jueves, 7 de julio de 2011

Capítulo 48

Un nuevo día


La mañana entró por las ventanas del manicomio. Fue abriéndose paso e iluminándolo todo.

No se está tan mal en un manicomio. Podría pensarse que es porque todas las preocupaciones mundanas están contempladas, pero eso, precisamente, nunca inquietó a los internos. Quizás esa sea una parte fundamental del motivo del encierro, porque la gente de afuera eso no lo entiende. Luego explicarlo, o tratar de hacerlo, ya vale una mirada de reprobación. Una mirada que se extiende y se extiende buscando atrapar.
Es dura una vida de reprobación. Pero no es lo peor que puede ocurrir, puede haber aprobación. Porque con el tiempo, es común que la aprobación cause cáncer, y también camisas de fuerza.
Hace unos años, la policía francesa arrestó a un hombre en París. Lo acusaban de alboroto y de disturbio y al arrestarlo no pudieron comprender lo que motivaba su conducta. Era prófugo de un manicomio del sur de Francia. Creía firmemente que al treparse en las estatuas, escalarlas o abrazándolas, podía liberarlas. En el manicomio en el que estuvo, en los jardines, abundaban las estatuas. Le tomó mucho tiempo, pero, según sus declaraciones,  pudo liberarlas a todas. Entonces comenzó su martirio, porque sabía que el mundo estaba lleno de estatuas que no eran libres y necesitaban ser liberadas. Él, que tenía ese talento tan peculiar, no podía llevarlo a cabo. Su vida perdió  sentido. Estaba atrapado y se entregó al encierro. Se hundió en la tristeza. Los enfermeros perdieron interés en él y dejó de ser motivo de risas, se limitó a estar ahí.
Un día escapó. Lo encontraron tres años más tarde. Se entregó a las autoridades francesas a orillas del Sena, sin oponer resistencia alguna. La policía francesa estuvo esperándolo, sin saber qué hacer, hasta que descendió de la torre Eiffel. Dejó que lo esposaran después de haberla liberado.
Carlos llegó a primera hora de la mañana al manicomio, pero no fue sino hasta las once que lo recibieron, era sábado.
Había llegado al bar dos horas después del incidente. Ahí le explicaron sobre el alboroto, la confusión, los enfermeros y todo lo ocurrido. En ese instante no pudo hacer nada, así que esperó a la mañana siguiente.
Traía buenas noticias que contar. Mientras estudiaba, estuvo buscando trabajo. Lo buscó por todas partes, en toda España, y no había nada para lo que había estudiado, nada que quisiera hacer. Pero siguió buscando. Fue su espíritu entusiasta lo que lo salvó. Porque no es fácil saber que se deja de ser estudiante y se empieza a ser desempleado casi al mismo tiempo.
El empleo lo encontró en Alemania. Era difícil aceptarlo, pero sólo ahí le ofrecían algo relacionado a lo que quería hacer de su vida. También lo animó un tío suyo que en el 52 se fue a Suiza, porque entonces no había trabajo en España. De cualquier manera, Carlos tomó su decisión y estaba a punto de partir. Pasaría el verano estudiando alemán.
En el manicomio insistieron en que no había ningún error. Dejaron a Carlos esperando mientras hacían inspecciones y recuentos y nada. Entonces tuvo que regresar con identificaciones, documentos, de todo. Estuvo ahí hasta aclarar el asunto.
“Le pedimos una disculpa, es cierto, ha habido un error. Traeremos al Sr. Pontone enseguida. Pero usted debe esperar afuera mientras hacemos el trámite pertinente,” le dijeron.
Afuera, en la calle, a las puertas del manicomio, Carlos pensó que lo habían engañado y que todo eso era una charada para persuadirlo de salir y dejarlos en paz.
Pasó una hora hasta que se decidió a llamar de nuevo a la puerta. Nada. De nuevo le decían lo mismo. Le pedían que se abstuviera de seguir insistiendo.
 Diez minutos más tarde se abrían las puertas del manicomio. Carlos se lanzó con un abrazo.
“Gracias,” le dijo Darío.
Carlos lo notaba cambiado y sintió, por un momento, que estaba frente a un loco. Uno que había recuperado la cordura.

FIN