domingo, 13 de febrero de 2011

Capítulo 7

There will be blood


Brindábamos y las copas se rompían. Nos caíamos, nos levantábamos, volvíamos a caer. Lo que alguno empezaba alguien más lo acababa, sucedía con las charlas, con las copas, con las chicas. Nunca llegábamos a donde nos proponíamos, pero siempre llegábamos a algún lado y siempre con la intención de incendiarlo todo, con violencia pero sin fuego. Buscábamos con gran fervor y energía algo más, pero no sabíamos qué. Así batallábamos, mientras las risotadas estallaban como minas, era nuestra guerra.
Un ejército de mucamas, todas vestidas de blanco, ascendían y descendían las escaleras que llevaban a las habitaciones, unas cargadas con sabanas nuevas, otras con las usadas. Si nos deteníamos a observarlo parecía un hospital, parecían enfermeras ¿y las putas? Valquirias. Los empleados del lugar traían lo lleno y se llevaban lo vacío, no preguntaban, no hablaban. Los funcionarios españoles no dejaban de ofrecer cocaína a sus contrapartes mexicanos. Éramos recipientes voraces de todo lo que teníamos enfrente, como si con toda esa mierda quisiéramos enterrar una oscura angustia en la profundidad de nosotros.
Los mexicanos hablaban de la sucesión presidencial de su Cámara. En unos meses serían las elecciones y querían “tomar” la presidencia, disponer de sus arcas. Los españoles conspiraban con ellos, montaban oscuros negocios en el aire y prometían lo que no puede ser dicho. Hablaban en cifras, todo eran números. En ese momento se me acercó un subsecretario y como un niño pequeño tiró de mi manga buscando atención.
“No me siento bien Darío” me decía.
“¿Me acompañas afuera? Necesito aire, sentarme.”
 Estaba muy borracho, casi no se le entendía, pero lo acompañé. Juntos fuimos tambaleándonos hasta la salida.
Desde la puerta alcancé a ver una especie de pleito entre un funcionario y los tipos de seguridad.  Parecía que a ninguno de sus compañeros, que no estaban lejos, les importaba un rábano. Ellos discutían a gritos, era un escándalo que se ocultaba entre la música. Les dije a los porteros que cuidaran, por favor, al subsecretario. Que se fumaran un cigarro con él o algo así, que lo vigilaran. Me miraban como unos brutos, no sabía si me entendían, y entonces saqué un billete al azar, eran 20 euros. Todos volvieron a sonreír. Les di el dinero  y me di la vuelta, casi los escuché aplaudiendo como focas.
Entré de nuevo. Esto empezaba a salirse de las manos, pero ¿las manos de quién?
La discusión fue un malentendido, sin embargo ahora era cuestión de orgullo. Se calentaban, sacaban el pecho y movían las manos. Estaban gritándose cara a cara entre toda la gente que iba y venía sin prestarles atención. De pronto, de la nariz del furibundo funcionario empezó a correr un hilito de sangre. Los rumanos dejaron de gritar y lo miraban, yo lo miraba sin poder decir o hacer nada, porque el funcionario seguía gritándoles sin sentido, descontrolado, sin darse cuenta de que llegaba a escupir esa sangre que le caía por la nariz.
Alguien toco mi hombro. Cuando giré vi a uno de los porteros que temblaba. Daba miedo ver a un tipo tan grande y tan asustado.
“¡Se cayó su amigo!” Me decía frenético.
 “¡Se cayó solo. No se levanta!”                              
Volví afuera. Justo en la entrada del lugar estaba tirado el subsecretario. Todos me daban explicaciones. Decían que resbaló y al caer se había abierto la cabeza. A saber si sería verdad, pero por el suelo había muchísima sangre, tanta que podían verse nuestros rostros de espanto reflejados.
Los rumanos no paraban de preguntarme qué hacer ¡A mí, por Dios! Yo no tenía idea, ni-idea.  Me había quedado de pie, frente a su cuerpo tendido, como hipnotizado. Miraba el incesante brotar de sangre que le salía de la cabeza. Fue como cuando uno se queda mirando las lenguas de fuego en la chimenea.
De pronto pensé en el día siguiente, en el informe que tendría que dar justo después de la primera tarea que me asignaban. “Perdimos a uno de los delegados de México” Algo así tendría que decirles. ¡Carajo! Tenía gracia, venirte a trabajar del otro lado del mundo y terminar muriéndote a las puertas de un puticlub de las afueras de cualquier ciudad de España. Vaya gallardía. Pobre diablo.
“Una ambulancia” dijo alguien.

“¡Eso!” dije yo. Estaba muy nervioso.
Todos rodeábamos al subsecretario. Le veíamos su carita de ángel, de ternura e inocencia, mientras parecía dormir tranquilamente. Estaba acostado sobre una roja alfombra que le iba creciendo en todas direcciones.