jueves, 30 de junio de 2011

Capítulo 46

Cambio de rumbo

No hubo nadie que pudiera verme. Una pena, porque fue hermoso. El puente era ancho, así que tomé impulso, corrí un tramo y lancé mi carpeta lo más alto y lo más lejos que pude. Se abrió en el aire y dejó libre todos mis rostros impresos en el centenar de curriculums que cargaba todos los días. Volaron y por un momento parecieron palomas, libres, sueltas.
Mi rostro fue a dar al río, multiplicado, y se ahogó. Mientras yo me alejaba conmigo.
En los límites siempre está ese cabrón que es uno mismo, ese dilema. Nos encontramos con nosotros y no nos atrevemos a vernos, nos da miedo, vergüenza, cualquier cantidad de mierda que hemos cargado, recogido y acumulado. Pero si nos echamos un vistazo, esa sola mirada ya no puede ser olvidada y es imposible engañarse más. Con dar el primer paso en dirección a ser tú mismo, no hay marcha atrás. Vamos hacia nosotros con una violencia insospechada. Se siente un espaldarazo que nos ennoblece y nos confiere solemnidad. Es lo más grande a lo que está llamado el hombre y es algo a lo que estamos obligados. Lo más hermoso de esta grandeza es que puede hacerlo cualquiera. Solamente en elegirse, en el coraje de elegirse, es que nos ennoblecemos, para toda la eternidad.
Ya no hay sufrimiento, solamente hay vitalidad. Con el brinco desaparece el vértigo, se disipa la angustia y uno abandona lo que está de más. Me sentía, finalmente, ligero. La ligereza que otorga el salto permea todo, de los pies al estado de ánimo. El aburrimiento se desaparece y todo bulle. A partir de ese momento puede ocurrir lo que sea.
No ser importante, es un alivio. Iba por la vida pensando que a mí, precisamente a mí iba a aparecérseme un fantasma o la Virgen o Belcebú. ¿Yo qué? Al cuerno con todo lo que no puedo controlar, renuncié a todo eso. Acepté que no era tan importante como creía. Renuncié a la posteridad y a todo lo que no me diera ligereza ¡Qué importa si soy único o irrepetible! Eso solamente confiere peso, y uno absurdo.
Yo seguía caminando, alegre. Mi nueva vida. Me iba conociendo. Me encontraba, me recibía. Me alegraba de todo lo que no volvería a hacer, atendía mis quejas y consumaba mis renunciamientos, pero sobre todo, me emocionaba lo que haría a partir de ese momento.
No quería mirar atrás, pero sentí una presencia, algo enorme que me seguía. Me giré y vi una sombra grande, con focos rojos y verdes. De pronto encendió unas luces, como si fuera un coche, pero era muy grande para eso. Quizás un tráiler, pero no. Me aparté del camino y pude verlo, se detuvo a mi lado y el conductor me habló. Era un enorme tractor que vendría del campo o algo parecido.
“Joven, buenas noches. ¿Quiere que lo lleve a casa?”
“No, todavía no,” le dije, pero subí.
Era un viejo agradable, con una barba gris y prominente. Charlamos todo el camino. Respecto a dónde iría o la dirección que iba a tomar, me llené de júbilo. Porque sabía a dónde quería ir, lo sabía, por primera vez lo sabía. A partir de ese día cambié el rumbo.
No olvidaba la graduación de Carlos, pero no iría. Sin embargo quería verlo. Yo no pensaba dormir en toda la noche, me sentía demasiado bien, demasiado animado y quería hablarlo con alguien, conmigo, con quien fuera.  Me sentía ardiendo, como si en verdad fuera a encenderme. Anhelaba encontrar una forma de expresarme, a eso me dedicaría. Tantas cosas tenía en mente y ahora tenía tiempo. Quería contemplar el arte, tocarlo, devorarlo, aprehenderlo. Porque en medio de toda esta desolación solamente el arte podía salvarme. Luego, quizás me muriera de hambre, pero ya no de aburrimiento.  
Saqué mi teléfono y escribí un mensaje:
“Carlos, felicidades. No iré a la graduación, pero cuando termines podemos vernos en el bar de los locos. Ahí me dirijo. Yo invito.”
Muy lento, pero con firmeza, el tractor avanzaba entre los hombres y las  sombras.  

lunes, 27 de junio de 2011

Capítulo 45

El salto

Caminé, caminé, caminé. Estaba enjaulado, sin jaula, sin barrotes, sin guardias. Caminé más rápido. No me estaba alejando de ninguna parte, pero tampoco perseguía nada, nunca. Me sentía herido, furioso. Quería descargarme, sentía mis piernas arder sin detenerse, no me cansaba ¡y estaba agotado! Deseaba toparme con alguien, quien fuera, para romperle los dientes y, lo que son las cosas, quizás me topara conmigo.
En la distancia apareció el río, dorado a esas horas de la tarde. Quise nadarlo, sumergirme en sus aguas heladas, como un impulso. Pero me detuve, pues no era lo que realmente quería, no. Seguí caminando, jadeando, seguí. Alcancé el puente.
Fue sobre el río que me di cuenta. No sabía qué quería hacer, qué quería en absoluto. Pero lo grave no era eso, lo que me violentó fue todo ese tiempo que había pasado sin saberlo, ¡Carajo! ¿Quién era yo, después de todo? No me di tiempo, no me ocupé en averiguarlo.
Todo es un asunto de dinero, de seguridades costosas e inasibles, del prestigio, el condenado prestigio. Me dijeron lo que tenía que hacer, querer, desear. ¡Qué valía la pena y qué no! ¿De qué iba a vivir? ¡Morirás de hambre! Y sí, lo sé, moriré, de hambre, de un síncope, de aburrimiento, ¿y qué? No me había entregado todavía, no me había puesto a perseguir aquello que me habían dicho, pero tampoco perseguí nada. Me preocupaba por un sinfín de cuestiones que nunca habían pasado y probablemente no pasarían jamás, pero no me ocupaba de nada.
¡La angustia! Tuve un nuevo impulso, lo conocía. Un deseo que ardió aplacando todos los demás, callándolos. Quería masturbarme, masturbarme frenéticamente, toda la tarde y la noche y la vida.
Nos masturbamos demasiado. No hablo de hacerlo en relación al sexo, vamos, no sólo eso, sino con todo. Esa violencia interna que busca crear, insaciable, impulsiva, que es el impulso para alcanzar nuestros sueños, que genera vida y hombres y puentes y la guerra y la torre Eiffel, pero luego no nos atrevemos a nada. Entonces nos autosatisfacemos, soñamos que alcanzamos sueños y con ese orgasmo artificial podemos dormir y nada más. Quizás sea, al final, una cuestión de orgullo, o de cobardía o de ambas, no lo sé. Pero llevaba masturbándome toda la vida, y ni siquiera sé si con cosas que me gustaran de verdad, aquello que yo realmente quisiera, algo autentico, genuino.  
He visto a mi generación masturbarse sin cesar. Soñando con algo y persiguiendo otra cosa, generalmente algo distinto. ¡Una hipoteca, qué apasionante! ¡La jubilación! Quería otra cosa, otra cosa.  Quería llevarme a la cama a todas las mujeres que me pusieran por delante, cogérmelas a todas, quería hacer, actuar, nalguear a la vida y follármela, enamorarla,  atreverme, pero siempre es más fácil masturbarse. Después  de eso me sentía como un corderito satisfecho, sin ganas de pelear, directo al matadero.
Me entregué al puro autoconsuelo para poder seguir sentado en esas cientos de oficinas donde me aburría. Lo mismo podía emborracharme o drogarme o lo que fuera para no pensar en ello y dejar pasar los días hasta que… ¿qué?
Atravesaba el puente. Debí volarlo en pedazos, volarme, eso haría. Me detuve con el río corriendo debajo. ¿Porqué no tirarme? Me sentía estafado, quería mandar todo al cuerno y lo haría, ¿por qué no, qué me iba a impedir?
Alcancé a ver mi figura, mi reflejo que danzaba con las ondas del agua, parecía alegre, contento. Lo envidié.
Me di cuenta que no sería tan grave morir en ese instante, que no es grave morir en absoluto. ¿A qué le tenía tanto miedo? El mundo se perdería a otro pobre diablo, somos legión. ¿Qué hacer entonces? A la chingada la muerte y el miedo y el río y esta resaca y yo y el salto. Había que lanzarse, junto a todo, lanzando por el puente al mundo y lo que no se ahogara…  
Quería arrojarme y quería volar, pero sabía que caería y me ahogaría y se acababa todo, caía el telón ¿qué tan malo era aquello? Eso era, lo tenía decidido, mi rostro se ahogaría en plena tarde mientras yo intentaba volar. Volar, volar, volar ¿qué mejor forma de pasar la tarde? Volaría como los pájaros, liberaría a los cientos de pájaros que tenía revoloteando en la cabeza, enjaulados, de una vez y para siempre y final y basta y fuera y ser yo mismo en ese salto.
A las siete de la tarde salí volando, me tiré del puente.


jueves, 23 de junio de 2011

Capítulo 44


CANTO V
El Final

“Bebed porque sois felices,
pero nunca  porque seáis desgraciados.”
GK Chesterton

El grito


“¿Qué tal te fue? Llegaste muy temprano.”
“Fue una mierda,” pensé, pero no dije nada.
“Hoy es mi graduación, espero verte allí. Ahí tienes tu boleto.”
“No me soporto, necesito distraerme.” pensé, pero no dije nada.
“Me voy, ojala te animes. Date cuenta, no puedes cambiar las cosas, no puedes.”
“Trágico,” pensé. La autocompasión  me hacía sentir cómodo.
“Por cierto, te llegó esto. Es un sobre... Tío, anímate, espero verte hoy.”
“¡En tu funeral! Ese semillero de desempleados que hoy harán volar sus birretes.” No le dije nada.
Sobre la mesa había un sobre con mi nombre. Era una oferta de trabajo, lo sabía. No venía nada más, tenía que abrirlo, me miraba impaciente, con una insistencia tal que me levanté del sillón y me dirigí al baño. Permanecí en la bañera un rato, el sobre no se iría, no se cansaría nunca.
Salí de la bañera y desnudo y empapando todo tomé el sobre y lo abrí y lo leí. Volví a sumergirme. Era una mierda de propuesta, lo que esperaba. Por primera vez, lo que me esperaba tocaba lo que yo esperaba, se daban la mano, amenazando con no soltarse jamás, con cumplir sus promesas.
Poco después me vestí. Me puse mi traje gris, brillante por el uso y remendado. Mis zapatos, aunque igual daba ir descalzo. La corbata azul, la única que aún no se destejía del frente, por lo menos el que no se ve. Mis curriculums bajo el brazo, esos con mis habilidades, mis estudios, mi fotografía sonriendo con ese mismo traje gris y una corbata que ya no existía. Nada sirve, me movía en automático.
Tomé el sobre y me dirigí a la dirección que indicaba. Me querían entrevistar para un trabajo, una aventura que no deseaba, en una empresa de seguros. Francamente no tenía nada qué hacer, era un zombi que respondía a impulsos oscuros, los que fueran. Me hubiera tirado por la ventana con seguridad, si el sobre lo hubiera dicho.
La agencia de seguros estaba en el barrio de Parquesol. Llegué un poco antes de la hora, así que decidí meterme a un bar. No recordaba la última vez que había comido, pero tampoco tenía hambre. Me pedí una cerveza y me quedé sentado, esperando, procurando no pensar. Luego pedí otra.
Del baño salió una mujer. Después sabría que se llamaba Esperanza. Era de edad incalculable, unos treinta años, quizás muchos más, o menos. Su ropa era para oficina, hecha para estar entallada, pero a Esperanza le apretaban por todas partes, notándose las costuras abriéndose y sus carnes buscando salidas por donde fuera, lugares inimaginables. Miraba para todas partes, como si buscara una salida. Tenía la expresión de hartazgo que se les dibuja a los borrachos cuando no pueden beber más, porque si lo hacen vomitarán.  Se dirigió a la barra e intentó pagar.
“No hay problema, Espe, ya me pagarás, tranquila, ¡ánimo!” le dijo la encargada. Ella agradeció con la cabeza, torció la boca de un modo extraño y se dio la vuelta. Caminó esquivando las mesas, hasta que casi alcanzó la salida.  Al lado de la puerta se encontró una mesa que una pareja de vendedores acababa de abandonar. Habían bebido café y Anís. Esperanza, esperando que no la vieran, cogió con torpeza uno de los vasos y vertió un chorrito de anís en el otro, logro un trago cuando mucho y lo apuró antes de salir, tambaleándose. Estaba completamente borracha y se dirigía a Santa Lucía, la oficina de seguros a la que yo también tenía que asistir para mi entrevista, cosa de veinte minutos más. Salí.
Atravesé la calle y me dirigí a la empresa aseguradora. Entré notando gran alboroto. Las compañeras de Esperanza buscaban aplacarla porque había empezado un escándalo, pero lo único que lograron fue encerrarla en un salón con puertas de cristal y ventanas hasta el suelo, una pecera, así que todo el mundo podía ver lo que hacía. Era una especia de aula con un pizarrón y sillas. Si uno pasaba de largo, pensaría que Esperanza era una maestra esperando a sus alumnos.
“Qué tal, debes ser Darío, ¿no?” me preguntó la recepcionista que se separó del grupo de empleadas. Asentí.
“Discúlpanos… nuestra compañera que, bueno, que… se ha tomado una copa de más, llegó así… Siéntate, por favor.” Asentí de nuevo. Fue hasta su escritorio y me trajo unas hojas que debía llenar con respuestas.
“Se llama Esperanza, está pasando por una mala racha. Acaba de separarse y tiene dos niños pequeños que mantener. Se casó muy joven…en realidad no lleva mucho tiempo con nosotros… no hace muchas pólizas, ¿me entiendes?” decía la recepcionista. “Vamos a tratar de calmarla.”
Miré a Esperanza. Ella también nos miraba. Entonces algo pasó. Mientras todas sus compañeras estaban nerviosas, tratando de que el jefe de la oficina no se diera cuenta del alboroto, Esperanza tuvo un arranque de genialidad. Tomó un plumón, lo empuñó con firmeza y dibujó una enorme “M” en el pizarrón, le seguía una “E” y continuó. Todos la mirábamos. Mientras tanto, el jefe de la oficina de seguros de Santa Lucía, salió de una junta y se quedó mirando también, nadie respondió sus preguntas, todos nos quedamos observando. Esperanza nos daba la espalda mientras seguía escribiendo algo con letras muy grandes. Cuando terminó, se giró y nos vio, parecía furiosa.
Algo dijo el jefe, se escuchaba el murmullo de todo el mundo en la oficina, de los empleados, de algunos clientes, los teléfonos. Pero Esperanza tomó aire, hinchó su pecho y todo pareció enmudecer cuando gritó, a todo pulmón, aquello que había escrito en el pizarrón y que me conmovió desde entonces como muy pocas cosas.
“¡ME  ABURRO!”
Hubo un silenció, ella siguió:
“¡Me aburro! ¡Me aburro! ¡Me aburro!”
Fue lo más honesto que he escuchado jamás. Comprendí que eso era justamente lo que me ocurría.
No creo que Esperanza se diera cuenta, pero su hondo grito era lo que estaba pasando y nada más.


lunes, 20 de junio de 2011

Capítulo 43

El peor trabajo del mundo

Me presenté temprano la entrevista. No sabía nada al respecto, así que esperaba encontrarme con Alfredo.
La dirección que tenía señaló un alto edificio. Me detuve y caminé hacia él. Había que subir unos escalones y en la puerta distinguí dos siluetas. Una era la de Alfredo, que sonreía recién afeitado,  vestido con traje oscuro y su libro enorme bajo el brazo, y al lado tenía a su jefe. Estaban esperándome. Me acerqué a saludarlos y Alfredo me lo presentó, finalmente. Se llamaba Baltasar e inmediatamente después de eso quiso entrevistarme. Hablaba muy bajo, uno tenía que acercarse para escucharlo con claridad, su voz era suave pero profunda, parecido al sonido de las flautas.
“Buenos días Darío. Vamos a hacer la entrevista mientras paseamos, al aire libre ¿no te parece mejor? Anda, acompáñame por este camino,” me dijo señalando un sendero que se perdía en un bosque de almendros. Asentí y lo acompañé. Me extrañó, pero parecía una buena idea.
Le hablé de mí, porque eso quería escuchar primero. Le dije cualquier cosa, trataba de lucirme, por supuesto. Me oía con paciencia, en silencio, sin ninguna expresión aparente. Luego, cuando dejé de hablar porque no se me ocurrió otra cosa, él comenzó a hacerme preguntas de todo tipo, personales y profesionales. Me dijo que era mucho más importante conocer a la persona, que se había perdido el interés por el espíritu, que a él, lo que le importaba era el espíritu, que el trabajo tenía que ver con la trascendencia y que debía estar muy bien pagado, que era el valor de cada uno.
“Si en esto estás de acuerdo, podemos continuar.”
“Sí señor Baltasar, me parece bien.”
“No me llames señor, ni Baltasar. Llámame Bal, todos lo hacen.” Cada poco se detenía y me preguntaba si quería seguir, yo no veía porqué no. Seguíamos entonces.
Me pidió que resolviera algunas pruebas. Quería saber cómo lo convencería de algo, cómo le vendería esto o aquello, cómo haría para lograr que él me siguiera, para evitarlo, para hablar con él si no quería recibirme. Me preguntó para todo lo que podía servir un clip, cuáles eran mis fortalezas, mis debilidades, mi mayor logro profesional, mi mayor error, qué me apasionaba. Luego preguntó por aquello en lo que creía, en lo que no, si pensaba que el mundo se iba a terminar, si no lo pensaba. Inmediatamente después, empezó a hablarme en lenguas.
 Así anduvimos por una larga vereda que hacía un rodeo hasta terminar donde empezaba. En la puerta aquel edificio nos esperaba Alfredo, impaciente.
Creí que, al fin y al cabo, todo aquello eran papanatadas para saber quién era yo, conocerme o algo así. Muchas veces pasé por eso, demasiadas, ¿mi mayor fortaleza, mis debilidades? ¡Y un cuerno! Pero vamos por allí, desnudándonos al primer mucamo que quiere conocer nuestras vergüenzas y arrepentimientos, todo porque nos ofrece un puñetero trabajo.
“Bueno, Darío, cero que puedes formar parte de nosotros,” decía Bal, mientras me entregaba una carpeta con un montón de papeles y Alfredo se ponía muy contento. “Aquí tienes las condiciones de trabajo. Todo lo que necesitas saber está ahí. Me encantaría que empezaras hoy mismo…  Acompañarás a Alfredo durante tres semanas, él te proporcionará tus herramientas de trabajo, te develará los secretos.”
Abrí la carpeta. Lo primero que vi fue el sueldo fijo, ¡casi me ahogo! Era mucho dinero. Luego había prestaciones, seguridad social, ¡un contrato, por amor de Dios! No sabía de lo que se trataba ni cuáles serían mis herramientas de trabajo, pero aceptaba, me tenían, era suyo.
“Bal, tenemos un trato.”
“Excelente. Cuando firmes el contrato llévalo a mi oficina.”
“Lo firmaré ahora mismo.”
“Es necesario que lo leas, pero me agrada tu entusiasmo.”
Me tocó en el hombro y sentí un escalofrío. Pero me sobrepuse, luego se despidió.
Al parecer, a Alfredo le correspondían varios barrios de la ciudad así que comenzamos. Por lo poco que comprendía sabía que esto iba de ventas, de nuevo ventas, no había más, pero la paga era la justa cantidad que buscaba. Mi precio, vamos.
Alfredo condujo hasta un barrio de Valladolid. No dejaba de decirme lo buena que había sido mi decisión, lo bien que lo pasaría, cómo Bal cambiaría mi vida. Estuvo exultante hasta que descendimos del coche.
“Aquí tienes tus herramientas de trabajo,” dijo, mientras me entregaba un montón de libros y folletos. Estábamos frente a una casa, en la puerta. Alfredo hizo sonar el timbre, yo no entendía bien lo que sucedía, pero lo escuchaba. “Me vas a observar e irás aprendiéndolo todo. Yo también tuve miedo mi primer día y cuando lo hice solo… ¡fue un desastre! Pero no se lo digas a nadie.”
“No te entiendo, ¿de qué va todo esto?” le pregunté, mientras escuchábamos que alguien iba abriendo la cerradura de la puerta.
“No te preocupes,” me susurró Alfredo. “El secreto es hacer pensar a la gente que uno cree en lo que vende, que uno es lo que vende. Te pagan muy bien por cada uno de los que convences… De eso se trata, de convencer, de hacerlos tuyos.”
Una mujer abrió la puerta y se quedó mirándonos con reserva.
Ahora que lo pienso, pudo pasar cualquier cosa. Por ejemplo, que Alfredo le diera un golpe en la cabeza y la dejara inconsciente para apresurarse a robar la casa, que le ofreciera sexo a domicilio o quisiera venderle pantuflas, lo que fuera, pero se lanzó a hablar, como si lo hiciera a un enorme auditorio.
“¡Buena mujer, no hay casualidades! El universo conspiró durante milenios y milenios para que hoy, sí hoy, nos topáramos. Primero me presentaré. Mi nombre es Aamón  y a ti y a tu familia os traigo esperanza y riqueza. ¡El fin se acerca buena mujer y hay que estar listos, el fin está próximo!”
La mujer nos miró extrañada, yo lo miré extrañado. ¿Qué cuernos pasaba? ¿Qué era todo eso de Aamón? Miré mis herramientas de trabajo. Había un par de libros y muchos folletos: “El Fin de los Tiempos”, “Salvarse con los Hermanos del Camino Único de la Luz”, “Curarse con Meditación y Verduras”, “Jesús, Buda, Mahoma: Lo que realmente quisieron decir”, “El cuarto ojo”.
Mientras Alfredo hablaba sobre la lava ardiente que purificaría al mundo el día del juicio y cómo desaparecerían los elegidos, la mujer cerró la puerta violentamente.
“¡Por favor Alfredo! ¿¡Qué cojones es todo esto?! ¿¡Aamón, en serio?! ¿Qué vendemos, por Dios?”
“¿Cuál es el problema con este trabajo?”
“¿Trabajo? ¡Somos Testigos de Jehova!”
“Somos Hermanos del Camino Único de la Luz… nada que ver con los Testigos de Jehova…”
Hubo un instante entonces, corto, largo, no lo sé, en que nos quedamos mirando y no supe qué decirle.

jueves, 16 de junio de 2011

Capítulo 42

La lista negra

Todos en el bar quedamos deslumbrados. Desde que se habían abierto las puertas, una luz, quizás proveniente de la tarde, lo inundó todo. Como ocurre con el sol, lo siguiente fue un momento de ceguera, tinieblas.  
Habían entrado dos figuras oscuras, pero permanecían sin moverse, mirándonos desde el umbral luminoso. Sus sombras se extendían hasta alcanzarnos, pero era todo lo que podíamos ver. Esa luz tan intensa nos dejaba los ojos en penumbra.
Una de aquellas figuras tocó en la cabeza a la otra, que se inclinó, como si hiciera una reverencia. Luego pareció despedirse y desapareció, cerrando las puertas del bar tras de sí y llevándose aquella luz que nos había cegado. La otra sombra se dirigió a la barra y aunque había muchos lugares vacíos, se sentó justo a mi lado.
De un momento a otro, todo se normalizó, volvía a estar como antes. Los rumanos siguieron viendo su telenovela, mi café humeaba sobre la barra, afuera se oía el motor de algún coche y una de las camareras se acercó a quien había entrado y le preguntó qué se le ofrecía.
“Leche, un vaso de leche ¿tenéis leche, cierto?”  
La voz me pareció familiar. Lo miré de soslayo. Era un tipo vestido con un traje negro, muy serio, rodeado del  humo de su cigarrillo y leía un libro muy grueso, tanto como una Biblia. Supongo que se sintió observado, porque en ese instante levantó la cabeza y la giró en mi dirección. Nuestras miradas se cruzaron y al observarnos nos reconocimos.
“¿Qué haces por aquí?”
“¡Joder, iba a preguntarte lo mismo!”
¡Era aquel becario de las canteras del Bierzo! Alfredo se llamaba. ¡Qué envejecido se veía! Aún con un semblante gris y sus mismos ojos de perro golpeado, pero me dio gusto verlo, estrechamos las manos.
“Te he visto en la puerta Alfredo, pero no te reconocí, estabas con alguien más ¿con quién venías?”
“Con mi jefe.”
“Ya veo. ¿Cómo te va? Ha pasado tiempo. Cuéntame cómo están en EXVAL, la venta de piedras, las canteras, la empresa donde estabas…”
Me miró. Apretó los dientes, los puños le temblaban.
“Los hijos de puta de Exportaciones de Valladolid y todas esas empresas de mierda… Y, encima, ¡la puta crisis! Se terminó mi tiempo de becario y me mandaron a tomar por culo, no fue justo. En lugar de contratarme a mí, coño, a mí que me desviví por ellos, querían otro becario cuyo sueldo lo pagara EXVAL, otra vez los jóvenes a la puta calle ¡cojones!…  Por peseteros, por mierdas, por ahorrarse unas cuantas pelas  de mierda ¿En que quedaron las intenciones de la Junta? ¡Intenciones!…  traté de denunciarlos, porque no era justo, porque yo no tenía antigüedad, ni un contrato en condiciones, nada… les vino una inspección y la libraron, ellos son los hombres del dinero, son el puñetero gobierno… Darío, ellos lo controlan todo…” me miraba de un modo extraño, enloquecido.
“¿Y qué pasó?”
“El paro, eso pasó. Lo perdí todo y luego perdí hasta lo que pensé que no podía perderse. ¡Carajo, somos personas! ¿Por qué nadie entiende eso? ¡Soy una persona, como ellos, como todos! Si como empleado no me trataban como tal, ¡imagínate como desempleado!”
“Pero con tu máster, la experiencia, qué sé yo… seguro que encontraste algo mejor ¿no es verdad? Te veo bien, te estará yendo bien… ”
“¡¿No lo has entendido, joder?! ¿Sabes por lo que tuve que pasar? Nadie en la región quería contratarme, ¡Nadie, coño, nadie! No podía entenderlo… ¡no hay trabajo!  Y ya sabrás, tampoco me ayudó la lista negra. La leyenda era verdad Darío, lo que se decía. Son unos cabrones… pero, ¡joder! ¿no has oído hablar de la lista negra?”
“¿Lista negra?”
“Me enteré, vi mi nombre en esa lista… Buscan destruirte. Ellos escriben tu nombre, el de aquellos no gratos, el de los que desobedecimos, el de los indignados, los que pensamos distinto, los que nos negamos a seguir bajando nuestros pantalones y… Luego esos impresentables mandan esa lista a las empresas de la región y les prohíben contratarnos. Porque usan los fondos para eso, para manipular. Nos joden hasta reventarnos… yo estaba en la lista negra ¡anatemizado, joder!… Nadie iba a contratarme porque sería enfrentarse con ellos… Cualquier empresa de la región era igual, o me encontraban en la lista negra o llamaban para pedir referencias mías a EXVAL y ahí terminaba todo…”
“Lo siento mucho, de verdad… qué sé yo…  ¿porqué no te mudas?”
“¿Mudarme?... Pero si ya encontré algo. ¡Un trabajo! Por fin, un lugar donde no me maltratan… ¡Encontré un trabajo y una nueva vida, Darío, de verdad!”
“¡Me alegro mucho!” le dije. “Yo mismo estoy buscando trabajo y…”
“¡Tienes que venir tío, tiene que venir, es lo mejor! Hablaré con mi jefe y seguro te contrata… No pide mucho a cambio de estar con él.”
“¿Qué pide a cambio?”
“Ya lo verás, hay un dineral… mira, porque no nos vemos mañana y… ¡te encantará, joder, es un chollo! De haber sabido le digo a mi jefe hace un momento… en fin, ya lo verás, todo el tiempo está reclutando gente… lo hace desde siempre. Nos vemos mañana a las nueve, ¿de acuerdo?”
Asentí, qué más daba. Alfredo estaba muy contento, frenético, me dejó una dirección y se marchó.
Me quedé muy pensativo. Todo aquello de la lista negra sonaba a paranoia, pero peores cosas había visto y, además, porqué mentiría. ¿Yo estaba en la lista? Salí de ahí. Caminé un rato, sin rumbo, mejor no pensar en eso.
Otro trabajo. Como estaba desesperado olvidé preguntar de qué se trataba, me sorprendió. Sólo pensaba en el dinero, era eso, aún no podía renunciar a él. Sin embargo, lo cierto es que, aunque quería el dinero, lo que necesitaba era hacer algo conmigo.
A la mañana siguiente me entrevistaría con el jefe de Alfredo. Seguro que querría reclutarme y me deslumbraría con sus promesas. Sin embargo, ¿cómo hablar de esto? sus movimientos, su voz, su oferta... resultó ser el peor trabajo del mundo.

lunes, 13 de junio de 2011

Capítulo 41

Almas en venta


Mi nuevo jefe, Paco, quería ser joven por siempre. No sé cómo se puede pensar que algo así es posible, pero la cocaína debe ayudar.
Siempre me encontraba con Paco por la tarde, después de comer. Lo saludaba y seguía mi camino. Él se quedaba tomando un digestivo en alguna terraza del centro y luego en otra. Generalmente estaba acompañado por un empleado que tenía y que lo esperaba mientras se iba al baño, varias veces, cada vez con mayor frecuencia. Volvía eufórico, envalentonado con respecto al porvenir.
Como Paco le debía dinero a todo el mundo, no se aparecía sino hasta muy tarde en la agencia, sin embargo, a la discoteca, nunca faltaba. Ahí parecía que los años se le sacudían. Bebiéndose la noche, inhalándosela, empachándose con ella, podía olvidar e imaginar nuevas promesas. Mientras tanto, el ejército de acreedores que reclamaban su cabeza iba aumentando.
Paco, en época de banquetes, hizo muchos pactos. Durante años recibió euros de todas partes, en grandes cantidades. Los lavaba y los devolvía limpios y sin rastro y pellizcando un dinerito por esos servicios se volvió rico. Todos los amigos de Paco estaban en el sector de la construcción y eran clientes suyos. Pero un día se acabó el dinero, y el día que le siguió, la amistad.
La agencia era como un enorme barco desfondado y a la deriva, un desastre a punto de suceder, lo mismo ocurría con la discoteca. Digamos que el hundimiento de los negocios de Paco era inevitable, pero solamente lo sabía él. Por eso, Paco buscaba llevarse lo que pudiera antes de declarar la quiebra, esa era su labor de los últimos días, y la labor de muchos.
Yo llegaba en las mañanas a la agencia y salía a vender, pero no vendía. Tampoco sospechaba que la agencia iba a hundirse tan pronto. Sin embargo, estaba seguro de que no era mi lugar y que mi sitio estaba en otra parte, esperandome. Necesitaba cambiar de trabajo, tenía que haber alguien interesado en mi pobre alma.
Todos los días caminaba con el amanecer hasta el barrio de la Catedral. Me gustaba desayunar y tomar café en aquel barrio. Un día, leyendo el periódico, me enteré que al staff encargado de montar los escenarios para los conciertos de Sabina y Serrat, aquellos con los que había trabajado, el duende, el coronel y los demás, a todos, los habían detenido por tráfico de drogas. Parece ser que, a la par de montar los escenarios, llevaban escondidas algunas toneladas de droga en los camiones y las transportaban por toda España. Era un buen negocio, ilegal, pero boyante. Cerré el periódico, bebí el último trago de café y pagué la cuenta. Todos pagaban.
Entré a innumerables lugares con la esperanza de encontrar mi sitio. Recorrí la ciudad, sus polígonos industriales, sus empresas y fábricas. Visité a las indolentes Empresas de Trabajo Temporal, todas iguales, repitiéndose. Hablé tanto de mí que comencé a sentirme como otra persona, era otro, ¿de quién eran los pasos que me acompañaban por aquellas calles vacías? Errabundeo y búsqueda, caminos de bifurcaciones interminables, dentro de mí, ¿y si no encontraba nada?
Cansado y en un barrio de la periferia, entré a un bar de rumanos. Pedí un café. La gente estaba atenta a la televisión, la gran maestra. En la pantalla había una telenovela mexicana que conmovía a los rumanos mientras les daba lecciones de español.  Yo me senté a descansar. El sol aún no se ocultaba y era como si la tarde se hubiera detenido en esa hora de sombras largas.
Aquí es donde me pongo místico. Porque bebiendo café, sentado en la barra de ese rincón del mundo, se abrieron las puertas y entró el diablo.Yo no lo reconocí, pero venía por mi alma.

jueves, 9 de junio de 2011

Capítulo 40

Sin salida

Volví al trabajo, después de una semana de fingir estar enfermo. Gané dinero y me había divertido, es cierto, pero dormí poco, había bebido, anduve de fiesta. Canté y bailé hasta parecer ridículo y luego canté y bailé más. El lunes por la mañana, cuando aparecí en las puertas de Movistar, parecía realmente enfermo.
Me conmoví, porque los demás empleados se habían preocupado. Además, me veían muy jodido, y lo estaba, y querían que me tomara más días. Me puse heroico, les dijo que no, que saldría a la calle "¡a vender!" Casi aplauden, lo curioso es que no había vendido una sola línea, y no pensaba hacerlo.
Estaba cansado de estafar a la gente, todo eran mentiras, no podía seguir mirándolos a los ojos sabiéndo eso, “y siempre sonríe, creas un vínculo de confianza con ellos. Acuérdate de que invariablemente se les puede vender algo, lo que sea”, decía Sergio, mientras tomaba una pastillita, y otra más, y luego salía a la calle. Tomaba medicamentos como si fueran mentas, los recomendaba y todo, decía saber mucho de eso.  
Yo también salía a la calle, a venderlo todo. Si el diablo hubiera estado cerca… e iba a estarlo, pero aún no llegaba el momento.
Mi figura errante recorría Valladolid. Veía mi sombra encogerse y alargarse, con mis curriculums bajo el brazo, ofreciendo móviles, suscripciones para una revista, los espacios publicitarios para otra y si alguien quería un seguro, ahí estaba yo, calificado para hacer una póliza. Debían llenar España con estatuas de vendedores con trajes grises: “Al Comercial desconocido”, dirían.
Lo que me sorprendía era que, con todo, ganaba poco dinero. Imagino que estaba falto de motivación pero, ¡carajo! cómo no estarlo.
Finalmente mi móvil sonó con una oferta. Ofrecían una entrevista, eran de una agencia de publicidad llamada “Publicidad & Stuff” y querían hacer la apuesta conmigo. No estaban conmovidos, estaban convencidos de mis habilidades, así que me dirigí a sus instalaciones.
Me entrevistó el hijo del dueño de la agencia, un junior muy entusiasta. Aunque parecían dejarle listo hasta el cepillo de dientes y todo lo que él dijera tenia-que-estar-bien, me ofrecía un sueldo fijo y contrato. Era lo que yo necesitaba para animarme. Además, no iba a vender, ya no. Por fin me iba a desarrollar, aportaría ideas, creatividad.
Renuncié a Movistar. Sergio no me lo permitió, en un principio no entendía cómo podía renunciar, que alguien renunciara era una idea extraña. Luego enloqueció. Empezó a lanzar cosas por los aires, papeles, pastillas, improperios, de todo.    
Con ilusión, el lunes me presenté en “Publicidad & Stuff”. Mientras imaginaba el portentoso camino que por fin se abriría frente a mí, ocurrió otra cosa, otra maldita cosa. Al parecer, el junior entusiasta se había peleado con su padre, justo ese fin de semana, y se piró a Oviedo. Jamás dijo nada de mi contratación así que estaba jodido, otra vez.
El dueño me quería ver. Pasé a su oficina, un santuario lleno de fotografías de él. Estaba matando animales en África, conduciendo uno, dos, tres coches deportivos, por allá con Julio Iglesias, por allá con el alcalde. Era él, multiplicado, sonriendo por todos lados. Gordo, permanentemente bronceado y rodeado de mafiosos. Sus negocios eran la agencia y una discoteca conocida como “Fama”. Se ocupaba de sus asuntos a partir de las once de la mañana, lavaba dinero para sus amigos, ellos se anunciaban en sus publicaciones y luego se preocupaba por ser joven para siempre.
“Paco, llámame Paco”, dijo. “Así que mi hijo te ofreció un contrato… bueno, mira, las cosas no andan bien… pero necesitamos un comercial y tu pareces muy capaz… te puedo dar… dos cientos euros al mes, solamente los primeros dos meses, más tus comisiones… ¡pero puedes ganar mucho en comisiones! Esto te conviene seguro...”
Me habían jodido, tenía que aceptar el trato. Pero me jure encontrar alguna salida.

lunes, 6 de junio de 2011

Capítulo 39

El Show Business


En un principio todo era un espacio vacío, un puñado de hombres y una veintena de camiones, repletos con la magia del espectáculo.
“¡Todo el mundo atento, hagan una fila! ¡Una fila, cagondios, ¿serán gilipollas? una fila!” nos gritó un tipo que apareció de pronto. Estaba de pie, encima de uno de los camiones, todos lo mirábamos hacia arriba y con cara de idiotas, a decir verdad. “¡Vosotros seréis nuestros burros de carga, carentes de voluntad u opinión! todos asentíamos.
¡Venga, de aquí para allá iréis con él, el trompeta! ¡Vosotros con el loco, para montar la estructura! ¡Ala, rápido, cojones! ¡Vosotros de ahí vais con el coronel! ¡Vosotros con el duende, por allá! ¡Venga, joder, moviendo el culo!  ¡El resto, hijos de puta, venid conmigo que ya vamos tarde, hostias…! ¡Ah, quien no obedezca, lo voy a mandar a tomar por culo! ¡Y no quiero una puñetera queja, ya lo sabéis, venga, a currar!”
Me fui, asignado, con mi grupo, a donde estaba el duende.
Nos recibió un tipo de amplia y continua sonrisa, alegre. Era de una edad incalculable, con su pantalón verde hecho jirones, pelo largo, alborotado,  cuello y nariz grandes, moreno.  Tenía colgando, hasta el pecho, una cadena que terminaba con una extraña figura que resultó ser un mechero. El duende nos dijo lo que había que hacer, cada uno una cosa, una responsabilidad sencilla, jamás un proceso largo. Cuando terminó de dar las instrucciones, y luego de reírse de las dudas que tuvimos, se sentó en una bocina y encendió un porro. Dio una larga calada y, después de aguantar el aire un rato, sacó una gran nube de humo azulado. Se quedó ahí, mirándonos y sonriendo, hasta que terminamos de montar su cabina de sonido.
Íbamos y veníamos mientras aquello cobraba forma. No lo entendíamos, pero ¿quién entiende los hormigueros, después de todo? A nuestro alrededor, veíamos cómo los objetos se desplazaban, se desplegaban y al montarse ya eran otra cosa, un todo. La gente se escapaba al bar de enfrente, con el pretexto de usar el baño, y se ponían a beber cañas o pacharán. Lo mismo a comer un pincho, echar una partida de cartas antes de volver o escaquearse del todo, pero teníamos un ritmo acelerado en cada actividad, frenéticos. Había cantos, insultos, burlas, bromas, cualquier cosa. Luego estaba el olor a hachís y a tabaco, que era constante y notable, sin embargo, la eficacia era también notable. Todo funcionaba, de un modo quimérico, es cierto, pero funcionaba.
Para nosotros, el concierto comenzó desde las pruebas de sonido, teníamos los mejores lugares. Saltábamos, bailábamos, vibrábamos con cada nota, mientras íbamos mandando al carajo nuestros problemas. Era hermoso, porque nos habían despojado de mucho, a unos más y a otros menos, pero nadie podía quitarnos la música.
Luego nos hicimos de unos gafetes con los que íbamos y veníamos a placer, decían “STAFF” y la gente nos respetaba, así que abusamos.
“Lo siento, esto va confiscado, se encargará el staff… rubia, necesitas una inspección, se encargará el staff… Vamos a pasar, es un acceso del staff…  Cerveza para el staff… Ron-cola para el staff...”  
De un momento a otro, todo terminó, pero aprendí algo muy valioso esa noche. Para desmontar el escenario éramos la mitad de los que lo habíamos montado. Uno siempre debe moverse rápido y estar con la mejor mitad, en ese momento yo no lo estaba. De cualquier forma y para esas alturas, solamente había que dejarse llevar, obedecer las órdenes y no pensar. El resultado siempre era el mismo.
Para el desmontaje estuve en el equipo de el coronel, colombiano con facciones indias y piel morena. Con él, me lo pasé hablando de política, principalmente latinoamericana. Terminamos pronto y nos fuimos al bar de enfrente, ahí estaba la otra mitad, la mejor mitad.
El coronel y yo nos emborrachamos. Me pidió discreción en cuanto a su vida, pero no le prometí nada. Según él, si llegaba a enterarse de que yo andaba por ahí contando sus cosas, me cortaría la garganta, “¡CON ESTO!” dijo, mientras sacaba un cuchillo de una de sus botas, su hoja brillaba cerca de mi cuello. Después me contó aventuras fascinantes, muchas de ellas divertidas, la mayoría reprobables.
El coronel llevaba no sé cuánto tiempo fugitivo, pertenecía a las FARC, pero huyó de Colombia. Lo mismo había estado en la guerrilla que traficando drogas. Al parecer, fue desde pequeño que lo reclutaron y supo sobrevivir, ahora era un profesional veterano, aunque tenía treinta años, creo. Seguía prófugo en España y ahí quería permanecer oculto, haciendo toda clase de negocios, según decía, mientras continuaba escondido en esa caravana que montaba conciertos por todo el país.
Sabrá Dios dónde se encuentre ahora el coronel. He sido indiscreto, así que quizá se me aparezca con su cuchillo en mitad de la noche y cumpla su promesa, o quizás bebamos de nuevo, quién lo sabe.


jueves, 2 de junio de 2011

Capítulo 38

Bajo el mismo sol

Se llamaba Carlos y estaba listo para ser el futuro de España. Joven y con sus ilusiones como único capital de verdadera importancia, sería mi nuevo compañero de piso. Estaba en su último año de universidad y me veía como el futuro poco halagüeño al que se enfrentaría pronto, la graduación parecía el cadalso.
Mientras Carlos terminaba sus estudios y se licenciaba, trabajaba como empleado temporal de una empresa dedicada a montar escenarios para espectáculos.  Generalmente eran conciertos, pero podían montar cualquier cosa. La empresa, entre otras cosas, era la responsable de todos los escenarios para los eventos que organizaba el gobierno, uno de ahí conocía a uno de allá, pero eso no era nuevo, era conveniente. De cualquier modo, para trabajar sólo se requería de la fuerza física, casi siempre era al aire libre y pagaban bien.
Ese trabajo podía ser duro, pero para mí resultaría terapéutico. Por entonces pasaba los días tocando de puerta en puerta, presentándome, entregando mi curriculum, hablando maravillas acerca de mí, y ¿estaban interesados en alguien como yo? ¿En serio? ¿Lo pensarán? ¡Qué bien! Piénsenlo entonces y tómenme en cuenta, pero, mientras eso ocurre, ¿qué telefonía móvil tienen en su empresa? Poseo los mejores precios, los mayores descuentos, los planes más adecuados… ¡Carajo! lo cierto es que estaba enloqueciendo, incluso había pactado con una revista para vender sus suscripciones y con una agencia de seguros para ofrecer sus servicios. Necesitaba algo de dinero extra y distracción, sobre todo eso. Le dije a Carlos que quería acompañarlo cuanto antes. Acordamos el día y yo me reporté enfermo en Movistar.
Resultó que, Sabina y Serrat, cantautores españoles de moda, se presentarían en Salamanca y después en Palencia. Yo fui contratado para ambas ocasiones, incluso la empresa me garantizaba más trabajo en adelante, si yo estaba dispuesto. Ya se vería, pues todo el tiempo necesitaban gente y siempre había algo que hacer. Sin embargo, aunque contaba ya con el dinero y con la música, los muy cabrones tardarían en pagarme el largo de una Biblia. Nada que hacer, sometido con esa impotencia que conmueve al fuerte y martiriza al débil desde antes de Cartago.
A las cinco de la mañana se nos dio cita a un montón de jóvenes, debíamos tomar un autobús que compartiríamos con otro montón de rumanos. Todos ahí necesitábamos dinero, pero mucho más lo necesitaban los rumanos, uno se daba cuenta enseguida. Los demás, como fuera, éramos jóvenes que podíamos gozar de la sociedad y los beneficios del Estado. Todos ahí tenían padres para alimentarse, amigos y conocidos dondequiera y gracias a la educación, teníamos una promesa de mejor futuro. Bueno, digamos que esto último no servía para mucho, la verdad, pues inclusive, dentro del grupo de rumanos había un físico matemático y eso no parecía importarle a nadie, ni a los propios rumanos. Lo que servía, la ventaja competitiva real, era el aspecto, por duro que suene e injusto que sea. Pero esto ya lo sabían los rumanos, quizás demasiado bien.
Aunque llegaron dos autobuses puntuales, los choferes querían desayunar, así que esperamos en la acera. Todos juntos compartimos el mismo frío de las cinco con cinco de la mañana.
Los rumanos tenían un  líder y se movían como una tribu. El líder hablaba muy poco español, pero se comunicaba sin problemas. Hablamos. Al parecer siempre estaban juntos, en grupo, para protegerse. Algunos habían llegado a España hacía muy poco, otros mucho, pero ninguno tenía papeles, por supuesto. Inclusive no los tenían aquellos que habían pasado años recorriendo España y dedicándose a levantar los edificios y a sembrar y cosechar todos los campos, en todas las regiones, desde el sur hasta el norte y de regreso.  
Por fin subimos al autobús, todos juntos. Íbamos adormilados y callados, meciéndonos con la carretera mientras amanecía. Marchábamos rumbo a Salamanca, para trabajar bajo el mismo sol, hermanados por la fuerza física.