lunes, 28 de febrero de 2011

Capítulo 11

Días de clases

Soy Darío Pontone y soy un estudiante.
Ese lunes, esa dosis. Ahí estábamos reunidos, escuchando a profesores, cargando libros, mirando horarios. Con la calma de la ocupación, nos sentamos en aulas bien iluminadas para mirar por el rabillo del ojo a quien pone atención, aquel que cabecea, aquella que queremos meter en la cama o a quien nos robará el corazón.
Ser estudiante no es lo mismo que estudiar, es un riesgo. Sucede igual que con los alcohólicos, cuando se abusa de ser estudiante, uno no deja de serlo nunca.
¡Qué tiempo en que se puede todo esto! La carrera, el máster, un diplomado, un idioma, otro más, el doctorado, otra carrara. Hiperpreparados todos los jóvenes. ¿Para qué? Eso no importa, es la pregunta equivocada.
Teniendo la evasión tan fácil, cómo es que no íbamos a tomarla, a desviarnos. Esta es la gran estratagema. Como estudiantes podemos continuar con lo interminable. Nos alimentamos de esa ilusión que es ser joven por siempre. Descubrir el mundo todos los días, fascinarnos con la contemplación, sofocarnos en el delirio del ocio, en la experimentación, en la creación efímera del canto alegre. Esa es la vida de la universidad y sus inagotables posgrados, donde el desenfreno está justificado y el abuso amparado. Donde podemos hacer lo que nos venga en gana y sin que intervenga nadie porque ¡Carajo, qué nobleza! somos estudiantes.
¿Cómo evitar el pacto? Existencialistas de medio tiempo. ¡Qué Ardid! Queremos quedarnos para siempre. Nuestra existencia burlada. Así lidiamos con la angustia ¡Nos le escapamos sin que haya un mucamo que sospeche o nos diga nada!
Pero es como el opio, la felicidad del tamaño de una nuez. El reto está, entonces, es hacerlo perpetuo. Pero nadie puede. Sabemos que llegará el día en que termine y que irremediablemente nos convertiremos en algo.
Así, entre clases y tareas, entre presentaciones y profesores, vamos burlando la acción. Vamos enumerando las incógnitas sobre nuestro Destino: ¿Son rentables mis sueños? ¿Cuál es mi sitio, mi lugar? ¿Me atreveré? ¿Esto es lo que soy, lo que hago, lo que haré? ¿Qué hay de hoy por la noche? Esas curvas ¿me están mirando?
Y pasan los días del estudiante, entre las ensoñaciones del Destino y su tentación. Modelando para el autorretrato que nos pintamos. Peleando por nuestros sueños o conspirando contra ellos, con lo que nos conviene y lo que anhelamos. Llenándonos de títulos mientras decidimos qué hacer y mientras sigue la fiesta.
No tengo respuestas, soy un adicto. Sin embargo sé que a todos les llega el día de la abstinencia. Sólo espero que antes podamos tomarnos menos en serio. Debe ser un alivio ser ligero. ¡Por Dios que debiera ser así! ¡Abrazar la libertad con sus costosos lauros!
Y entre clases hay descansos, benditos sean.
Al salir, cada vez era igual, éramos una estampida por la puerta. Ese, mí primer día, me limité a observar cómo se hablaban, cómo bromeaban y convivían. Yo no conocía a nadie, pero era cuestión de tiempo.
El primer día de clases tiene el mismo encanto embriagador de lo que en el fondo se trata todo el asunto de ser estudiante: las expectativas.


jueves, 24 de febrero de 2011

Capítulo 10

CANTO II
Quo Vadis?

“Todo empleo
que no sea el de poeta o guerrero,
destruye el alma”
Charles Baudelaire

Fugitivos

La ceremonia terminó. Todos se fueron.
Me dirigí a la residencia de estudiantes. Tenía maleta y cuerpo a medio desempacar. Dormí todo el largo del domingo, levantándome a las horas de comer y cenar.
Como era fin de semana casi no había estudiantes, pero ya habría tiempo de conocerlos. Todos los jóvenes que allí habitábamos teníamos destinos distintos, o al menos nos gustaba pensar eso, que teníamos destinos. La palabrita de por sí es peligrosa, devastadora si no se tiene cuidado.
Había de todo, pero ni estudiábamos las mismas cosas ni trabajaríamos para las mismas instituciones.
Los primeros que conocí fueron los que se convertirían en futuros funcionarios, aquellos eran los que nunca abandonaban el edificio, los que opositaban. Sin una razón en particular casi todos eran mujeres. Ellas tenían una mirada que las hacía destacar, un brillo que puede atraer o aterrar, es salvaje. Eran miradas de hambre, cazadoras.
Estas jóvenes se paseaban por la residencia cargando montones de libros y carpetas, buscando un lugar dónde memorizar leyes, manuales, reglamentos, lo-que-fuera. Buscaban seguridad, la garantía de un puesto de trabajo bien pagado y hacer lo mismo y hacer lo mismo y hacer lo mismo y hacer lo mismo hasta la jubilación. A cambio de esas garantías había que hipotecar la juventud. Había que hacerlo para luego tener un trabajo fácil y una pensión holgada, de eso se trataba todo. ¡Carajo! ¿Qué niño o niña quiere ser funcionario cuando sea mayor? ¿Cuándo es que uno se decide a eso?
Las miraba. Me gustaba mirarlas cuando salían a dar algún paseo por los jardines de la residencia, porque estaba seguro de que en ese momento algo cambiaría, respiraban exterior, algo de libertad. Me quedaba quieto observándolas, esperando, porque en ese preciso instante podían tener un brote de locura, un arranque, un rompimiento repentino y revolcarse con la vida dispuestas a todo ¡Aventar los libros por el aire y todo lo que habían aprendido y lo que creían y lo que temían y la seguridad y el mundo y las gafas y dejar de huir! ¡Al carajo todos! Pero pasaban la mayor parte del tiempo encerradas esperando su próximo examen, y como todo el mundo quiere lo mismo, los exámenes eran cada vez más difíciles. Hasta diez años, o más, se tardaba uno en ser considerado para algo. Eso era opositar.
Por otro lado, son las mujeres más fáciles del mundo y su pasión fugas arde con la intensidad encrespada de las olas: No tienen tiempo para una relación, necesitan sexo quizá más que cualquiera y cuando lo tienen, son tan salvajes como pueda permitirlo la naturaleza, como luchar a muerte con una pantera.
En cualquier caso me gustaba visitarlas, especialmente por esa sensación tan fuerte que me abordaba al abandonar sus habitaciones. Era libertad lo que sentía al cerrar su puerta, era todo de un color más vivo, de un sabor más profundo, pero fresco. Era como si supiera lo que hacía, como sentirme menos jodido, o no tanto, no creérmelo.
Pero todos ahí estábamos huyendo.
Todos éramos fugitivos. Escapando de algo o huyendo hacia algo. Podía ser cualquier cosa, de nosotros, de nuestro Destino, rumbo a él, de cada uno sabe qué. Pero la única manera en que sabíamos hacerlo era la institucional.
Jóvenes hijos del pavor a carecer. Somos la generación que ha estado en todas partes y que más le cuesta encontrar su sitio, recorriendo la tierra sin parar. Pretendemos las posibilidades. Nunca antes había habido tantas posibilidades de ser, eso es la angustia al cuello, y creemos en nosotros. Hay que creer en uno mismo y enfermar de locura. Dioses dorados, lo sabemos todo, podemos decidir qué pasará mañana y con la muerte y con la vida y que si la energía, el universo, la nada y nos avergüenza gritar ¡Me cago de miedo! El orgullo nos tiene estreñidos.
Entonces hay que negociar la huida, irnos a distraer como sea posible. Lo hacemos yendo hacia el Destino que nos protegerá. Lo hacemos escapando en viajes artificiales, o nos vamos de veras, nos fugamos como sea.

domingo, 20 de febrero de 2011

Capítulo 9

“Un político pobre, es un pobre político”*



Un par de horas después, tras un baño y un desayuno de aspirinas y gotas para los ojos, mientras me dirigía en taxi a la ceremonia, recordé al subsecretario, o mejor dicho, recordé que lo había olvidado. De cualquier forma, no podía pensar en eso, no podía pensar mucho.

Al llegar, ahí estábamos de nuevo. The stuffed men leaning together.

Todos sabían qué papel interpretar. Era un puñetero circo y yo, que era nuevo, también interpretaba un papel, ¡Carajo, ojala pudieran haberlo visto! Éramos la mar de naturales, parecíamos profesionales de primera.

Aún no había hablado con nadie, solamente estaba ahí, mirando insoportablemente enfermo. De pronto, en mitad de la ceremonia, se acercó mi jefe a donde yo estaba.  

“¿No falta uno de ellos?” me preguntó. En ese momento sudé tanto que delaté un aroma a Brandy.

Tuve que contarle lo que pasó, nuestra baja de la noche. Mi cabeza estaba matándome y tenía una sed feroz. En cualquier momento iba a beberme todos los floreros del salón. Al menos era lo que imaginaba, para calmarme o para pensar en cualquier cosa.

“Sobre lo que pasó anoche, vamos a pasar un tupido velo… ¿de acuerdo?” Me susurró.

Así era todo, así funcionaba. De todas formas, los funcionarios españoles de la noche anterior eran jefes de mi jefe.

El subsecretario estaría en manos de la seguridad social, del Estado. Aunque yo también lo estaba y de hecho él también estuvo en sus manos, ¿cierto?… porque mis benefactores eran el gobierno y eran la empresa y eran quienes movían los hilos. A ellos España les había dejado sus arcas. Lo cierto es que mis benefactores, la Agencia de Desarrollo, eran una mutación de todo lo pérfido a donde puede evolucionar un matrimonio entre una empresa y un gobierno. Eran una quimera, pero también una peligrosa y rentable tendencia.

EXVAL: “Exportaciones de Valladolid” era una institución del gobierno, que no quería ser vinculada con el gobierno, que obedecía al gobierno pero funcionaba como ente privado y que recibía fondos del gobierno. Aunque buscaba incesantemente convencer al mundo de que no era parte del gobierno (ellos eran los únicos que lo entendían… y demasiado bien) De cualquier manera era un organismo del gobierno. Allí “La Junta” le llamaban al gobierno.

Todo el dinero que recibía La empresa provenía de “La Junta” que, a su vez, venía de los impuestos y de la Unión Europea, en su apuesta por industrializar y hacer crecer a España.

Ellos se encargaban del comercio exterior, de fomentarlo, promoverlo, impulsarlo y si era necesario, inventárselo incluso. Cada euro gastado venía del erario público, a través de “La Junta”, o de la Unión Europea y por tanto, toda acción llevada a cabo, por nimia que fuera, era anunciada por la prensa con bombo y platillo. Ahora bien, había que leer entre líneas esos titulares que le filtraban al periódico: “Empresarios españoles incursionan en el mercado de Brasil” quería decir que a unos tipos, amigos de alguien en EXVAL, les pagaban las vacaciones en Río, las comidas, las fiestas y las putas. “Incursionar” ¿Qué cojones significa eso, después de todo? Pero esos eran los detalles, lo bueno se ponía a la hora de hacer negocios. Al banquete, era la impunidad la invitada de honor.

Esos eran mis anfitriones, oscuros y siniestros. Todo el que no estuviera de acuerdo, lo compraban. Todo lo que la gente debía escuchar, lo compraban. ¿Y si alguien estorbaba, alguien honesto? Lo destruían. Eran implacables.

Había un sastre que les hacía trajes a la medida y de los más finos materiales, todos regalos, todas “inversiones a futuro”.

La época de la que hablo es la de la España rica, ciega de consecuencias, la que cagaba euros ¡Y con qué diarrea! ¡Nos embarraba a todos! Eran la gran maquinaria del progreso. Mis anfitriones lograron armarla en grande, un cochinero tan bien montado que nadie cuestionó nunca que pudiera terminar.

Pero, supongo que esa labor de hacer trajes a la medida, corresponde también a los sepultureros.


*Frase atribuida a Carlos Hank González que ilustra la naturaleza de la corrupción en la política y que da nombre a este capítulo.

jueves, 17 de febrero de 2011

Capítulo 8

El Plan Perfecto



“Tenemos que moverlo. No se puede morir aquí… en la entrada… en el puti…” Dijo uno.
“¡A la calle. Sacadlo a la calle. Afuera, a la puta calle!” les gritó el que parecía su jefe.
Yo no sé mucho de estas cosas, pero los instaba a no hacerlo, les decía que podría ser peligroso mover al pobre diablo. Pero los gigantescos canallas ya lo cargaban tomándolo por sus extremidades. Lo empezaron a transportar los diez metros que separaban la puerta de la calle y de la ley. Yo iba acompañándolos, mirando al tipo mecerse y manando la sangre que dejaba un desafortunado rastro tras él.
De pronto, en el aire y entre el balanceo de muñecas y tobillos, el subsecretario tosió con violencia.
Del susto, los rumanos lo soltaron.
Al caer, el subsecretario se despertó definitivamente y empezó a quejarse y a balbucear mientras trataba de incorporarse sin éxito. Era ininteligible lo que intentaba decirnos, le salían puros ruidos guturales, pero era el sonido de su miserable vida que se le trepaba por la garganta. A su alrededor todos estábamos aliviados, reíamos nerviosamente, con también sonidos rarísimos. Así deben sonar las hienas, estoy seguro. 
La ambulancia llegó en seguida. España es un lujo de servicios públicos.
Lo subieron a una camilla y empezaron a hacerle preguntas que respondió a vomitonas. Era un show el tipo, pero parecía que estaba salvado.
Pensé en regresar al lugar. Me dirigía a la puerta cuando vi a los tipos de seguridad salir con el funcionario español inmovilizado y su rostro empapado en sangre. Lo tiraron hacia los taxis y ahí se quedó, recargado en uno. ¿Decía algo el infeliz? ¿Mandibuleaba? No, un ruidito se escuchaba sin embargo…  El imbécil aún discutía.
Desde afuera vi el edifico entero. Toda una caja de zapatos con luces de neón. Se podían ver las habitaciones y a algunas chicas asomadas, brillando con la parpadeante luz de la ambulancia.
Era grande el antro, para que cupiéramos todos, y aunque no era amenazante, todo lo contrario, buscaba devorarnos sólo para vomitarnos poco después. Se alimentaba de nuestra necesidad de redención, ese era el negocio: intercambiar nuestras ilusiones por lo que pudiéramos pagar. Pero siempre nos devolvía con todo y sus promesas, preparados a enfrentar al mundo un día más, otro más.
Sin embargo, qué más podíamos hacer, todos pactábamos por la charada. Me estaba sumergiendo en aquello, en su trampa, y ni siquiera ese mundo de seguridades que es la continuidad de la escuela, de la universidad, de maestrías,  de las prácticas profesionales, del trabajo, de la jubilación, cumplían en absoluto con lo que parecían, aunque estaba comprobado que se podía vivir de eso. Esas promesas ¡Carajo! Todos sabían que era un fraude, que todo estaba montado. ¿Quién entonces pagaba por todo aquello? A nadie le importaba. El mundo es adicto a la comodidad. Luego, o se es muy gordo, viejo y desilusionado como para quejarse, o muy ladrón, y para qué quejarse.
Salió entonces mi comitiva. Se abrazaban, seguían riendo, se caían.
El lugar iba a cerrar y había que ir a otro, a cualquier parte o a la inconsciencia. Era nuestro destino, todo estaba arreglado. La noche seguía afilada.
En unas horas tendríamos que estar presentes para ceremonias y firmas y estrechar manos y lo que hiciera falta. A través de la prensa justificaríamos toda esa noche de excesos y quién iba a levantar la voz ¿los jodidos contribuyentes? Para eso iban a vernos en los periódicos, para marearse con la jerga institucional y luego dormirse en su mecedura. Que el pueblo se merece a sus gobernantes, esa sí que es una gran verdad, devastadora. Además, después me enteraría que todos en la región estaban comprados. Había auditorias tan, pero tan minuciosas, que los auditores venían a estos mismos antros a verificar la tanga exacta donde se fue a poner hasta el último billete. El plan parecía perfecto.

domingo, 13 de febrero de 2011

Capítulo 7

There will be blood


Brindábamos y las copas se rompían. Nos caíamos, nos levantábamos, volvíamos a caer. Lo que alguno empezaba alguien más lo acababa, sucedía con las charlas, con las copas, con las chicas. Nunca llegábamos a donde nos proponíamos, pero siempre llegábamos a algún lado y siempre con la intención de incendiarlo todo, con violencia pero sin fuego. Buscábamos con gran fervor y energía algo más, pero no sabíamos qué. Así batallábamos, mientras las risotadas estallaban como minas, era nuestra guerra.
Un ejército de mucamas, todas vestidas de blanco, ascendían y descendían las escaleras que llevaban a las habitaciones, unas cargadas con sabanas nuevas, otras con las usadas. Si nos deteníamos a observarlo parecía un hospital, parecían enfermeras ¿y las putas? Valquirias. Los empleados del lugar traían lo lleno y se llevaban lo vacío, no preguntaban, no hablaban. Los funcionarios españoles no dejaban de ofrecer cocaína a sus contrapartes mexicanos. Éramos recipientes voraces de todo lo que teníamos enfrente, como si con toda esa mierda quisiéramos enterrar una oscura angustia en la profundidad de nosotros.
Los mexicanos hablaban de la sucesión presidencial de su Cámara. En unos meses serían las elecciones y querían “tomar” la presidencia, disponer de sus arcas. Los españoles conspiraban con ellos, montaban oscuros negocios en el aire y prometían lo que no puede ser dicho. Hablaban en cifras, todo eran números. En ese momento se me acercó un subsecretario y como un niño pequeño tiró de mi manga buscando atención.
“No me siento bien Darío” me decía.
“¿Me acompañas afuera? Necesito aire, sentarme.”
 Estaba muy borracho, casi no se le entendía, pero lo acompañé. Juntos fuimos tambaleándonos hasta la salida.
Desde la puerta alcancé a ver una especie de pleito entre un funcionario y los tipos de seguridad.  Parecía que a ninguno de sus compañeros, que no estaban lejos, les importaba un rábano. Ellos discutían a gritos, era un escándalo que se ocultaba entre la música. Les dije a los porteros que cuidaran, por favor, al subsecretario. Que se fumaran un cigarro con él o algo así, que lo vigilaran. Me miraban como unos brutos, no sabía si me entendían, y entonces saqué un billete al azar, eran 20 euros. Todos volvieron a sonreír. Les di el dinero  y me di la vuelta, casi los escuché aplaudiendo como focas.
Entré de nuevo. Esto empezaba a salirse de las manos, pero ¿las manos de quién?
La discusión fue un malentendido, sin embargo ahora era cuestión de orgullo. Se calentaban, sacaban el pecho y movían las manos. Estaban gritándose cara a cara entre toda la gente que iba y venía sin prestarles atención. De pronto, de la nariz del furibundo funcionario empezó a correr un hilito de sangre. Los rumanos dejaron de gritar y lo miraban, yo lo miraba sin poder decir o hacer nada, porque el funcionario seguía gritándoles sin sentido, descontrolado, sin darse cuenta de que llegaba a escupir esa sangre que le caía por la nariz.
Alguien toco mi hombro. Cuando giré vi a uno de los porteros que temblaba. Daba miedo ver a un tipo tan grande y tan asustado.
“¡Se cayó su amigo!” Me decía frenético.
 “¡Se cayó solo. No se levanta!”                              
Volví afuera. Justo en la entrada del lugar estaba tirado el subsecretario. Todos me daban explicaciones. Decían que resbaló y al caer se había abierto la cabeza. A saber si sería verdad, pero por el suelo había muchísima sangre, tanta que podían verse nuestros rostros de espanto reflejados.
Los rumanos no paraban de preguntarme qué hacer ¡A mí, por Dios! Yo no tenía idea, ni-idea.  Me había quedado de pie, frente a su cuerpo tendido, como hipnotizado. Miraba el incesante brotar de sangre que le salía de la cabeza. Fue como cuando uno se queda mirando las lenguas de fuego en la chimenea.
De pronto pensé en el día siguiente, en el informe que tendría que dar justo después de la primera tarea que me asignaban. “Perdimos a uno de los delegados de México” Algo así tendría que decirles. ¡Carajo! Tenía gracia, venirte a trabajar del otro lado del mundo y terminar muriéndote a las puertas de un puticlub de las afueras de cualquier ciudad de España. Vaya gallardía. Pobre diablo.
“Una ambulancia” dijo alguien.

“¡Eso!” dije yo. Estaba muy nervioso.
Todos rodeábamos al subsecretario. Le veíamos su carita de ángel, de ternura e inocencia, mientras parecía dormir tranquilamente. Estaba acostado sobre una roja alfombra que le iba creciendo en todas direcciones.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Capítulo 6

Tour Nocturno

Nos condujeron a un lugar de moda para cenar. Lo tenían adornado y ambientado como una especie de cueva o gruta, hasta habían dispuesto antorchas, era de un mal gusto tremendo. En la mesa fui rodeado por flamantes personalidades, los que tomaban las decisiones, los líderes. Eran ministros, funcionarios, empresarios, todos preparados, conjurando para comer. Por un giro de la fortuna me había colado, entre sus mancuernas, al banquete.
De aperitivo, los anfitriones dispusieron tequila. No dijimos nada, pero todos brindamos con el peor tequila jamás destilado. “Made in Toledo” decía. ¡Por los Clavos de Cristo! Con ese apócrifo alcohol, no hubiera podido quejarme si nos quedábamos ciegos en ese instante ¡BAM! ¡Qué justo y apropiado castigo! Pero no pasó.
Una veintena de camareros sirvieron espumas con sabor a comida como primer plato. Ya de segundo a quinto hubo tantas cosas y de tantos animales distintos que las mandíbulas terminaban por abandonarlo a uno. Y claro, el constante vaciar botellas vino, se evaporaban apenas las mirabas.   
Como era invierno, todas las charlas, comenzaran donde comenzaran,  eventualmente iban desembocando en la misma reflexión, era de una precisión admirable:
“El vino lo mantiene caliente a uno, nada de Brandy, ni Whisky, háganme caso, es el vino.” Y bueno, menudo Jersey nos estábamos poniendo entre todos.
Ya al terminar de cenar trajeron Orujo. Nos pusimos a beber fuerte.
“Entonces qué Darío, ¿nos vamos al tour nocturno?” Volvían a decirme. Solamente que esta vez,  para cuando me di cuenta, ya había todo un contingente listo. Estaban organizados los muy cabrones, coordinándose para los taxis con total eficiencia, hasta me habían apartado un lugar. “¡Tour nocturno, tour nocturno!” Iban coreando mientras aflojaban sus corbatas, con camisas que convirtieron en baberos y carteras listas a vomitar.
El Director de Acciones Institucionales, mi jefe directo, se marchaba a su casa, pero me ordenó que acompañara al grupo y que ¡los cuidara! Me encomendaba que todo saliera bien. El muy hijo de puta me nombraba niñera ahí mismo, así sin más. Eso sí, me dijo que podía gastar lo que hiciera falta, siempre y cuando pidiera comprobantes, facturas. Se fue tan contento, tan natural… y yo también, ¡qué más daba!
De comitiva éramos 6 vicepresidentes, 2 subsecretarios y 4 funcionarios españoles que nos íbamos de putas. Su tour nocturno.
En España, este tipo de antros están custodiados por gigantescos porteros rumanos, los hay o muy serios o muy sonrientes. Por suerte, a nosotros nos sonreían. Se pusieron muy serviciales cuando los mexicanos, rompiendo con el protocolo ibérico, les repartieron propinas. Recuerdo ese momento de los billetes arrugados que iban de mano en mano porque desde entonces nada pareció tener valor ni precio.
Pidieron tres mesas, botellas y muchos caprichos. A tantos kilómetros nadie estaba casado y con tal borrachera no importaba si no había mañana. Todo el mundo bailaba. Yo bailaba. Parecíamos monos en una isla, parecíamos tan felices.
Entonces empezaron a acercarse las mujeres, éramos atractivos como la miel. Estábamos rodeados por un campo de fuerza que las hacía perder su ya de por sí poca ropa, así se levantó una frontera de lencería multicolor, cercando nuestras mesas. Detrás de ese límite, fuimos rodeados por la desnudez de todos los grupos étnicos que emigran sobre la tierra. Lo de Babel debió ser lo más parecido, aunque nos entendíamos bastante bien.
Las chicas eran solícitas y complacientes, dejándose hacer lo que a uno le diera la gana, pero todas se llevaban billetes. El idioma universal, el que hablábamos, fue el de las cifras. Era increíble la cantidad de dinero que iba y venía, lo compraba todo y todo estaba a la venta. Para tocar, para beber, para inhalar, para follar cogiendo, eran euros y estaban por todas partes ¡Los había tirados en el suelo, por amor de Dios!
Gastar era una belleza: para todos los consumos se solicitaba una factura que la empresa, el gobierno o la institución pagaría. No había fondo, invitaba España. La noche era nuestra. ¡No, no terminaría nunca! No lo permitiríamos. A esas alturas éramos hermanos. Éramos guerreros fraternizados en las barricadas del placer.
Las copas, las caderas, todo nos excitaba, todo parecía tan encantador, tan prohibido, tan gratuito y voraz… Pero estábamos bebiendo demasiado.

domingo, 6 de febrero de 2011

Capítulo 5

Mi Primer Trabajo.




Volé, tomé un tren y finalmente llegué a la ciudad. En la estación me recibió, con muchas caravanas y cumplidos, una mujer bajita y sombría. Fuimos hasta una casa de estudiantes, me asignaron una habitación y arregló todos los detalles. Al parecer, un montón de jovenes veníamos del mundo entero para formarnos en España y después trabajar en alguna oficina comercial. Sin embargo no pude conocer a ninguno de los estudiantes. La mujer, todo el tiempo risueña y preocupada, me dijo que no había tiempo de nada, ni siquiera desempacar, porque había que presentarme ante las autoridades cuanto antes. Todo era inminente, todo. Debíamos ir cumpliendo horarios que yo desconocía, pero a toda prisa. Cada trayecto, cada cigarro, cada llamada, todo lo tenía bien agendado esta funcionaria de muchos años y de sonrisa tatuada. Me sentía perturbado con el trajín, pero descansado por no pensar.
Apenas llegué a la oficina, mis benefactores me hicieron saber el porqué de tanta urgencia. Justo ese día vendrían altos funcionarios de “La Cámara de Exportaciones y Comercio de México” a un evento que se les había organizado de última hora. Siendo yo mexicano: “quién mejor para acompañarlos”, me dijeron.
Un tour. Había que pasearlos, eso era todo. Yo no conocía la ciudad, pero cuando lo mencioné no supuso algo relevante, “todo irá bien” decían. Mis benefactores no pararon de advertirme que esto tenía que ser un éxito porque iba a haber prensa. Prensa, prensa, prensa. Eso era lo que los tenía locos. Decían que todo debía salir “solemne y armonioso”, esas fueron las palabras. La cuestión era que estos invitados tenían que firmar un documento, a bombo y platillo, al día siguiente de una cena que habían organizado en su honor. Iba a presenciar mí primera experiencia laboral en España, como guía de turistas, supongo.
Apenas tuve tiempo de cambiarme. Recibí a la comitiva y los conduje por la ciudad. Todos parecían adormilados o distraídos y nadie se veía con ánimos de acompañarme, pero tenía que llevarlos con un ministro que los esperaba en las oficinas generales. Entre los invitados venían el presidente de la Cámara, 8 vicepresidentes, 4 directores de área y subsecretarios por todas partes.
Por fin llegamos, justo para escuchar el anuncio de una breve conferencia de prensa que presidiría el ministro de economía.  Nadie parecía de humor, ni siquiera el puñetero ministro, pero nos tomaron muchas fotos.
Durante todo ese tiempo, mis compatriotas se me acercaban para todo tipo de preguntas descaradas, en realidad querían irse a cenar. Una directora me avisó, incluso, que se escaparía un momento para ir de compras antes de que cerraran las tiendas. Después de todo, el viaje les había salido gratis. Hubo uno, el muy cabrón, que no dejaba de decirme:
“Darío, Darío, danos el tour nocturno. Tour nocturno.”


Mientras tanto, a la prensa se le informaba sobre las cuestiones de moda: sectores de oportunidad, de inversión, de I+D+i, de lo que fuera, puros cuentos. El ministro jamás respondía, se la pasaba limpiándose los lentes y mirando el horizonte, tampoco los mexicanos decían nada. Habían puesto a gente a cargo de las respuestas, un montaje.
Era todo de un cinismo... tan institucional. Pero finalmente llegó la hora esperada: Se anunció la cena. Todos despertamos.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Capítulo 4

Mis Benefactores

De lo primero que iba a darme cuenta al llegar a España era que parecía dividida para todo y en todo. No hablo de nacionalismos (ni del fútbol) solamente: Por ejemplo, tomemos el oscuro y poco atractivo tema de los negocios internacionales. En España tienen un instituto nacional para su comercio exterior como país, tienen organismos regionales, por comunidades autónomas, cámaras de comercio, organismos de fomento e impulso al comercio exterior por sectores, ministerios, institutos, agencias de desarrollo… y esto sólo para exportar. ¿Funciona? “Divide y vencerás” En realidad, ellos mismos son sus propios enemigos. Pero había dinero y eso parecía bastar.
Todos los años, sus entidades de fomento a la exportación mandan a México (y a muchas partes) a becarios con el objetivo de promover el comercio con España (de nuevo: uno por país, otro por región, otro por…), pero no tenían tiempo de hacer mucho (un año es poco tiempo) ni entendían el país, carecían de estudios suficientes, no conocían a nadie relevante y son mayormente jóvenes que buscan otro Erasmus (no los culpo, por el contrario ¡A vivir! ¡¿Quién no haría lo mismo?!). Así fue como uno de estos organismos económicos y de fomento pensó:” Deberíamos aliarnos con los descendientes de españoles que viven allá en México, contratar a alguno de su comunidad, que sea joven, un gilipollas que venga a estudiar y que trabaje para nosotros” Bueno, digamos que fui yo el gilipollas que aquí tenían más a la mano, aunque pudo ser cualquiera, por gilipollas en el mundo no va a pararse. A cambio, prometieron, nuevamente,  espejitos (y espejismos). Pareciera que siempre será un asunto entre peninsulares y criollos.
Pero en este negocio pactamos. Sólo tenía que llamarlos y aceptar sus condiciones. Ambos debimos reír burlonamente en secreto. Ellos porque me querían hacer pendejo y yo, porque no era más que un pendejo. No les ofrecería más que eso, no podía.
Llamé a aquellos que proponían todo esto. El máster, el trabajo, la beca, a los señores del dinero.
El teléfono daba los tonos y nada. Nada. Nada. Nada. Una grabación un mensaje, pero nada.  Nada.
Un correo les mandé entonces. No había respuesta. Nada. De nuevo Nada. 
Me fui a beber mandando todo al carajo…
“Darío, ¿Qué fue de eso del máster?” Me preguntaban mis amigos.
“Qué sé yo” Les respondía. “Pero ya sabré, sabré”.
No tenía idea. Quién hubiera pensado que trabajaban menos que el sastre de Tarzán ¡Por eso nadie me atendía! Estaban ocupados en a saber qué ¿Les interesaba yo acaso, todo esto, su proyecto, su gilipollas de turno? ¿Me interesaba a mí? ¿Qué hacer?
A las tres de la mañana sumé horas y les di una última oportunidad. Mientras marcaba los números me di cuenta que no tenía nada más qué hacer…tonos… tonos… ¿o sí tenía?…. Llamé completamente borracho y me contestaron, finalmente. Su pendejo contento y ahogado los escuchaba…
Todo fue cordialidad, disculpas, esto, aquello, promesas. Lo que fuera necesario.
“Muy estimado señor Pontone”, “Por supuesto, por su puesto”, “enhorabuena Darío”, “¡Qué afortunado, qué privilegio el tuyo!”, “Te esperamos Darío, con gran gusto” Mierda bien envuelta, con un bonito moño y una tarjeta. Acordamos todos los pormenores. Mi pasaporte, mi fecha de llegada (llegaría con una semana de retraso respecto a mis compañeros del máster que ya habían empezado a estudiar, pero qué importaba) Mi vida en sus manos.
¿A dónde iba exactamente? Un lugar, España, un pueblo, una ciudad Corte. Estaba viajando a la Angulema de Balzac, a una verdadera Ciudad-Estado, estaba viajando a la España Profunda (una de ellas). Pongamos que me dirigía a Valladolid, entre Francia y Portugal.