domingo, 30 de enero de 2011

Capítulo 3

De hombres más nobles.



Estaba eufórico, radiante. Esa tarde me bebí diez copas y para la noche perdí la cuenta. Saboreaba mis próximos goces, veía la mesa puesta, pero algo me molestaba entre todo aquello. No me sentía digno de mi destino.
Al volver de Acapulco comencé a empacar mis cosas y disponer los preparativos de mi viaje a España. Me marcharía rumbo a un país que me era familiar, en el más estrecho de los términos.
Respecto a mí, lo que me pasó hace medio siglo fue que el estallido de la Guerra Civil arrojó muchas cosas fuera de España. Yo fui una, de alguna manera. Nací bastantes años después, en México, nieto de españoles.
Cuando Francisco Franco tenía prácticamente en sus manos a España, mi joven abuelo, Zacarías Pontone (sin otra inclinación política que la de la libertad, sin dinero y con tierra solamente en las uñas) decidió probar su suerte en un lugar donde las cosas no estaban resolviéndose a tiros. Pronto se dio cuenta que en Europa, y en la mitad del mundo, así se iban a zanjar los argumentos y quedó atrapado en Francia. Al mismo tiempo, cientos de miles de españoles escapaban a la dictadura, a la muerte, al hambre, a la pobreza. Francia era un destino práctico y la vecina, sin saber bien a bien qué hacer, los metió en campos de concentración a lo largo de sus costas.
México no fue ajeno a este hecho. Este país latinoamericano, del que ignominiosamente poco se sabe en España (su localización puntual en América del Norte, por ejemplo, es un vergonzoso misterio para muchos españoles contemporáneos) fue el primero en aceptar a quien quisiera dejar España.

Lázaro Cárdenas, presidente mexicano en aquel tiempo, ordenó a su embajador en Francia, Luís I. Rodríguez:

 "Con carácter urgente manifieste usted al gobierno francés que México está dispuesto a recoger a todos los refugiados españoles de ambos sexos residentes en Francia […] Si el gobierno francés acepta en principio nuestra idea, expresará usted que desde el momento de su aceptación, todos los refugiados españoles quedarán bajo la protección del pabellón mexicano."

Francia aceptó que le resolvieran el problema. Después de todo, la mitad del país galo pertenecía a Hitler y la otra mitad estaba maniatada para servir a la voluntad del autoritarismo extranjero.

Luís I. Rodríguez recorrió los campos y empezó a sacar a los españoles rumbo a México. Mi abuelo tendría esperanzas.

Con el poder, Franco persiguió vorazmente a los vencidos. Como mi abuelo, también quedó varado en Francia, exiliado, el presidente legítimo español, Manuel Azaña.  

En una estrategia diplomática muy fina, el embajador mexicano también acogió a Azaña impidiendo que los agentes nazis, franceses y españoles se lo entregaran a Franco. Sin embargo, al poco tiempo Manuel Azaña moría por causas naturales bajo esa protección en una ciudad francesa.

El mariscal Pétain, al frente de Francia, prohibió que se le diera un entierro con los honores correspondientes a Jefe de Estado, solamente permitiría que el féretro estuviera cubierto con la bandera española, pero ésta no sería la republicana, sino la bandera de la España de Franco.

Rodríguez resolvió el asunto y le respondió así a Pétain:

“Entonces, lo cubrirá con orgullo la bandera de México. Para nosotros será un privilegio, para los republicanos una esperanza, y para ustedes, una dolorosa lección.”

El embajador se convertía en un héroe anónimo. Salvaba el honor y la dignidad del político español y sellaba así el tránsito de Azaña a su último destino. Al mismo tiempo, también selló el mío marcando el destino de Zacarías Pontone y el de tantas otras abuelas y abuelos, que navegaron atravesando el Atlántico, libres y esperanzados, lejos de su patria pero llevándose a España con ellos.

 Zacarías Pontone llego sin nada a América. Trabajo en todo momento y de todo. Fruto de desvelos, esfuerzos y angustias logró irse abriendo paso y hacerse de una tienda de ultramarinos que fue sustento honrado hasta sus últimos días. Se casó con mi abuela, tuvieron varios hijos y nietos, disfrutó sus días y murió honestamente. Sus hijos trabajaron en la tienda que él les heredó y, como pasa a las segundas generaciones, mis tíos la quebraron religiosamente.

En poco me parezco, desdichado, a mi abuelo Zacarías o a su generación. Parecía que desandaba lo andado. Volvía un Pontone menos digno, menos fuerte, con menos motivos, menos.

Ya no había batallas, ni credos. Aún así, inocente, esperaba una oportunidad para redimirme, un golpe de astucia, un gesto al menos que me sacudiera. Pero a nadie parecería importarle. Era el momento del banquete y nada más. Así, mejor no pensar.

La maleta quedó lista.

miércoles, 26 de enero de 2011

Capítulo 2

La Llamada




Las más mágicas y milagrosas cuestiones de la vida, así como las trágicas y más funestas, suelen aparecer con formas cotidianas y familiares: Como manzana para Adán, el anillo del Nibelungo, una rama de Olivo, el círculo de Giotto o como un vuelo de grullas. Pero yo no soy tan noble ni tan virtuoso y nuestra época es menos poética, a mí me llamaron por teléfono. 
La llamada la recibí de manos de uno de los mayordomos de la casa. En el auricular distinguí la voz de mi padre que telefoneaba desde la Ciudad: “Una beca” me dijo. “Es para estudiar un máster durante unos meses en España. Luego volverías a México a trabajar con la Cámara de Comercio… En España vas a conocer a altos funcionarios del gobierno, a industriales, empresarios…  ¿Qué te parece? ¿Te interesa?... ¿O cuánto tiempo más vas a seguir de huevón?”
Hubo una pausa, pero lo entendí todo. Yo era, también, juguete del destino.
Me había marchado de casa para aventurarme en el mundo,  para librar combates, para aprender todos los nombres. Me marché para encontrar los porqués. Busqué las contiendas de la tierra, los estandartes, las batallas, las princesas. De mí se enamoró Circe y me amó, engañé a Maniaque y a sus bandidos en el norte de África y fui príncipe de bares y burdeles en Paris. En una ocasión a punto estuve de caer, pero el vacío sólo pudo ver mis piernas agitarse desde lo alto del techo. Vi demonios, me defendió un ángel y pasé hambre y miedo. Me perdí en el desierto y me encontré en los mares. Recorrí caminos y cuerpos y liberé a un pueblo. Me había ido y había quemado las naves, pero después de fracasar, sin la Perla, y desilusionado por un mundo carente, volví.
Ahora era un huevón, era cierto, el huevón pródigo. Por eso, cuando mi padre me habló de aquella “oportunidad”, donde él decía “Beca” yo escuchaba “viaje”, donde él decía “máster” yo escuchaba “borrachera”, conocer “altos funcionarios, industriales y empresarios” eran “mujeres, mujeres y más mujeres” y donde mi padre decía “trabajo” yo escuchaba “veremos, siempre veremos”.  Iría, aceptaba, estaba hecho, escrito desde quién sabe cuánto tiempo. Frente a aquella llamada no tuve oportunidad.
Diría que fui por eso, pero no sería toda la verdad. Si se me permite ponerme un tanto místico, diría que algo me reclamaba del otro lado del mar, aquello que me requería para ser visto, oído, tocado, narrado. Me esperaba la España de la arrogancia, de la riqueza, del último banquete. Yo llegaría justo antes de la crisis que se cimbraría sobre ellos, pero tendría oportunidad de ver el consumo, la irresponsabilidad,  la petulancia. La fiesta estaba por terminar, pero estaba en su mejor momento. Corrupción, drogas, prostitutas, nepotismo, orgías, discriminación, racismo, locura, todo danzando para que yo lo viera, y lo vería, por Dios que lo vería. Yo que me sentía en el nadir, una sombra. Me recibiría esa España que apenas se asoma en los telediarios. Me estaban esperando los indolentes nuevos ricos de Europa.

domingo, 23 de enero de 2011

Capítulo 1

Primera Parte: “HISTORIA DE UNA IDA”

“…Porque, dicen ellos,
cuando se viaja en un barco vacío,
si nada mejor se puede obtener del mundo,
arranquémosle una buena comida, por lo menos.
Y con esto queda vacía la botella.”
Moby Dick, Herman Melville.



CANTO I

Pongamos que hablo de Valladolid

“…Podemos jactarnos de lo que sea, si no tenemos otra cosa.
Quizás cuanto menos se tiene,
más se siente uno inclinado a la jactancia.”
Al Este del Edén, John Steinbeck.
El elegido

La Ciudad de México es tan grande que en ocasiones suele extenderse hasta Acapulco. El año estaba por terminar y yo había decidido despedirlo bajo el sol, junto al mar y bebiéndome mi juventud.

Son conocidas las diferencias en Latinoamérica entre los que tienen y los que no tienen. El abismo puede ser imaginado, pero insondable a quien es ajeno a ambos mundos. He ahí, palpitante, el significado de la cuestión de nuestra era: tener o no tener. Por fortuna, mis amigos tienen y eso significaba comodidad, lujo y (extra) vagancia en un sentido que no teme desafiar a la más prolija imaginación. Desde aquí hasta Bariloche sabemos de ese abismo y yo lo contemplaba en un Xanadú del Pacifico.

Esos días de fiestas decembrinas los pasé en Acapulco, invitado en casa de antiguos amigos. Me dejé consentir por una vida que no me pertenecía. No por eso iba a rechazarla, por el contrario, como con tantas cosas yo abracé aquello con la pasión y el deleite de los enamorados.

Demasiado me ocurrió ese año que terminaba. Me entregué a la aventura y a la búsqueda y me sentía derrotado: no pude encontrar la perla. Por eso mi vida se destiñó. Me pensé despreciado por la fortuna; pero había sido medido y pesado y había resultado inadecuado. Decidí entregarme, vencido, a una vida acorde a esta era postmoderna imbatible. Resultó que yo no tenía lo que se necesitaba, tampoco era especial ni único y ni siquiera estaba cerca. Nada podía hacerse. Fracasé. Entonces volví del mundo, abollado, y me conduje al desasosiego  de la contemplación y el ocio, todo lo demás podía irse al cuerno.

Sin embargo, así y allí, flotando sobre una colchoneta en una alberca de Acapulco, rodeado de margaritas (de las que se beben), fue que me eligieron.

¿Para qué exactamente? Lo descubriría mucho después, pero así empezaba mi aventura.

miércoles, 19 de enero de 2011

PRESENTACIÓN






“EL BANQUETE Y SU RESACA”
Por Darío Pontone





“La Linda Pelirroja” Guillaume Apollinaire


Estoy aquí delante de todos un hombre con sentido común
que conoce la vida y de la muerte lo que un hombre puede conocer
probó los dolores y las alegrías del amor
impuso algunas veces sus ideas
conoce varias lenguas
y no ha viajado poco
habiendo visto la guerra en la infantería y la artillería
herido en la cabeza trepanada bajo el cloroformo
perdió sus mejores amigos en la espantosa lucha
sé de lo antiguo y de lo nuevo lo que un hombre solitario
puede saber de esas cosas
y sin inquietarme hoy de esta guerra
entre nosotros y para vosotros amigos míos
juzgo esta larga querella de la tradición y de la invención
del orden y de la aventura
            
Vosotros con la boca hecha a la imagen de la boca de Dios
boca que es el orden mismo
sed indulgentes al compararnos
con los que fueron la perfección y el orden
nosotros que siempre buscamos la aventura
no somos enemigos
Nosotros queremos daros vastos y extraños dominios
donde el misterio germina para el que quiera cosecharlo
hay fuegos nuevos colores nunca vistos
mil fantasmas imponderables
para darles realidad
y explorar la bondad comarca enorme y donde todo calla
hay tiempo para desterrar
y tiempo para el regreso
piedad para nosotros que combatimos siempre en las fronteras
de lo ilimitado y lo porvenir
piedad para nuestros errores piedad para nuestros pecados
            
He aquí que viene el estío la estación violenta
y mi juventud ha muerto como la primavera
oh sol es el tiempo de la razón ardiente y espero
para seguir la forma noble y dulce
que adopta ella para que pueda amarla
llega y me atrae como al hierro el imán
tiene el aspecto encantador
de una adorable pelirroja
            
Sus cabellos son de oro se diría
un bello relámpago que nunca acaba
o esas llamas que presumen
en las rosas te marchitas ya
            
Reíd reíd de mí
hombres de todas partes sobre todo gentes de aquí
porque hay tantas cosas que no me atrevo a decir
tantas cosas que no me dejaríais decir
tened piedad de mí