la lucha ni ha de dormirse en mi mano la espada…”
Desesperado, el enfermero trataba de calmarnos. Era inútil. Tardó en comprender que todo se le había salido de control. Cuando se dio cuenta de que no lograría nada, salió de allí corriendo.
De un momento a otro estábamos sobre las mesas. Yo bailaba sobre la barra, habíamos formado una fila que avanzaba, pies arriba, manos arriba, arriba, siempre arriba. Bailábamos entre los múltiples vasos y copas que se abrían a nuestro paso como a Moisés las aguas. Éramos un pueblo elegido, queríamos serlo. Íbamos golpeando el suelo con paso alegre, haciendo resonar la tierra prometida.
“Oh, perforar con vino la suave necesidad de ser.”
Luego todo empezó a girar, cada vez más rápido. El bar se tiñó de blanco. Como si fuéramos una pequeña bolsa de papel, el mundo descargó su mareo. La puerta del bar se abrió y entraron batas blancas sin cesar, como un vómito. Luego vino una lluvia de cachiporras y luego nada. El silencio.
“No duerme nadie. Pero si alguien cierra los ojos, ¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!”
En algún momento de la madrugada desperté. No supe donde estaba y recorrí el sitio con angustia. Me rodeaba la oscuridad y me encontraba solo. Poco a poco cobraba claridad. Entonces los recuerdos se dejaron tocar y volviendose me mordieron. De golpe me di cuenta. Estaba pasando la noche en el manicomio. Una habitación que era una celda y nada más.
Me encontraba acostado en una especie de camilla. La sábana blanca que debía cubrirme yacía en el piso. La levante y me la extendí por encima. Como había babeado mi almohada, la giré y volví a acurrucarme. Mañana sería otro día. Me quedé dormido.
“Aquel cuyo rostro no irradia luz, nunca será estrella.”