CANTO II
Quo Vadis?
“Todo empleo
que no sea el de poeta o guerrero,
destruye el alma”
Charles Baudelaire
Fugitivos
La ceremonia terminó. Todos se fueron.
Me dirigí a la residencia de estudiantes. Tenía maleta y cuerpo a medio desempacar. Dormí todo el largo del domingo, levantándome a las horas de comer y cenar.
Como era fin de semana casi no había estudiantes, pero ya habría tiempo de conocerlos. Todos los jóvenes que allí habitábamos teníamos destinos distintos, o al menos nos gustaba pensar eso, que teníamos destinos. La palabrita de por sí es peligrosa, devastadora si no se tiene cuidado.
Había de todo, pero ni estudiábamos las mismas cosas ni trabajaríamos para las mismas instituciones.
Los primeros que conocí fueron los que se convertirían en futuros funcionarios, aquellos eran los que nunca abandonaban el edificio, los que opositaban. Sin una razón en particular casi todos eran mujeres. Ellas tenían una mirada que las hacía destacar, un brillo que puede atraer o aterrar, es salvaje. Eran miradas de hambre, cazadoras.
Estas jóvenes se paseaban por la residencia cargando montones de libros y carpetas, buscando un lugar dónde memorizar leyes, manuales, reglamentos, lo-que-fuera. Buscaban seguridad, la garantía de un puesto de trabajo bien pagado y hacer lo mismo y hacer lo mismo y hacer lo mismo y hacer lo mismo hasta la jubilación. A cambio de esas garantías había que hipotecar la juventud. Había que hacerlo para luego tener un trabajo fácil y una pensión holgada, de eso se trataba todo. ¡Carajo! ¿Qué niño o niña quiere ser funcionario cuando sea mayor? ¿Cuándo es que uno se decide a eso?
Las miraba. Me gustaba mirarlas cuando salían a dar algún paseo por los jardines de la residencia, porque estaba seguro de que en ese momento algo cambiaría, respiraban exterior, algo de libertad. Me quedaba quieto observándolas, esperando, porque en ese preciso instante podían tener un brote de locura, un arranque, un rompimiento repentino y revolcarse con la vida dispuestas a todo ¡Aventar los libros por el aire y todo lo que habían aprendido y lo que creían y lo que temían y la seguridad y el mundo y las gafas y dejar de huir! ¡Al carajo todos! Pero pasaban la mayor parte del tiempo encerradas esperando su próximo examen, y como todo el mundo quiere lo mismo, los exámenes eran cada vez más difíciles. Hasta diez años, o más, se tardaba uno en ser considerado para algo. Eso era opositar.
Por otro lado, son las mujeres más fáciles del mundo y su pasión fugas arde con la intensidad encrespada de las olas: No tienen tiempo para una relación, necesitan sexo quizá más que cualquiera y cuando lo tienen, son tan salvajes como pueda permitirlo la naturaleza, como luchar a muerte con una pantera.
En cualquier caso me gustaba visitarlas, especialmente por esa sensación tan fuerte que me abordaba al abandonar sus habitaciones. Era libertad lo que sentía al cerrar su puerta, era todo de un color más vivo, de un sabor más profundo, pero fresco. Era como si supiera lo que hacía, como sentirme menos jodido, o no tanto, no creérmelo.
Pero todos ahí estábamos huyendo.
Todos éramos fugitivos. Escapando de algo o huyendo hacia algo. Podía ser cualquier cosa, de nosotros, de nuestro Destino, rumbo a él, de cada uno sabe qué. Pero la única manera en que sabíamos hacerlo era la institucional.
Jóvenes hijos del pavor a carecer. Somos la generación que ha estado en todas partes y que más le cuesta encontrar su sitio, recorriendo la tierra sin parar. Pretendemos las posibilidades. Nunca antes había habido tantas posibilidades de ser, eso es la angustia al cuello, y creemos en nosotros. Hay que creer en uno mismo y enfermar de locura. Dioses dorados, lo sabemos todo, podemos decidir qué pasará mañana y con la muerte y con la vida y que si la energía, el universo, la nada y nos avergüenza gritar ¡Me cago de miedo! El orgullo nos tiene estreñidos.
Entonces hay que negociar la huida, irnos a distraer como sea posible. Lo hacemos yendo hacia el Destino que nos protegerá. Lo hacemos escapando en viajes artificiales, o nos vamos de veras, nos fugamos como sea.