“Tenemos que moverlo. No se puede morir aquí… en la entrada… en el puti…” Dijo uno.
“¡A la calle. Sacadlo a la calle. Afuera, a la puta calle!” les gritó el que parecía su jefe.
Yo no sé mucho de estas cosas, pero los instaba a no hacerlo, les decía que podría ser peligroso mover al pobre diablo. Pero los gigantescos canallas ya lo cargaban tomándolo por sus extremidades. Lo empezaron a transportar los diez metros que separaban la puerta de la calle y de la ley. Yo iba acompañándolos, mirando al tipo mecerse y manando la sangre que dejaba un desafortunado rastro tras él.
De pronto, en el aire y entre el balanceo de muñecas y tobillos, el subsecretario tosió con violencia.
Del susto, los rumanos lo soltaron.
Al caer, el subsecretario se despertó definitivamente y empezó a quejarse y a balbucear mientras trataba de incorporarse sin éxito. Era ininteligible lo que intentaba decirnos, le salían puros ruidos guturales, pero era el sonido de su miserable vida que se le trepaba por la garganta. A su alrededor todos estábamos aliviados, reíamos nerviosamente, con también sonidos rarísimos. Así deben sonar las hienas, estoy seguro.
La ambulancia llegó en seguida. España es un lujo de servicios públicos.
Lo subieron a una camilla y empezaron a hacerle preguntas que respondió a vomitonas. Era un show el tipo, pero parecía que estaba salvado.
Pensé en regresar al lugar. Me dirigía a la puerta cuando vi a los tipos de seguridad salir con el funcionario español inmovilizado y su rostro empapado en sangre. Lo tiraron hacia los taxis y ahí se quedó, recargado en uno. ¿Decía algo el infeliz? ¿Mandibuleaba? No, un ruidito se escuchaba sin embargo… El imbécil aún discutía.
Desde afuera vi el edifico entero. Toda una caja de zapatos con luces de neón. Se podían ver las habitaciones y a algunas chicas asomadas, brillando con la parpadeante luz de la ambulancia.
Era grande el antro, para que cupiéramos todos, y aunque no era amenazante, todo lo contrario, buscaba devorarnos sólo para vomitarnos poco después. Se alimentaba de nuestra necesidad de redención, ese era el negocio: intercambiar nuestras ilusiones por lo que pudiéramos pagar. Pero siempre nos devolvía con todo y sus promesas, preparados a enfrentar al mundo un día más, otro más.
Sin embargo, qué más podíamos hacer, todos pactábamos por la charada. Me estaba sumergiendo en aquello, en su trampa, y ni siquiera ese mundo de seguridades que es la continuidad de la escuela, de la universidad, de maestrías, de las prácticas profesionales, del trabajo, de la jubilación, cumplían en absoluto con lo que parecían, aunque estaba comprobado que se podía vivir de eso. Esas promesas ¡Carajo! Todos sabían que era un fraude, que todo estaba montado. ¿Quién entonces pagaba por todo aquello? A nadie le importaba. El mundo es adicto a la comodidad. Luego, o se es muy gordo, viejo y desilusionado como para quejarse, o muy ladrón, y para qué quejarse.
Salió entonces mi comitiva. Se abrazaban, seguían riendo, se caían.
El lugar iba a cerrar y había que ir a otro, a cualquier parte o a la inconsciencia. Era nuestro destino, todo estaba arreglado. La noche seguía afilada.
En unas horas tendríamos que estar presentes para ceremonias y firmas y estrechar manos y lo que hiciera falta. A través de la prensa justificaríamos toda esa noche de excesos y quién iba a levantar la voz ¿los jodidos contribuyentes? Para eso iban a vernos en los periódicos, para marearse con la jerga institucional y luego dormirse en su mecedura. Que el pueblo se merece a sus gobernantes, esa sí que es una gran verdad, devastadora. Además, después me enteraría que todos en la región estaban comprados. Había auditorias tan, pero tan minuciosas, que los auditores venían a estos mismos antros a verificar la tanga exacta donde se fue a poner hasta el último billete. El plan parecía perfecto.