lunes, 30 de mayo de 2011

Capítulo 37

Lo último que queda

Eran tres oficiales de la policía los que tocaban a mi puerta, nos miramos. En un principio todo resultó muy extraño. La culpa la tuve yo, porque abrí la puerta y les tendí mis manos, como esperando las esposas. Sin embargo, la policía no me buscaba a mí. Reí como si hubiera sido una broma, la policía no reía. Me dijeron el motivo de su visita: venían preguntando por Borja. Les dije que no sabía nada, la policía no lo creía. Registraron nuestros setenta metros. Nada por aquí, nada por allá.
 Al parecer, hacía unos días que mi compañero de piso había despertado del coma, me alegré por Borja, claro. Pero al poco tiempo abandonó el hospital sin dejar rastro, huyó en realidad. Eso coincidía con la desaparición de no sé cuántos medicamentos. Hasta ahí los hechos.
Me daba la impresión de que, de un modo u otro, todos estaban escapando, escabulléndose.
Respecto a mí, con Borja prófugo, no podía pensar en mantener el departamento. Tenía que encontrar a alguien o mudarme a un sitio más barato. Lo mismo, necesitaba el dinero, no podía irme de Movistar.  ¿Qué había de las demás empresas, de mis solicitudes de trabajo, de mi preparación? ¿Por qué nadie respondía? No lo sabía entonces, y cómo sospecharlo siquiera, pero mi nombre estaba escrito en la lista negra. Ya me enteraría más adelante de aquello, mientras tanto, cada mañana sería lo mismo:
“El éxito es para mí, yo controlo mi vida porque atraigo al éxito. Soy exitoso, el éxito es para mí…” decían las bocinas del coche de Arturo.
“El éxito es para mí, para mí, para mí…” decía Arturo.
“Hoy todo pasará según lo imaginas, visualízalo ahora…”
Entonces Arturo cerraba los ojos, sin importa que fuera conduciendo, y se transportaba a un placentero estado imaginario de éxito profesional.
Arturo era un compañero de trabajo que vivía cerca del centro y me llevaba en coche a la oficina. Un favor que era una comodidad algo mórbida, tomando en cuenta que todos los días recorríamos medio Valladolid sin dirigirnos la palabra, mientras él se visualizaba con Sergio dándole palmaditas de felicitación por todo el éxito que cada mañana atraíamos mentalmente con aquellas grabaciones de motivación.
“Hay que reprogramar la mente,” decía Arturo. La verdad es que yo le sonreía con amabilidad, pero algo nervioso, igual que si un loco me hablara de hacer volar al mundo en pedazos con mera concentración y el poder de la mente. Él se quedaba muy tranquilo con su reprogramación mientras yo no trataba de perturbarlo, esta gente estaba un poco desequilibrada.  
Cuando llegábamos a las oficinas, antes de bajar del coche,  Arturo pedía que le preguntara quién era él y no me dejaba en paz hasta que me respondía estupideces como un ganador o el azote de las ventas o algo por el estilo.
Cuando terminé la capacitación que nos dieron y me aprendí una pila de datos inútiles, leí  la apasionante historia del móvil en España y Los 19 hábitos del comercial vendotodo, Sergio hizo una reunión donde, frente a todos los demás vendedores, me pidió que pasara al frente, junto a él, y dijo:
“Darío, aquí como lo ven, creo yo que es el que de entre ustedes tiene mayores posibilidades de ser como Raúl, nuestro mejor comercial.” Yo me quedé helado.
Hubo muchos murmullos y miradas hasta que, no sé bien por qué, alguien aplaudió y todos rompieron en hurras y aplausos y enhorabuenas. Saludé haciendo una mueca que podía ser tomada como una sonrisa o como el gesto propio del espanto, porque desde donde estaba podía ver a Raúl. Él, en efecto, era el mejor de todos los vendedores, gordo, calvo, ojeras permanentes, dos paquetes diarios de cigarrillos, tres divorcios y un Mercedes Benz que parecía más grande que mi departamento, y que probablemente sería más cómodo.
Me deprimí mucho con mi prometedor futuro. ¿Por qué habría dicho eso, qué habrá visto en mí? Necesitaba salvarme, pero aún no sabía cómo.
Anduve por la ciudad decidido a que mi fortuna cambiara. No dejaba de preguntarme qué ocurría con la región, pero continuaba, siempre adelante. Fui por todas partes entregando mi curriculum personalmente, de puerta en puerta. Vi mi figura en cada calle, deslustrada pero incansable aún, vendiendo lo mejor que tenía, o lo único que me quedaba: a mí mismo.


jueves, 26 de mayo de 2011

Capítulo 36

Renunciar

Pertenecía al equipo de ventas de Sonia, éramos los mejores. Si yo estaba ganando dinero con todas esas estafas, seguramente la empresa ganaría mucho más y Telefónica, imposible saberlo.
Uno de esos días me llamó el Director Comercial de Movistar, porque todo era igual, estaban en el mismo edificio, contratados. Quería hablar conmigo, entrevistarme. Se llamaba Sergio, un tipo de mediana edad, de complexión atlética y muy preocupado por su aspecto, demasiado. Depiladas parte de las cejas, un corte de pelo cada semana, permanentemente bronceado, nariz artificial y con una sonrisa de dientes anormalmente blancos. En su escritorio tenía un bolso donde escondía cepillo, espejo, cortaúñas, secador, ¡rizador de pestañas, por amor de Dios! Había sido vendedor toda la vida, trepando de puesto en puesto hasta donde estaba. Ahora era el jefe  y le encantaba serlo. Tanto le gustaba que lo mencionaba para todo, a lo que fuera le encontraba relación con su éxito profesional.
Quería que yo trabajara para él, me lo dijo enseguida.
“¿Y en Telefónica, donde estoy?” le pregunté.
“¿Por qué perder el tiempo vendiendo ordenadores, cuando puedes vender telefonía móvil?” me decía. “Porque el tiempo es dinero, chaval.”
Le encantaba el dinero. Según él, con llamarlo, el dinero venía, pero había que llamarlo. Cada mañana de lunes reunía a los miembros de sus equipos comerciales en un enorme salón. Nosotros oíamos a los vendedores gritar toda clase de cosas: “¡Ahí viene el dinero, amo el dinero, te amo dinero!” mientras Sergio los hacía dar de brincos. Era motivación, un ritual, una invocación o no sé qué cuernos, otras ocasiones los oíamos gritar: “¡Soy el número uno, el número uno, el número uno!” Casi todos los vendedores lo odiaban, porque eran el blanco de muchas burlas, algunas muy divertidas. Pero Sergio los conocía y los tenía en su poder. Estaban encadenados, porque lo cierto es que se ganaba mucho dinero con él y los vendedores se enamoran especialmente de sus cadenas doradas.
“Mira Darío, piénsatelo, ¿vale? Puedes tener futuro de comercial, pero conmigo te irá mucho mejor.” ¿Lo valdría? Digo, dar de brincos y todo eso. Le dije que lo pensaría. La verdad es que era cómodo estafar para Telefónica, pero la conciencia no me dejaba en paz. Renunciaría. ¡Al carajo, no robaría para ellos ni para nadie!
Renuncié por primera vez en mi vida. No voy a negarlo, fue reconfortable, porque renunciar no deja de ser algo así como decir: “Yo tengo algo mejor que hacer, usted puede irse al cuerno y que pase un buen día.” Me fui muy contento, me sentía honesto, libre, poderoso, porque renunciar es un verdadero lujo y esperaría que todos pudieran darse ese placer alguna vez. Aún no lo sabía, pero renunciar es clave. Es el comienzo de liberarse, de decidir por uno mismo, pero no deja de ser un misterio.
Al día siguiente comencé mi capacitación y todo me fue revelado: para Movistar robaría aún más ¡cómo pude ser tan ingenuo! Yo que pensé que dejaría de estafar. Parecía imposible vender sin engaños, sin embargo, no podía irme, porque esos días coincidieron con una noticia muy particular.
Esa misma semana, al llegar a mi casa, apenas entrar, llamaron a la puerta. Era la policía. Pregunté de nuevo: “¡La policía, abra la puerta!”
Miré la ventana, era imposible escabullirme. No tenía ningún plan, tampoco ideas, no tenía sentido tratar de escapar. Salí a entregarme, abrí la puerta.

lunes, 23 de mayo de 2011

Capítulo 35

"Condenarse a distancia, por cobrar"
Al cumplirse los cuarenta días de trabajar en “Timo’s Marketing”, me echaron. No solamente entregué cuantas solicitudes de morosos y deudores pude, también fui con los empleados de los bancos, con todos, y me hicieron un gran favor. Ellos entendían de qué iba esto: me llenaron todas las solicitudes de buena gana, sabiendo que cancelarían las tarjetas solamente recibirlas, mientras que a mí me pagaban la comisión. Fueron cientos de tarjetas que nunca se usarían y que ayudaron a cubrir el alquiler, la luz, el gas, todo... pero ya no quedaba nada.
Citibank multó y reprendido fuertemente a mis jefes. Según me dijeron, ninguna solicitud que yo había entregado servía para nada, ¡ninguna! A gritos me mandaron al carajo. Se terminó la comedia.
Una vez en la calle, compré el periódico, me metí en un café y busqué otra cosa. Era así de simple. La fuerza para continuar viene, según creo, de que se piensa que se ha tocado fondo, pero nunca es así. Cuando se está a punto de tocar fondo desaparece la fuerza y todo es abandono, nada más importa.
No me alcanzó para pagar el café y tuve que fingir que había perdido la cartera ¿o la había olvidado? ¡Cuánto lo sentía! Mil disculpas, mil disculpas. Así comí y vagabundeé un par de días. La situación era terrible, la indigencia me tocaba el hombro, me invitaba a su reino.
Pero encontré algo. Llamé y me recibirían ese mismo día. No recuerdo el nombre de esa gente tan amable al teléfono,  pero trabajaban para Telefónica y vendían sus productos. Me entrevistó Sonia, una chica que sería mi “Jefa de Equipo”. Su rostro era lo más parecido a un buitre, pero tenía un cuerpo espectacular y lo sabía. No faltaba nunca ni al gimnasio ni a su cama de bronceado y siempre traía falda, sin importar el invierno. Las compañeras la apodaban La Gamba, por aquello de la cabeza, el cuerpo y la utilidad.
El salón donde me introdujeron estaba lleno de señoras, habría cincuenta por lo menos. Mi lugar de trabajo era minúsculo, sólo contaba con un teléfono, un cuaderno y un lápiz, era todo.  No había sueldo, únicamente comisiones, pero decían que se podía ganar muchísimo dinero con ellas. En todos los trabajos lo dicen, pero, lo cierto es que con Telefónica esto fue verdad, inmoral por supuesto, pero no mentían… cuando menos no a mí.
La Directora Comercial me saludó y me habló claro. Esto iba de vender ordenadores por teléfono,  si ese mismo día no vendía por lo menos cinco, estaría fuera y sin nada, ni un céntimo. Tuve que aceptar, de nuevo la resignación.
Sonia La Gamba me entregó unas cien páginas con los nombres y teléfonos de un montón de gente. Había que hablar y preguntar si querían un ordenador, Telefónica se los enviaría esa misma semana y lo podían pagar a plazos, en su cuenta de internet y teléfono, y empezarían a pagarlo en tres meses.
Comencé por Alicante.
“Hola qué tal, muy buenos días, le hablo de Telefónica, está el señor González, Carlos González, ¿es usted?… hola, hola… ¿hola?” Era una mierda, una puta mierda. ¡Cómo no iban a colgarme si me había convertido en uno de los seres más molestos de la creación! Por otro lado, ¿cómo le hacía esta gente para vender tanto? La respuesta me la dio Sonia La Gamba.
“Mira, voy a ser muy clara en esto ¿de acuerdo? Pon mucha atención a lo que digo y a lo que no digo. Observa cómo se hace. Si lo entiendes bien podrás quedarte y hacer mucho dinero, si no lo entiendes puedes marcharte…” asentí. Ella eligió un nombre al azar y llamó.
“Hola que tal Sr. Pérez, le habla Sonia Fernández de Telefónica para informarle que vamos a subir las tarifas por un impuesto directo del gobierno… claro, todas las compañías que ofrecen telefonía e internet van a subir sus tarifas… siéntase libre de preguntar y comparar pecios, claro… pero debe saber que quizás cuando se cambie de compañía, después del primer mes le indicaran que tienen que subir los precios también, porque lo harán, es la ley…  Sí, yo lo entiendo… ¡Por supuesto que tiene razón! Precisamente llamo porque Telefónica no quiere que usted cambie de compañía ¡queremos compensarlo! Quería ofrecerle un ordenador totalmente gratis… sí, totalmente gratis, lo recibirá esta misma semana… no, el incremento de de las tarifas será dentro de tres meses, es por ley, no podemos evitarlo… muy bien, ¿a qué hora pueden ir a verlo?  Perfecto, muchas gracias, que pase un muy buen día…” colgó. Hubo un silencio en que nos miramos.
“Así es como esto se hace,” me dijo al fin. “Quiero saber si lo entiendes, ¿lo entiendes?”
¡Carajo, lo entendía demasiado bien! Era cuestión de decidir, estaba dentro o estaba afuera.
Si hay alguien de Ciudad Real que esté leyendo estas líneas, quiero disculparme, porque debo haber hablado con cientos de ustedes, que entusiastas adquirieron sendos ordenadores. Lo siento mucho, porque son las personas más bondadosas de España y con lo que me dieron pude sobrevivir al invierno. Espero puedan perdonarme.

jueves, 19 de mayo de 2011

Capítulo 34

Comisiones Condenadas
Cuando llegamos a Segovia ya no llovía. Lo primero que hicimos, después de bajar del coche, fue ir a desayunar. Nos pasamos una hora en eso. Café con leche, tortilla de patatas, saludar a otros vendedores, hacer bromas, contarnos nuestras desventuras, arrepentirnos, entusiasmarnos, pasar miedo y echarnos para adelante. Nos animábamos hablando de las comisiones, las tan ansiadas comisiones.
Hay en Segovia una larga calle desde donde se ve el acueducto y que conduce hasta la plaza mayor. Es angosta y tiene a ambos lados cualquier cantidad de comercios. Segovia es una ciudad donde se sube y se baja constantemente, aunque yo sólo sintiera mi descenso. Comenzando la calle, entré a una tienda con Bea. Ella empezó a hablar de inmediato con la chica que atendía el lugar.
“Hola qué tal, buen día, ¿cómo le va?… ¿mucha gente hoy? …qué bien, sí, qué bien… mire, vengo de Citibank, el es mi compañero Darío… Dígame, a que a usted no le vendrían mal tres mil euros… ¡Claro, y a quién no, verdad! …qué bien, sí, solamente hay que llenar esta solicitud, es muy sencillo, ¿cuál es su nombre? …Sí, yo entiendo que ya tiene muchas tarjetas, pero ¿y si tiene una emergencia, una urgencia, y si pasa algo? …Claro, hay que prevenir ¿Qué va a pasar por tener otra tarjeta? ¿Tiene su DNI a la mano? ¡Qué bien!… A propósito, usted puede elegir el color y la ilustración de la tarjeta… aquí hay una foca muy simpática, y este perrito, ¡a que es chulo!… El primer año no se cobra ninguna comisión y si se da cuenta que no la quiere, la da de baja, sin costo… ¡Claro!… Vamos a ver, su nombre ¿cuál era? ¿y apellidos? Muy bien, muy bien ¿teléfono? Por cierto, tiene puesto un vestido precioso… claro… Voy a necesitar su DNI un momento, no se preocupe, le saco una foto y listo…así, así, muchas gracias…”
Bea era una máquina. Salimos de la tienda y ya tenía la primera solicitud, no habían pasado ni diez minutos.
“¿Has visto Darío?, esto es muy fácil…” me dijo Bea al salir. “Tú entras a todos los comercios de este costado de la calle, yo a los del otro y nos vemos al final… ¡Suerte!”
La calle ascendía interminable. Tomé mis solicitudes, respiré, respiré otra vez y entré al primer sitio, una tienda. La atendía un tipo gordo que leía el periódico.
“Hola, qué tal.”
“¡No se acepta la entrada a comerciales!”
“Eh… Seguro que usted necesita tres mil euros…”
“¿Cómo?”
“Digo que con esta nueva tarjeta, Citibank puede prestarle tres mil…”
“¡Tarjetas! Nada, fuera, vinieron la semana pasada, joder, ya vale, ¿no?”
“Pero, ¿quién vino? ¿Nosotros?”
“Vosotros, de Berklay, Barklay, Birkly…”
Nosotros somos de Citibank…”
“¡Fuera de aquí!”
“Pero… mire, no cuesta nada la tarjeta, el primer año…”
“¡Fuera he dicho, no me interesa!”
“Eh… pero… ¡Ah! por cierto, qué bonito… pantalón trae, es de…”
“¡FUERA, HOSTIAS!”
Salí de ahí. Miré mi reflejo en el aparador de la tienda de enfrente, con mi traje gris, mis solicitudes, mi palidez, daba lástima. Yo también me echaría de cualquier lado.
“¿Mala suerte?” me preguntó Bea que salía de esa tienda. “No te agobies, tienes que entrar en muchos sitios, es pura estadística y ya irás mejorando ¡ánimo!”
¿Ánimo? Pero si todo era una mierda.
Entré a todos los sitios de la calle y todo fue igual. Sitio tras sitio desfilaban palabras iguales. Nada servía, me señalaban la puerta, no me escuchaban, se burlaban, gritaban, todo menos interesarse. Ni siquiera cuando les decía que no se dieran de alta, que cuando les llegara la tarjeta no la usaran y la cancelaran y que me hicieran el favor, que me llenaran la solicitud, que necesitaba mis comisiones, pero nada, vamos, ni por compasión.
A la hora de comer todos tenían sus solicitudes, dos, tres, Bea siete. Yo, nada. Lo peor era que ellos no sabían otra cosa que decirme que ¡ánimo, ánimo, ánimo!
Desesperado como estaba, mientras vagaba por Segovia, ya sólo preocupándome por disfrutar del paseo y la arquitectura y admirar la ciudad, tuve una señal como a quien le cae una maseta del cielo: ¡Frente a mí danzaban las tintineantes letras de un casino!
Nadie sería sujeto de crédito, eso seguro, pero al carajo con “Timo’s Marketing” y con Citibank y con todos.
Entré al casino. Los jugadores me recibieron escépticos, pero poco a poco me fueron rodeando, se acercaban, me escuchaban, les brillaban los ojos. De un momento a otro, ya estaban llenando sus solicitudes y me miraban como si del mesías se tratase. ¡Dejad que los morosos se acerquen a mí!
De regreso a Valladolid, para el asombro de todos, yo traía cuarentaitrés solicitudes de tarjetas de crédito que ningún banco sobre la tierra haría validas jamás, pero cobraría mis comisiones.

lunes, 16 de mayo de 2011

Capítulo 33

RESIGNACIÓN

Borja no volvía, ni al piso ni al mundo. El frío ya estaba siendo implacable y las cuentas de gas y luz lo serían aún más. Correr con todos los gastos resultaría imposible. No podía vivir así. Con seguridad moriría de frío, hambre o aburrimiento. Fue entonces que el instinto de sobrevivencia tomó el control y todo se fue al carajo, tomaría todos esos trabajos iguales que se anunciaban en días iguales. Comencé a caer bajo, bajísimo, a una velocidad inquietante.
Me puse mi traje gris y un abrigo. Necesitaba un paraguas porque afuera llovía, así que decidí tomar el de Borja. Pensé que lo tendría en su habitación. Nunca había entrado. Abrí la puerta, estaba oscuro y olía a rancio. Todo se encontraba tirado en el suelo, había monedas, ropa limpia y sucia, discos, condones, libros, cuadernos, ropa de mujer, lo que fuera. El paraguas estaba al lado de la cama, lo tomé y noté que las almohadas estaban ensangrentadas por las hemorragias nocturnas de quien tiene un tabique nasal destrozado. Sentí pena, pero, de nuevo, no había tiempo para ello. Tomé algunas monedas, muchas. Él no las necesitaría, por lo menos no ahora, y yo sí.
Me presenté el primero en aquella empresa“Timo's Marketing” para ser Agente de Relaciones Publicas, aunque ya sabía de lo que se trataba, no me dormirían con cuentos: Vender Tarjetas de Crédito, con todas sus letras, ¿se puede ser más canalla? La respuesta es SÍ, mucho más, pero yo apenas empezaba en esto. Me pagarían un mínimo más comisiones, pero el mínimo desaparecía al segundo mes, por supuesto. ¡Sanguijuelas! Y luego estaban los verdaderos ladrones: Los condenados bancos. Las tarjetas eran de Citibank y prestaba 3000 euros con una felicidad y una facilidad notables, pero con intereses altísimos, “¡eso no lo menciones, por ningún motivo metas lo de los intereses! Si te preguntan, lo dices, pero es mejor si puedes desviar el tema o evitarlo, maréalos un poco… Todo lo referente a eso ya viene en este documento que les debes dejar… aquí lo dice ¿alcanzas a ver las letritas? Tienes que traerme tres solicitudes como mínimo, ese es el OBJETIVO ¿de acuerdo?...,” me decía mi nuevo jefe, un tipo parecido a un jabalí, las mismas formas y el mismo ímpetu. La estafa al prójimo sería inevitable, que Dios me perdone.
Fui aceptado enseguida. Aceptan a cualquiera que tenga un traje y una corbata, que hablé medianamente el español y pueda afeitarse por las mañanas.
Primera parada: Segovia. Tiempo estimado de llegada: dos horas.
Íbamos en el coche de Pepe y él conducía. Le pagaban más por llevar coche, por supuesto. Éramos cuatro contándonos a María, Bea y a mí. Rondábamos los veinticinco años y para todos era un trabajo temporal, pero había quienes llevaban el año entero trabajando. En lo que estaban de acuerdo era en que resultaba fácil, había mucha libertad y en que se ganaba buen dinero.
La venta consistía en llenar los datos de la persona en una solicitud y la persona recibiría la tarjeta si era aprobada por el banco. A nosotros solamente nos pagaban por entregar la solicitud, si la persona era aprobada o si activaba la tarjeta nos importaba un pepino, a nosotros nos pagaban por solicitud. Pero no era fácil, había dos datos que eran muy difíciles de conseguir, incluso convenciendo al pobre diablo de que la tarjeta le convenía. Necesitábamos una foto del D.N.I (Documento Nacional de Identidad), que tomábamos porque “Timo's Marketing” nos había proporcionado una cámara, y necesitábamos también el número de cuenta bancaría que tuviera actualmente. Ahí la gente se echaba para atrás, desconfiaban ¡Carajo, y cómo no!
¿Es cierto lo que se dice sobre que nace un tonto cada minuto? bueno, la verdad era que nosotros íbamos a cazar a esos tontos… Y sí, es cierto lo que se dice.

El clima era inclemente y había mucho tráfico. No habíamos salido de Valladolid cuando Pepe encendió un porro, todo empezó a llenarse de humo mientras nos hablaba de que quería poner un bar, un sueño poco original para la región. En la radio oíamos los gritos quejumbrosos del Hip Hop español, algo así como que el sistema era una mierda y se venía la revolución, nada nuevo.. Bea nos hablaba de su nuevo novio: “Está estudiando en la universidad, ¿para qué carajos estudia?”. María nos mostró su nuevo tatuaje, un mensaje en árabe o japonés, no lo recuerdo, pero a ella parecía recordarle algo importante. Ahora en la radio gritaban: “¡¿Quieres que te coma las tetas!?” El horizonte era lluvia y neblina, había que resignarse.

jueves, 12 de mayo de 2011

Capítulo 32

Cambiar al Planeta


No podía pedir el dinero a la madre de Borja, hubiera sido algo miserable, justo, pero miserable. ¿Estaba en coma? no podía creerlo. Sentía pena por él, sin embargo, no había tiempo para eso. Junté todo lo que tenía y pagué el alquiler. Me quedó algo de dinero, no mucho, pero estaba de buen ánimo; tenía esperanzas, tenía ilusiones, en una palabra, tenía fe. Lo que hice a continuación fue ir a gastarlo todo en una esplendida comida. Era necesario pensar que todo iba a estar bien y no se me ocurrió un mejor gesto.  
No había trabajo que valiera mi curriculum, nada. Todo eran mentiras en las solicitudes del internet o de los periódicos, cuestión de términos malogrados: “Ejecutivos de Cuenta, Relaciones Públicas, Promotores, Emprendedores…” eran ruines eufemismos para no decir que solicitaban “Comerciales” que era otro eufemismo ridículo para evitar decir “Vendedores”, era grotesco, por amor de Dios. ¿Sería un problema de baja autoestima corporativa? Lo cierto es que necesitaba dinero y lo necesitaba pronto. Supongo que jamás me decidí a convertirme en vendedor, me resigné a serlo. No había salida.
Ventas, ventas, ventas como fuere. Todo el mundo necesitaba que alguien vendiera algo, t-o-d-o-s. Por eso pensé que podía elegir algo noble, algo que valiera la pena: vendería libros. Me alegré cuando supe que eso se podía hacer, convencería a la gente para que cambiaran sus vidas con la lectura. Leer es sublime, abre posibilidades infinitas. ¡Cambiaría al mundo!
Me dirigí a “Editorial Planeta” pues pensé que era una de esas “grandes promotoras de cultura”. También estaban en el Polígono Industrial, como si la desolación acompañara siempre a las ventas, como una sombra u otra cara. Sin embargo, eran libros, era conocimiento lo que promovería. Me sentía como un cruzado de la cultura, un defensor del saber batiendo a la ignorancia. Eso pensaba.
Entré a las oficinas con mucha seguridad. No tenía cita o algo parecido, pero de cualquier manera iba a presentarme con ellos.
“¿Es usted Javier Robledo, el que viene a la entrevista para el puesto de Promotor?” me preguntó una secretaria apenas me vio. Sonreí y le dije que sí. Me condujo a una sala de espera para que me entrevistara el Director Comercial. Muy nervioso esperé a que me llamaran. En cualquier momento podría llegar el verdadero Javier Robledo ¿qué pasaría? Me sentía audaz, era lo que hacíamos los cruzados de las letras, los campeones de la cultura.
La entrevista fue un éxito rotundo, querían que empezara de inmediato. Al Director no pareció importarle que yo, en realidad, no fuera Javier Robledo, me consideró mejor incluso. Debí sospechar…
Me asignaron un mentor para ese día. Según me dijeron, él era su mejor comercial o promotor o vendedor,  o lo que sea. Debía acompañarlo, observar y aprender. Le llamaban Paco. Llevaba lentes oscuros, cabeza totalmente afeitada, traje impecable y bigote y barba tipo mosquetero. Estaba muy contento de verme, de llevarme con él, claro, yo sería como su escudero, de alguna manera.
Lo que hicimos ese día fue visitar varios pueblos del norte de la provincia. Todos los vendedores debían tener un coche, forzosamente. Yo no tenía, les mentí. Era evidente que sería necesario para ese trabajo, pero ya me las arreglaría. Paco tenía un Mercedes Benz del año con la cajuela repleta de libros.
 “La estrategia es tocar en la puerta del prospecto y esperar. Cuando alguien pregunta ¿quién es?, decimos que venimos de parte de la Editorial para entregar un premio, un libro por su puesto, que han suido seleccionados o cualquier cosa similar, y que tienen que elegir de entre tres opciones…” decía Paco, al tiempo que abría la cajuela y sacaba tres libros: uno de recetas de cocina, otro sobre autoayuda y una biografía de Felipe II. También extrajo una maleta de piel muy grande y pesada.
“Los libros pesan, sobre todo eso, es lo único malo del trabajo,” decía.       
Todo salía según Paco me lo había planteado, debía haber hecho esto miles de veces: Tocábamos una puerta, regalábamos un libro, nos dejaban pasar y nunca nadie quería comprar nada, eso en un principio, claro.
Paco empezaba a hablar de cualquier cosa, luego extraía un volumen de una enciclopedia y comenzaba a explicar cómo, con esos tomos, iba a cambiar el rumbo de sus vidas y a qué bajísimos precios y comodidades de pago, por su puesto.
¡Carajo, ¿era eso, vendedor de enciclopedias?! Costaban, además, algo así como dos mil euros ¡Se vendían a plazos, con créditos! ¡Qué desilusión, ¿enciclopedias, de verdad?!
“Es un trabajo difícil,” decía Paco, al salir de una casa, después de vender una suscripción. “La gente no necesita esto, lo sé. Lo cojonudo es que ellos lo saben también, pero se dan cuenta mucho después. Generalmente se dan de baja cuando llegan al tomo G-H, pero para entonces ya te hiciste de tu comisión y la Editorial gana con la penalización que ellos firmaron de común acuerdo…¡No imaginas la cantidad de gente que se da de baja, de hecho, no creo que se hayan editado las últimas letras jamás, no debe haber volúmenes!” Paco reía a carcajadas.
Fue un día demasiado largo. La última visita que hicimos fue a una vieja viuda que vivía de una bajísima pensión. Nos dejó pasar a su cocina y nos ofreció café. Su casa se estaba cayendo, olía a orines y todo era penumbra y polvo y periódicos viejos. La viuda apenas podía ver u oír correctamente, por eso, desde el principio, Paco le tuvo que gritar y repetir todo varias veces. ¿De qué le hablaba a gritos? ¡De libros de arte, por amor de Dios!
Ninguna de las miserias que vimos evitó que Paco le vendiera a la señora una colección sobre museos. El paquete de dieciocho volúmenes que adquirió costaba casi cuatro mil euros, la señora no tenía idea de aquello y quizás no viviera para terminar de pagar. No importaba, Paco salió muy contento, la penalización rozaba el veinte por ciento y la comisión el tres y medio.
Regresé de noche a mi casa, caminé desde el polígono industrial, sin detenerme. El retorno lo hice andando como si quisiera hacer penitencia por lo que acababa de pasar, me sentía miserable, además de abismalmente estúpido. ¡Campeón de la cultura un cuerno! ¡A la mierda! No podía cambiar al Planeta, pero ellos podían cambiarme a mí y condenarme.  

lunes, 9 de mayo de 2011

Capítulo 31

Accidentales
Fue un jueves. Llevaba trabajando tres semanas en un bar cercano a la universidad, todo un record, pero con mucha amabilidad me echaron, no recuerdo bien porqué. Cuando el encargado se marchó, los camareros y yo nos pusimos a beber. Sería la última vez que lo hacía por cuenta de la casa y era como si me cobrara mi liquidación en especie. El caso es que ese día salí muy tarde del bar, en zigzagueante dirección a mi casa.
Subí las escaleras que conducían a mi piso mientras escuchaba música y mucho alboroto proveniente de allí. Metí la llave y justo al abrir la puerta vi volar un cuchillo, no era uno común, sino uno militar. Su hoja brillante y filosa iba reflejándose en todas partes, en mi rostro por ejemplo, y fue a clavarse en un muro cercano donde había una diana dibujada y otros cuchillos. Frente a mí, mirándome fijamente, estaban Borja y un hombre enorme a su lado. El tipo tenía la cabeza afeitada y los ojos inyectados en sangre, sonreía. También había dos chicas en el sofá, con mirada perdida y semblante de muerte. La mesa estaba repleta de cosas, lo que fuera.
Instintivamente me asusté, por supuesto, pero la etílica valentía que confiere la noche me hizo levantar las manos, en son de broma, y todos reímos. Ellos locamente, ellas ni se dieron cuenta, reían por inercia. Yo estaba algo nervioso, creí que debía ser prudente mientras era presentado y estrechábamos las manos. Sin embargo, no duró mucho la idea de la prudencia y, de un momento a otro, ya me encontraba lanzando esos cuchillos militares y aprendiendo técnicas mortales contra el muro.  
Se llamaba Martín pero le decían “Monti”, por “Montaña”, casi sonaba familiar. Era soldado del ejército español, pero no era cualquier soldado. Algún rango tendría, no lo recuerdo, y pertenecía a un tipo de élite militar, la Legión o algo parecido. Había estado de servicio en el Líbano y acababa de llegar de Afganistán ¿o era al revés? No lo sé con certeza.
Monti tenía cada uno de los brazos del tamaño de mis piernas, era alto y de espaldas enormes, lleno de tatuajes de lo más divertidos y un rostro que cuando sonreía daba aún más miedo. Hablaba muy de prisa y costaba trabajo seguirle la conversación, aunque era muy recurrente: el ejército, la guerra, sus aventuras, mujeres y drogas. Por su puesto no había cómo discutirle nada o interrumpirlo o discrepar, especialmente si  hablaba mientras se metía rayas de cocaína del largo de nuestra mesa y luego manipulaba un cuchillo, dos, tres ¡PAM, PAM, PAM! todos daban en el blanco con la fuerza de un disparo, increíble.
Monti estaba de vacaciones. Según dijo, se suponía que no debía meterse nada, pero igual se arriesgaba en los controles, conocía a alguien, tenía un truco o algo así. De todas formas tenía que volver pronto al frente, ¿cuál frente? siempre había uno, al parecer, y le encantaba. Tenía madera para el ejército, eso sí, un talento natural, estaba loco.
Pertenecía a las filas de la OTAN, defendiendo occidente, defendiéndonos a nosotros los occidentales, supongo. Nos decía que no había mucho que hacer en el frente, no siempre, y que junto con los polacos, los italianos y los irlandeses había traficado drogas en el Líbano y en Afganistán, vendiendo a otros colegas del ejército o a turistas o a funcionarios y que no había mejores fiestas que las que había tenido haciendo arder medio Beirut.
La charla era frenética, risas y gritos y disparates. Solamente hubo un momento de silencio, incluso de solemnidad medio ridicula, cuando Monti se puso muy serio al recordar a unos compañeros que habían muerto en Afganistán. Luego bebió y volvió a lanzar sus cuchillos. Había que vivir para tener una muerte honorable, o algo así nos decía "¡Viva la muerte!" gritaba de pronto. Sin embargo, para sus compañeros no hubo combate ni tiros ni talibanes ni nada. Al parecer fue un accidente con un jeep o algo parecido.
Monti y Borja se fueron a Galicia. Pasaron diez días hasta que una chica vino a preguntar por él, nada. Otros vinieron, nada. Borja había desaparecido, pero era algo que ocurría con frecuencia, así que no me preocupé. Lo llamé por teléfono y lo tenía apagado, nada.
Unos días después volvió la primera chica que había preguntado por Borja. Quería tomarse una cerveza, le ofrecí una. Bebimos. Hablamos de cualquier cosa. Se me acercó, me acerqué, me besó, se dejó besar y mucho más. En algún momento sugirió meternos unas rayas, yo no tenía. Enloqueció entonces, se vistió sin dejar de gritar y se largó. Los amigos de Borja vinieron, uno a uno les dije que no sabía nada. Nada. Nada. Nada.
Entonces pasó lo inevitable. Un nuevo mes comenzaba y yo no podía pagar el alquiler completo así que llamé al casero. Le importaba un pepino que Borja no apareciese, había que pagar y puntualmente. Lo único que podía hacer por mí era deictarme un número de teléfono fijo que Borja le habría dado alguna vez hacía mucho tiempo. Era todo. 
Llamé al número y contestó una mujer. Pregunté por Borja. Resultó que era su madre quien hablaba, su voz sonaba vieja. Con mucha pena me informó sobre su único hijo: estaba internado en el hospital desde hacía semanas, en coma. Borja había sufrido un infarto, tenía 33 años.


jueves, 5 de mayo de 2011

Capítulo 30

“Desempleados Anónimos”


Así que no tenía dinero, pero aún me quedaba orgullo. ¿Qué significa eso? No lo sabía entonces, pero irse quedando sin orgullo es ganar ligereza. Uno se vuelve liviano, flota a donde le da la gana.
Con lo del problema del dinero no fui muy creativo: me hice camarero, o al menos eso pensé que me hacía. Habiendo tantos bares y cafés en la ciudad fue fácil encontrar trabajo. Nunca lo había hecho así que me echaron al primer día, pero me pagaron. Fui a otro lugar y me echaron al segundo día, después me echaron al tercero y luego al cuarto y así fueron pasando algunas semanas mientras juntaba sueldos sueltos por todas partes.
Debieron haberme despedido de un centenar de sitos, pero lo recibía todo de buena gana, estaba de buen humor y también obtenía algo de dinero. No parecía un buen plan, un buen proyecto, pero no importaba, sería transitorio, eso era todo. Mientras tanto, seguía buscando el trabajo que me correspondía, el que merecía, para el que me había preparado con tanta trayectoria y ¡carajo, nada, nada, nada!  
Era un camarero que dejaba mucho que desear. Olvidaba lo que me pedían, lo cambiaba, cobraba de más o de menos u olvidaba hacerlo. Me quedaba dormido, llegaba tarde, me emborrachaba con los clientes o con los camareros o con los jefes o conmigo. Si me tocaba cerrar, olvidaba apagar las luces y si me tocaba abrir olvidaba encenderlas y creo que nunca aprendí a llevar una de esas enormes bandejas circulares repletas de cosas sin que todo el mundo me mirara con pánico. Por eso, invariablemente, mis jefes tenían que despedirme y no podía culparlos. Yo estaba distraído, la vida desfilaba frente a mí, con sus mujeres, con sus magos, con sus orquestas, con sus luces y como pensaba que todo sería temporal, me tranquilizaba, lo disfrutaba. ¿No tiene la vida esa temporalidad, ese disfrute?
Era curioso, en la mayoría de los casos, a mis jefes les costaba trabajo echarme. Qué le iba uno a hacer, les caía bien y ellos a mí, la verdad, además yo entendía que me echaran, todo era cordialidad. Entonces yo regresaba días después, porque la mayor parte del tiempo estaba sin trabajo, y me invitaban una caña o comida o copas y fiesta y nunca faltaba nada, aunque me despidieran cada semana, a veces antes, a veces más tarde.   
Era imperceptible, y lo fue mucho tiempo, pero los cafés empezaban a estar más y más llenos por las mañanas. ¡Éramos nosotros los que los llenábamos, los desempleados!
Acudíamos a cualquier hora, ociosos, desesperados o resignados. Necesitábamos saber que no era nuestra culpa, que no éramos incompetentes o brutos o gafes, y si lo éramos, no queríamos sentirnos desgraciados. Tal vez necesitábamos saber que no estábamos solos o que no debíamos abandonarnos, no todavía. Necesitábamos saber que no importaba que fuéramos los peores empleados del mundo ¡que eso no significaba nada! Necesitábamos juntarnos y hablar y esperanzarnos y asirnos a nuestras ilusiones, las que tuviéramos. Consolándonos, urdiendo planes, revoluciones, ligarnos a la camarera por lo menos, pero sentirnos vivos como fuera, ¡a como diera lugar!
Un mañana, sentado en la barra, vi a Borja bebiendo café. Me sorprendió mucho ¿qué hacía mi compañero de piso a esas horas tomando café? Me acerqué, lo saludé, hablamos. Él no estaba ni triste ni enfadado, ni siquiera preocupado, simplemente estaba sorprendido: lo habían echado del trabajo, a él y a todos. La empresa constructora para la que trabajaba se había declarado en quiebra, ¡qué novedad! ni siquiera tenían para liquidar a empleados y proveedores. Había sido pura especulación, no quedaba nada, sólo el polvo y el aire y los bolsillos vacíos ¡PUF! Acto de desaparición: Ahora la ven… ¡Ahora no!
“Ni te imaginas lo que fue, tío, ni te imaginas…” decía Borja. “Ni siquiera terminamos los chalets que se habían venido ya, ¡acojonante, macho! Vino la gente que llevaba tiempo pagando las hipotecas de esos chalets… se quejaban con nosotros ¡nosotros! Y nosotros qué…“
“Bueno, Borja, ahora tranquilo, cobras el paro y seguro encuentras algo, ¿no?” le dije, por decir cualquier cosa.
No era tan sencillo. Las matemáticas eran implacables y le ponían su peor cara: La constructora le pagaba un sueldo en nómina por 700 euros y por fuera, es decir, para no pagar impuestos, le pagaba otros 700. A la hora de pedir el paro, solamente había registrada la mitad del sueldo, es decir, después de muchos ajustes su ingreso mensual se había reducido considerablemente.
Pasó lo inevitable: El desempleo de Borja convirtió nuestro piso en un auténtico fumadero de opio.
Escaleras abajo se percibía el olor de la combustión de espíritus y sustancias. También se oían gritos y risas y dislates.  Al mismo tiempo en que se abría la puerta del apartamento, había una especie de portal dimensional que también se abría y que conducía a un mundo mitológico de reglas estrambóticas y maravillas disparatadas.
Alrededor de Borja gravitaban personajes variadísimos, quiméricos a veces y a veces hiperreales. Con todos fui presentado. Los había de la ciudad y de fuera y los había de cualquier parte, pero todos lo visitaban. Mi casa era un enorme paraíso artificial con los brazos abiertos. ¡Venid todos, hijos pródigos, venid a olvidarse de todo! Venían y se drogaban con lo que hubiera o con lo que hubieran traído o con ambas variantes.
El dinero escaseaba y la angustia iba en aumento ¡Había que callarla! La cocaína ayuda a maniatar y silenciar, por ratos prolongados, a la angustia. Pero la cuestión con la cocaína es que parece una de esas esposas de las que a uno le advierten, de las que uno no quiere tener jamás o saber nada y de pronto estás casado con ella: Es demandante, celosa, posesiva y cruel, aunque el resto del tiempo es un encanto, por supuesto. A ella le entregaba Borja sus sueldos y sus problemas y sus sueños. A cambio, todo iba bien, todo iría bien...

lunes, 2 de mayo de 2011

Capítulo 29

¿Qué me he creído?


Jueves, diez de la mañana, nublado. Desayuno. Traje gris, corbata. Esmerado peinado. Llegué al Polígono Industrial antes de la hora. Me bajé del autobús, yo era el único. Bajo ese oscuro cielo, solo, me sentí el último ser humano.
El Polígono de Argales: cetrino, desamparado, con edificios y naves industriales de estilo soviético. La desolación en todas partes ¿Me perdí el fin del mundo, sería posible?
Caminé  hasta la dirección que me habían dicho. “Empresa Internacional Confidencial”, me daba cuenta que no sabía ni como se llamaban, por amor de Dios, ellos sabían ya todo de mí: mis hobbies, mis estudios, mi número telefónico, mi nacimiento, hasta había agregado una fotografía con mi ingenuo rostro sonriente, pero no demasiado… y sin embargo, me di cuenta, no sabían nada de mí.
Me detuve frente a una enorme caja de zapatos, dos pisos y recién pintada de color azul. Verifiqué el número. Era el lugar, no había duda. Avancé perplejo. Dentro, en efecto, todo estaba montándose desde la nada. Olía a pintura, había muebles nuevos apilados en una esquina, las paredes desnudas y el piso era de materiales irregulares. Casi al centro, había un escritorio muy grande, varias sillas y sillones le hacían compañía, allí me dirigí. Una secretaria me dijo que esperara junto a los demás que ocupaban algunos de los asientos. Éramos ocho, hombres y mujeres jóvenes, uno de ellos demasiado mayor, pero todos teníamos las mismas sonrisas nerviosas e hipócritas, nos saludábamos ¡cómo si nos importaran los demás! al contrario, éramos enemigos, competidores. Todos sentaditos, ahí, torturados, sudando las manos y mojando los folders color arena: esos con todas nuestras virtudes. Todos dispuestos a cambiarnos hasta el nombre por un trabajo, un sueldo, un modo de vida, un sentido quizás. “Ejecutivo de Marketing”, las campañas que tendría que dirigir, la creatividad que tendría que despeñar, la gente que dirigiría, por lo menos no me aburriría y recibiría buen dinero. 
Finalmente un tipo se nos acercó. Era un joven uruguayo, de traje y corbata, rubio, hablaba muy deprisa, era el señor Bertoluci, la autoridad. Como su oficina aún no estaba lista, nos invitaba a pasar a la cafetería de afuera, en la esquina, y ahí hablaría con nosotros. Pasaríamos a verlo de uno en uno.
Fui el quinto en sentarme con él. Ambos ordenamos otro café que trajeron casi enseguida. Bertoluci arrancó a hablar, era una metralleta de conceptos, anécdotas, argumentos, verborrea pura. Me hablaba de todo y de nada, pero siempre mencionando un puñetero banco: Barclays, no podía entender porqué. Pero lo dejaba, me aturdía, me mareaba. Después me habló de una tarjeta de crédito: Prestaba 3000 euros con una facilidad notable ¡Notable! ¿Qué cojones me importaba eso?
Lo dejaba hablar y hablar, bebí mi café, no comprendía. Yo estaba como hipnotizado, no sabía qué pensar ¿porqué cuernos me hablaba de todo aquello? Sacó un folleto, me lo mostró, le dio vueltas, repetía lo fabuloso de la tarjeta, lo bajo de los intereses, lo fácil que la gente la adquiría y cómo avanzaban sus ventas en el mercado financiero, pues ¡todo el mundo necesita 3000 euros! ¿Cómo? Luego vino lo fabuloso del banco, lo fabuloso de la tarjeta, lo fabuloso que era él, lo fabuloso que podía ser yo ¿Qué?
“Disculpa, disculpa, sí, yo entiendo, yo entiendo, sí fabuloso, pero… disculpa… eh… vamos a ver…” tuve que interrumpirlo, no fue fácil.
“¿Algo no te ha quedado claro? Porque está todo clarísimo…” me dijo, como si yo fuera imbécil o algo peor: un pero.
“No, mira, no entiendo… ¿de qué se trata el trabajo?” le dije sinceramente, no entendía nada, estaba rendido.
“Ah, pero si estás contratado, no hay más problemas…”
“Ya, sí, bueno, pero ¿esto de qué va? No me digas que es de vender tarjetas de crédito…”
“De ofrecer puentes para que la gente alcance sus sueños, de eso va…” me respondió, el infeliz, con una sonrisita como para borrársela de un puñetazo.
“Yo venía para el puesto de Ejecutivo de Marketing, no para Vendedor de Tarjetas de Crédito... yo tengo un máster, sabes, e idiomas…”
“Y sí… mira, al puesto le llamamos Ejecutivo de Marketing porque es más eso que vendedor, ¿comprendés? es la interacción con el cliente, esto se vende solo en realidad, es como hacer relaciones públicas... se venden solas, ya lo verás…”
“Vender tarjetas ¿a quién, cómo? ¿En la calle?”
“En el proceso de ventas comenzamos asignando un número de calles a cada ejecutivo...”
Me puse muy serio, estaba enojado, estaba confundido, y casi triste.
Tuve que explicarle que yo no venía a eso y en un arrebato de arrogancia pedí la cuenta y pagué los cafés de ambos ¡Qué se habían creído haciéndome perder el tiempo así! ¡Me habían engañado! Asimismo, por amor de Dios, España tenía que tener más que ofrecerme ¡más! Era el primer mundo ¿no?
Salí a la calle. Me puse a caminar un poco, sin rumbo, pensando, cuando una corriente de frío me hizo tiritar. Me detuve. Pronto llegaría el invierno. Sentí autentico miedo del invierno… ¡Carajo! Me di cuenta, necesitaba dinero, esa era la verdad. Volví a estremecerme, comenzaba a hacer frío.