jueves, 28 de abril de 2011

Capítulo 28

 Sobrevivir la crisis

Ese fue el año que terminaba el sueño español. La crisis había empezado, pero no lo sabíamos, nadie despertaba todavía. Sin embargo, eso concernía a España y yo tenía mis problemas.
La vida, la mía, de pronto, se había vuelto mucho más sencilla. También se había vuelto más riesgosa, mucho más, pero eso solamente afecta cuando lo piensa uno, el resto del tiempo todo es llevadero. Los hechos eran simples también: no tenía trabajo, no tenía dónde dormir, no tenía planes, no tenía futuro, no había ya Destino, solamente tenía que sobrevivir y eso era estimulante sin duda. Después, no había después.
La crisis es una bendición, si se puede ver así. Es un asunto de prestidigitación: el momento justo del truco, aquel en que aparece lo que permanecía oculto, en que el mago hace el último pase mágico y descubre con su pañuelo una paloma o un conejo. ¿Pero y si en lugar de eso, debajo del pañuelo, el mago descubre un trozo de mierda? Ahora bien, ¿y si hay toda una cloaca? ¡Maldita crisis! Aunque sabíamos, de alguna manera, que aquello era lo que apestaba.  
Limpiar cloacas es una puñetera monserga. Era extraño, porque yo me había estado preparando para tantas cosas (no en particular limpiar cloacas, la mayoría eran sublimes) que me sentía ya viejo, cansado, absurdo, imposibilitado para terminar cualquier comienzo. Pero sobrevivir era una tarea simple, que no sencilla. Era un comienzo inevitable, desde nada.
Algo de dinero había dejado en el banco, necesitaba hacer cuentas pues sabía que no era demasiado. Lo saqué todo ¿para qué quería mi dinero el banco, después de todo? En efecto, no tenía mucho. Eso significaba que no tendría muchas cosas, especialmente no tendría amigos, los viejos por lo menos, había que hacerlos nuevos. Dinero, dinero, dinero, pensar en el parece ahuyentarlo ¿Qué hay con preocuparse por el dinero, verdaderamente? Que el dinero se preocupe por el dinero.
Por entonces contaba con un presupuesto suficiente como para compartir un departamento, por lo menos algo decente durante uno o dos meses y con sus comidas casi regulares. En ese tiempo tenía que buscar trabajo, un ingreso, si no, después de esos dos meses quizás me moriría de hambre o quizás tendría suerte, ¿por qué no? De momento, el tiempo era mi único capital.
Se alquila, se vende, se subasta, se jode. Tarde en encontrar un piso tal como si buscara a un hombre honrado. Por eso, cuando después de muchas vueltas, me topé con ese lugar en el centro, a tan buen precio y sin pedirme fiador o aval o los clavos de Cristo y que podía moverme de inmediato, no me importó que fuera Borja Vela mi compañero de piso.
Borja me recibió en calzones mientras sostenía una sartén de la que saltaba aceite hirviendo. Inmediatamente después de cerrar la puerta volvió a la pequeña cocina y siguió cocinando lo que fuera que estaba haciendo. Amplia barriga, pelo alborotado, barba a medio crecer y una sonrisa por todos los motivos de estar vivo, especialmente por el de la cocaína.  
“Tengo tanta hambre…” dijo una mujer que salía de una habitación, la de Borja por su puesto. Iba casi desnuda, con una toalla de manos atada a la cintura. No parecía importarle que yo estuviera presente, creo que ni siquiera me notó. Avanzaba con la mirada perdida y un andar balanceado, como si fuera a desvanecerse. La verdad es que era ella la que parecía no estar ahí.
Se llamaba Sonia y era su amiga, según me la presentó él mientras seguía cocinando. Ella respondió a mi saludo con un ademán, que pudo ser cualquier otra cosa, y fue a susurrarle algo a Borja, luego lo besó y desapareció por donde había venido. ¡Carajo! me sentí mezquino por pensarlo, pero fue inevitable: ella era demasiado guapa para él. Y sin embargo, tuve razón. Tiempo después, Borja me confesaría que Sonia, y todas las demás amigas que metía en su cama, buscaban sus drogas. A él no le importaba, pero le importaba.  
El lugar era un cuchitril, pero ya era mí cuchitril. Pequeño, ruidoso, húmedo y por más que se limpiara, siempre olía a algo enmohecido. Recuerdo a una chica, que al entrar por primera vez, le descubrió un cierto encanto y me dijo: “Huele a viejo, sí… me recuerda a Londres”. ¿Dónde habría estado? Pero lo creí: Mi pequeño Londres.
 Borja nunca estaba. Era albañil de profesión y tenía que levantarse muy temprano y se acostaba muy tarde. Muchas veces tenía que construir algo en otra provincia u otra comunidad y se ausentaba durante semanas. Cuando no era albañil era DJ, no imagino que eso fuera de otra forma. Según me enteré, Borja era bastante bueno. Sin embargo, cuando me mostró lo que hacía, entendí la razón por la que uno debe escuchar aquello hasta las cejas de droga. Pero yo no sé mucho de esa música, de apreciación y todo eso, supongo. Los días que Borja descansaba eran los domingos y los lunes, pero “descansar” no es más que un decir, la cocaína es implacable.
 Busqué trabajo y me encontré con una buena cantidad de ofertas. Trabajo, al parecer, había en todas partes ¿de qué cuernos se quejaba la gente? ¡Ah! Ya me enteraría.
La oferta decía: “Empresa Internacional  y confidencial, recién llegada a la región busca ejecutivos de Marketing” o algo así. El sueldo prometido era bastante.  Llamé y mandé mi curriculum. El puesto, según me dijeron, sería mío con seguridad. Solamente había que ir a una entrevista, por la mañana, en un polígono industrial con un tal señor Bertoluci. ¡Ah, ya me enteraría, sin duda!

lunes, 25 de abril de 2011

Capítulo 27

Segunda Parte: HISTORIA DE UNA VUELTA
“Para no ser los esclavos martirizados del tiempo, embriagaos,
 ¡embriagaros sin cesar!
con vino, poesía o virtud, a vuestra guisa."
Charles Baudelaire
CANTO IV
De resaca en la resaca
 “¿Qué belleza se puede comparar
con la de una cantina
en las primeras horas de la mañana?”
Malcolm Lowry
Levantarse
Hay un momento muy breve, casi imperceptible, un momento que va del abrir los ojos al despertar. Precede a ese otro instante en que nos adueñamos de nosotros mismos, en que despertamos y nos damos cuenta de ello. Podríamos decir que cobramos consciencia, aunque estemos conscientes, o cuando menos ahí. Es un momento parecido al que tenemos cuando nos levantamos en mitad de la noche y abrimos los ojos y nos es imposible saber dónde estamos, hasta que despertamos del todo y nos sacudimos la angustia porque recordamos que esa ocasión dormimos en un lugar ajeno a nosotros. He ahí la clave: recordar.
Salió el sol después del banquete. Abrí los ojos y me deslumbró la luz de la mañana avanzada. Poco necesité para comprender que había dormido en la calle. La mano que me llevé al rostro comprobaba que estaba desfigurado momentáneamente, adoquinado, en una palabra. Me di cuenta de que vestía un traje y una corbata, lo mismo que me había puesto ayer. Ayer…
“¡Piiiiiiiiiiip, Piiiiiiiiiiiip! ¡Muévete cabrón!” sonó un claxon detrás de mí, al tiempo que un conductor ordenaba que me quitara de en medio de la calle.
Aquello me despertó. Recordaba mientras que, desde los aires, un fiero insecto se abalanzó sobre mí. Sujetándose fuertemente a mi cabeza con sus peludas patas, me clavó un filoso aguijón con violencia. El dolor era insoportable, punzante. A tientas fui moviéndome poco a poco. Mientras me arrastraba al otro lado de la calle sentí que la boca se me drenaba, en lugar de lengua tenía un bocado de tierra seca y caliente que me era imposible terminar de escupir. El estomago empezó a arderme en aquel momento, temí una combustión que lo incendiara todo. Finalmente, aún sin poder abrir bien los ojos, salí de la calle.
Mi cartera estaba vacía. No recordaba cuándo pagué lo último que fuera que consumí.
Cada recuerdo brotaba con el dolor de un parto. No tenían orden ni sentido. Había que unir las piezas.
Hubo euforia, mucha: “¡A la puta calle, feliz, al cuerno con ustedes y con todo!” Sí, en efecto eso debía haber venido después de hablar con mis benefactores… les dije que no estaba de acuerdo en algo que ahora no recuerdo…
“Sabes lo que eso significa ¿cierto?” Eso me preguntaron, sí.
“Me echarán seguramente, ¿cierto?” Eso les respondí. Me echaron, lo recordaba.
Lo curioso es que esa parte no me hacía sentir mal, no me sentía ni acongojado ni triste, mucho menos angustiado, por el contrario, estaba aliviado. Excepto por el hambre diría que estaba contento.
Empezaba a acostumbrarme a la luz y distinguí un café, la calle, no estaba lejos de la Plaza España. No estaba lejos de nada y al mismo tiempo me sentía tan distante, lejano pero no sabía bien de qué.
Distinguí y recordé el café del otro lado de la calle, vagamente, pero sí, lo recordaba. Un tipo salió y buscaba algo, a alguien, ¿a mí? Se acercaba, se me acercaba.
“Darío, dónde estabas, joder ¡Qué susto!” me decía, me conocía. Algo balbuceé, no importaba.
“Anda, ven, necesitas comer algo, entra, te ayudo a levantarte.” La providencia en acción.
Me levanté, era un inicio.

jueves, 21 de abril de 2011

Capítulo 26

 ¡Ábrete Sésamo!

El máster llegaba también a su término. Telones por doquier.
Los exámenes finales fueron un éxito rotundo y sonado para todos, para aquellos que estudiaron, para aquellos que hicieron trampa, incluso para aquellos que no los hicieron. No se reprobó a nadie, no había razón aparentemente. La empresa, que habiendo examinado a los estudiantes debía elegir a los más aptos, los mejores, para ocupar las oficinas comerciales de España en el extranjero, empezaría a dar a conocer la lista de sus nominados. Había quienes estaban nerviosos, ¡los inocentes! Porque, al final, en la mayoría de los casos, esa lista se había redactado hacía mucho tiempo.
Funcionarios del gobierno local habían elegido a su gente para sus intereses personales, para hacer negocios en el extranjero, para pagar favores, para lo inimaginable. Todo se había pactado.
Coincidía que por aquellas fechas, el Consejero Delegado de EXVAL, aquel al frente de la empresa, debía solicitar al gobierno el dinero que necesitaría para el próximo año, junto con sus adornados objetivos de exportación, inversión y desarrollo económico.  Siendo empresa y gobierno la misma cosa ¿Quién discreparía? Fue entonces que se aprobaron los presupuestos para el año entrante y el Consejero Delegado, el temido Innombrable, y sus cuarenta ladrones, entraron por última vez a las arcas del Estado. ¡Ábrete Sésamo! Y las encontraron casi vacías. Sin embargo, eso no impidió que se llevaran lo que pudieran, embriagándose con esos postreros tragos que son aún más dulces al saberse los últimos.
Cuando pregunté por Miguel en la empresa, me dijeron que había desaparecido. Nada se sabía de él. Un día, sin decir nada, sencillamente no volvió a la oficina después del almuerzo. Con todo y que eso significara que  lo tendrían que echar, eso seguro. Al parecer no le había importado y creo que ninguno de sus compañeros quería pensar en ello.  ¡Infames! Salí de allí e instintivamente miré a los cielos, como si buscara una respuesta. Sabía que Miguel se había liberado de una vez y para siempre, que los había mandado a todos al cuerno, a su mujer, a su empleo, a su banco, a sus deudas y cuentas e hipoteca y gastos y muebles y auto y moto para el verano y todo saliendo por la ventana para hacerse pedazos, todo. Había renunciado y había cierta tranquilidad en ello. A mí sólo me quedaba la esperanza, sólo me restaba esperar a que su liberación no pendiera de la horca, era todo con lo que podíamos contar.   
La graduación fue un acto aburrido y de mucha pompa. Ahí fuimos todos a meternos, corderos, con nuestras elegantes ropas, a que nos dieran nuestros diplomas. Todos los ex estudiantes lucían satisfechos, tenían que estarlo, pues pasaban a ser empleados. Cualquier discrepancia, la más mínima mueca, y ahí terminaría todo, ¡a la puta calle! Además serían autónomos, claro está, con contratos temporales y esas migajas.
Discursos, discursos, discursos, advertencias, elocuencia corporativa. Se habló mucho y de muchas cosas, pero a nadie pareció importarle, ni siquiera a aquellos que pronunciaban las palabras. El sopor del protocolo era terrible, pero lo prolongado de la lambisconería era aún peor. Los únicos interesados eran los periodistas, sacando fotos y tomando notas.
La ceremonia llegaba a su final pero, como si de un show se tratara, apareció el Consejero Delegado, era una sorpresa. Todos de pie, todos aplaudiendo al Gran Ladrón, nuestro Ronald Biggs, nuestro Madoff, era nuestro Berlusconi después de todo. ¡Bravo! ¡Llévate nuestro dinero!
Sonería, agradecía, aplaudía también, era su circo. Pidió la palabra. Nos sentamos. La prensa preparó sus lápices y sus flashes, todos afinaban las sonrisas y estaban listos para asentir rítmicamente. Finalmente habló: El Innombrable anunciaba, ahí mismo y para sorpresa de muchos, que dejaba el cargo. Gran silencio.
¡Política! Cuestión de matices, cuestión de mensaje, de nuevo había que leer entre líneas a la prensa: Primera, “Me dedicaré al negocio familiar” = “Esto está a punto de irse al carajo y no me va a explotar en las manos.”Y segunda, “Termina una era, un ciclo y hay que dar continuidad con sangre nueva” = “La era que se termina nos la robamos entera, nos la llevamos y dejo a alguien que me cubra las espaldas”. Se terminó.
Pero sabían cómo distraernos: comenzaba la fiesta. Nos aflojamos las corbatas y entramos al banquete de graduación.
Elevamos nuestras copas queriendo alzarlas muy alto, hacerlas nuestro cielo. No hubo fruto que no engulléramos o rechazáramos, estábamos ahí y era todo lo que queríamos saber.
Hicieron traer grandes toneles de vino y una a una llenamos nuestras copas, apurándolas sólo para llenarlas de nuevo. Bebimos hasta la inconsciencia y luego bebimos más.
Buscamos profanar todos los altares, elevarnos en ellos ¡Alabado seas! Éramos lo que bastaba, todo debía estar a nuestro alcance, ¡todo! Desafiar a la vida y comadrear con la muerte estaba a la carta y había que probarlo. ¡Salud, salud, salud!
La noche nos apretó contra su pecho. Embelesados bailamos de nuevo, entre nosotros, sobre nosotros, debajo de nosotros. Nos entregamos a las promesas de infinitud y nuestro canto nos pareció eterno. Se abrió el horizonte reclamándonos cuentas y deudas, pero no importó, empeñamos hasta el último centavo que la hipoteca de nuestra juventud nos había dejado.
Cantábamos y reíamos, brindábamos frenéticos mientras, sin darnos cuenta, se terminó el banquete.
Caímos, no sé a dónde, apretando nuestras manos vacías, sujetando al aire inasible que fue antes nuestra copa, nuestros días, nuestro futuro, nuestras ilusiones. Se acabó.

lunes, 18 de abril de 2011

Capítulo 25

El bar de los locos


“¡Eah, Gilipollas, ah! ¡No me alcanzas, no!  ¡Cencerro, qu’eres un cencerro, tu madre parió un cencerro! ¡Corre, que no me alcanzas, pesetero!” gritó un viejo, mientras salía corriendo del bar. Iba en bata, sin afeitar, el pelo blanco y alborotado y sin muchos dientes. Atravesó la calle y se perdió de vista. Tras él apareció, un hombre gordo, sudando su traje gris, corría preocupado.
“¡Papá! Cagondios, joder. ¡Vuelve, papá!” también se perdió de vista.
Había bastante gente en el bar. Entré y me envolvió el barullo cotidiano de quienes se reúnen. Era curioso que si uno no sabía que ese bar en particular lo frecuentaban los locos del manicomio de enfrente, no era posible sospechar nada, excepto cuando ellos venían en bata o con un enfermero o algo parecido, por su puesto. Pero hoy no era el caso.
Miguel estaba al fondo de la barra. Justo en ese momento, el encargado le ponía una caña mientras hablaban. Entre él y yo había mucha gente, sentados y de pie, el sitio estaba lleno. Miguel me vio, me saludó desde su lugar e hizo señales para que me acercara. Yo me abrí camino hasta él entre aquellos que ocupaban el bar.
“Con permiso, disculpe, con permiso, voy a pasar, disculpen…”
“¿Y si me llamase Prometeo?”
“¡Ah! Pero yo, siendo pobre, sólo tengo mis sueños…”
 “¡Amado sea aquel que tiene chinches, el que lleva zapato roto bajo la lluvia…!”
“Un día los caballos vivirán en las tabernas y las hormigas furiosas atacarán los cielos…”
 “Not with a bang but a whimper… Not with a bank but a whimper… not with a…”
“Otro día veremos la resurrección de las mariposas disecadas…”
 “…para tu libertad bastan mis alas...”
“¡El pasado no ha terminado con nosotros!”
 “Qué tal Darío, siéntate, ¿cómo te va? Ponle una caña Paco ¡pago yo!”
“Gracias Miguel, no es necesario,” le dije, mientras finalmente llegaba hasta donde estaba.
“No digas nada, todavía puedo pagar una caña, por lo menos hoy puedo invitarte, ya mañana… ¡Ala, salud!”
“¿Fuiste al banco? Fíjate Paco, nuestro amigo viene del banco, ¿no le ves la cara de timado que trae?”
“Timado, seguro, ¿es colega tuyo en la empresa?” preguntaba Paco, al tiempo que ponía un vaso de cerveza frente a mí.
“No por mucho Paco, mañana me echan, seguro que me echan, ¡Salud, hijo, amado sea el desempleado que aún llora!” Miguel brindó conmigo. Luego continuó. “No me lo digas, esas sanguijuelas del banco trataron de endilgarte la mar de mierda ¿no es así? Todos terminaremos en la mierda, ya verás, porque se acabará Jauja, lo sabes ¿no? Darío, ¿no lo sabes?”
“¡Eso! Se acaba el banquete, macho, se acaba…” dijo Paco.
De pronto, pasó algo peculiar. Vimos como el rostro de Paco era iluminado, luego se apagaba y volvía a iluminarse. Nos extrañamos. Sucedía que desde el otro extremo de la barra, alguien encendía y apagaba una linterna de mano, era un tipo que parecía muy concentrado. Lo vimos y todos sonreímos.
“Pero, ¿se puede saber qué cojones haces?”
“Busco hombres, Paco, busco hombres…” respondía el tipo.
“Son unos cabrones, ya los estoy oyendo cuando se termine este circo,” decía Miguel, volviendo la atención hacía él.  “¡Uy! Pues usted asumió riesgos… ¿No lo sabía? ¿Nadie le dijo? No me lo creo… ¿Qué dice? ¿Se lo llevó el Euribor a parir sandías? ¡Uy! Seguro que nosotros, su banco de confianza, le advertimos, le avisamos de todo esto… ¡Uy, uy! No me diga y ¿duele mucho parir sandías? Por cierto, va muy retrasado con el pago de la hipoteca de esa casa que… sí, ya no vale ni la mitad de lo que valía, pero usted pactó con nosotros una hipoteca que tiene que pagar… además le quedan… vamos a ver… vamos a ver… sí, solamente treinta y dos años, nada más… y su mensualidad puede subir, no digo que subirá, pero… ¡A la mierda con ellos, joder! ¡Salud!” 
Los escuchaba, bebía, ¿qué pasará cuando el futuro nos alcance? Tengo que estar aquí, tengo que verlo… El final de los tiempos, de estos… ¿Cómo sobrevivir? Hacer de todo, supongo, y vivir para contarlo. Después del banquete, la resaca… me imagino que de eso se trata.
Se me aclaraban las cosas. Pensé en ello, en lo que la crisis destaparía, una cloaca, seguro, pero necesario igual. Madurar era aceptar las consecuencias, con dignidad o como fuera, desfigurado pero ahí, por vez primera responsable.
Me aterró, le pedí algo más fuerte a Paco, Miguel ya estaba bebiéndose un gin tonique.
Bebimos, sentí hambre.
“¿Qué hay de comer para más adelante?” pregunté.
“¿De comer? Veamos. Ya es tarde, sólo quedan cacahuates…” respondió.

jueves, 14 de abril de 2011

Capítulo 24


Las Vegas, España.

Entré en un pub, o cuando menos estaba ambientado como tal. A esa hora la gente bebía café o un Verdejo o una caña. Yo estaba tan aturdido que me hubiera encajado un Brandy, eso si el encargado del lugar no se hubiera tomado la libertad de preguntar “¿una cañita?” mientras la servía, tan pronto como ponía una tapa de jamón y unas aceitunas. Saludé aquella iniciativa con una gran sonrisa.
Estaba sentado en la barra junto a otras personas. Frente a nosotros teníamos una pantalla plana enorme, ahí debían de pasar el fútbol, las carreras, los toros o videos musicales… pero en aquel momento estaba sintonizado el canal de Bloomberg, finanzas por todas partes.
Miré la televisión convertida en un conjunto de luminosas flechas, porcentajes, números. Parecido al canal de la lotería, pero más sofisticado. Hay cientos de cifras que van y vienen, suben y bajan. Las noticias pasan de corrido en una franja inferior y las graficas financieras se mueven a un costado, mientras un hombre pregona la buena nueva del mercado de valores. Según mi sentido común, las flechas para arriba debían ser buenas, para abajo, malas. Los números en rojo, malos seguramente y los números en verde, saludables.
Los tipos que tenía a mí lado contemplaban la pantalla con gran concentración.
“¡Ja! ¿Has visto?” le dijo uno al otro. “Seis puntos arriba y sigue subiendo… y mi esposa decía que había que vender… esto es la leche, macho. Gané... vamos a ver,  seis, doce, menos siete y tres, entre las comisiones de estos… sí, ya está,  ¡2,000 eurazos en lo que va del mes!” 
“Jooooooder Jóse,  pero hazme caso y mete algo en los bonos de Kampuchea. La comisión es mucho más baja,” le respondía el otro.
“Eso, yo tengo puesto mi dinero en el Fondo Glucofilista, a plazos, pero me dan unas comisiones que no veáis…” decía el camarero tras la barra.
La gente jugaba a la bolsa como con los caballos, eran los mismos rostros de los ludópatas frente a las maquinitas. Claro, no parece lo mismo meter moneditas en una tragaperras o apostar por Trueno Infrarrojo en la carrera, que llenarse la boca por participar de la financiación de Iberdrola…  ¿Cómo es que los bancos lo permitían, porqué no lo regulaba el gobierno? Nadie sospechaba nada, pero la casa siempre gana. ¡Como en las Vegas, por amor a Dios!
En ese instante, mi teléfono sonó.
“¿Darío Pontone? Lo comunico con Miguel González, un momento,” decía la voz de una mujer, luego escuché a Miguel. “Darío, qué tal… disculpa por lo de hace un rato ¿tienes la cuenta bancaria, ya? Vamos a vernos. Estoy en un bar, se llama “Autarca”, tomando una caña, te invito, la dirección es…”
Quería pedir la cuenta inmediatamente, pero uno de los camareros del pub echaba a unos chinos que merodeaban una de las tragaperras. Mientras volvía detrás de la barra para cobrarme, iba diciendo:
“No sé cómo lo hacen estos chinos, pero tienen un aparatejo que les dice cuando van a caer las pelas, lo arreglan y ¡BAM! se quedan con la pasta, no hay derecho ¿no os parece?… ¡Se lo quedan todo estos chinos!” En la barra asintieron.
Tenía que tomar un taxi, porque Miguel me había citado algo lejos, en una zona muy buena de Valladolid, residencial, nueva, edificada en una especie de Loma, “Parquesol” le llamaban. El “Autarca” se encontraba a la entrada del barrio, entre dos grandes avenidas. Yo conocía ese bar por el sobrenombre cariñoso de “Bar de locos”, ya que cruzando la calle se encontraba un manicomio.  Los enfermos mentales, los locos, iban en sus ratos libres a beber café o tomar cañas o armar una batalla con municiones de huesos de aceituna. Era un lugar que abría muy temprano, cerraba muy tarde y tenía los precios más baratos de la ciudad, y si me apuro, quizás de España.  Ahí estaba Miguel y ahí me dirigía yo.
Antes de salir, metí una moneda en la máquina tragaperras del pub. No comprendía cómo funcionaba, pero de todas formas lo intenté. Era como si necesitara hacer algo con mi dinero ¡Carajo, por lo menos iba a derrocharlo, ese parecía el destino! Tuve tres intentos. Apreté un botón  y los colores y los nombres y las figuras giraron en todas direcciones. De nuevo el sentido común sobre rojos, verdes, amarillos, diferentes e iguales. Nada. Tampoco la segunda vez o la tercera. Salí de ahí y tomé un taxi.

lunes, 11 de abril de 2011

Capítulo 23

Ese seductor

Estaban ahí para cumplir mis sueños, mis necesidades, mis más íntimos deseos. Los había a la medida y gusto de cualquiera, en todos los colores, de todas regiones, en todos idiomas, sonrientes y encantadores. Elegí uno, cualquiera.
Desde el momento en que entré al banco, todo parecían buenas ideas. Lo habían pensado todo por mí, para mí. ¡Carajo! Había entrado porque necesitaba abrir una cuenta y ya consideraba mi plan de pensiones. Todo en el banco lucía razonable, daba miedo.
Me atendió una agradable señorita, falda ceñida y largas piernas. Tenía un escote hipnótico, una pañoleta alrededor del cuello, largas pestañas, rubia, con un escote… ¿mencioné el escote? Uno se pone nervioso inmediatamente, en un estado de ansiedad, sonriendo como imbécil.  Y es que todo en el banco causa morbo, porque todo parece accesible, sencillo, prometedor: Las tasas de interés, los fondos, los financiamientos, las hipotecas, los créditos con los que me darían mi moto para el verano, un atardecer en mi terraza, el amor tendido en la playa, una familia que parece quererme mucho, que me sonríe desde mi nueva casa. La felicidad en cómodas mensualidades.
Caía en su cuento, porque necesitaba creer en algo, necesitaba seguridad, quería estar tranquilo y estaba allí, tan atractivo todo, tan fácil.
Resultó que mis ahorros podía ponerlos en una cuenta segura, pero miserable. Por poner ahí mi dinero y mi nómina me darían una licuadora de tres tiempos, una postal cada navidad y ganaría en intereses para comprarme cafés todos los domingos ¡Menudo chollo! Uno pregunta si no hay otra cosa, es decir, ¿qué hay de la felicidad? ¿De qué ríen todas esas personas en los anuncios de los bancos, porqué están tan contentas? ¿Esto es todo, no hay más?
“¿Más? Pero claro señor Pontone, ¡claro que hay más, muchísimo más!” decía el sonriente escote bancario. Uno se emociona, sonríe. Ella continúa:
“Puede poner su dinero en otro tipo de fondos, son de mayor riesgo pero mayor rendimiento también… ¿o qué?  ¿Va a decirme que usted no es un hombre… un hombre que toma riesgos, señor Pontone?” Se mordía los labios.
“¿Qué clases de… riesgos?” pregunté, con una sonrisa de imbécil que más vale no recordar.
“Bien, por ejemplo, usted puede doblar su fortuna en pocos meses… comprando bonos de, qué sé yo, Venezuela o Bután, puede hacerse de certificados en diamantes, en plata, en rubíes, en oro ¡nunca baja! Ahora mismo tenemos ofertas en los bonos de Kampuchea ¡Ya no encontrará bonos como estos! Puede comprar deuda dejando su dinero en fondos de JPM, JPG, WC. Ahora bien, usted, sí, usted, puede comprar acciones en la bolsa. ¿No le gustaría decidir dónde poner su dinero?… Es muy fácil, ¡muy fácil! yo misma compro y vendo todo el tiempo, hago con mi dinero lo que quiero… ¿usted no?
“Eh… bueno… yo…”
“Por cierto, señor Pontone, aquí están los papeles, sólo hay que firmarlos… ¡Pero qué bien se ve usted sosteniendo esa pluma señor Pontone! Puede quedársela, por su puesto… qué me dice ¿se animará?
“Bien, bueno… déjeme pensarlo…”
“Decídase pronto señor Pontone… lo estaré esperando…”
Salí de allí un poco aturdido, necesitaba un trago.  Afortunadamente no caminé mucho,  si algo abunda en España son los bancos y los bares ¿Qué cojones había dicho ella? ¿Doblar mi fortuna? ¿Qué fortuna, por amor de Dios?
Recordé aquel cuento que narraba un viejo ciego, gitano de Bohemia, allá lejos, en el Este: “Dice la antigua leyenda que el monstruo atraía a sus víctimas con una especie de hipnosis, no se sabe si de un modo sobrenatural o seduciéndolas con encantos y engaños, pero iban con él, por voluntad propia. El monstruo ocultaba sus colmillos, era elegante, atractivo. Sus víctimas se sentían maravilladas, les hablaba dulcemente, jugaba con ellas, las sorprendía y complacía. Luego, inclinando sus cabezas con caricias y goces, las mordía sin piedad, con gran violencia, y bebía toda su sangre. De eso se alimentaba el muerto vivo, el vampiro, de su sangre…”

jueves, 7 de abril de 2011

Capítulo 22

Sin escapatoria

Todo parecía terminar, y algo nuevo comenzaría. Lo malo era que nadie sabía nada, ninguno queríamos enterarnos.
Me llamaron de la empresa, necesitaba terminar mi proceso, necesitaban que estuviera listo y volver a combinar teoría y práctica. Yo era estudiante, es cierto, pero querían convertirme en becario. Es lo más parecido a cortar las alas a la mariposa. El becario, con su sueldito y su gran labor, levantando la pirámide sin preguntar, sin saber nada, porque lo ponen a uno a hacer por hacer, cavar zanjas para luego taparlas, ¡puro keynesianismo del faraón de turno!
Llegué temprano a la empresa. Introibo ad altare Dei.
“Buenos días, qué tal, buenos días, cómo estás, buen día, qué tal,” nos decíamos en todas direcciones.
“Bien, muchas gracias, bien, estoy bien, gracias,” respondía yo.
“Tirando,” respondían ellos. ¡La virgen! Era para espantarse. Momias parlantes con su estigma: como te ves me vi, como me ves te verás… Daba escalofríos, no parecía haber escapatoria.
Un tal Miguel González iba a ser mi tutor, mi guía, mi Virgilio pidiéndome café y sacar copias y entregar informes y hacerme quedar tan tarde como él, o más, dependiendo su estado de ánimo o su autoestima. Para entonces ya estaba cansado, pero quería llegar al final de todo aquello, no me importaba nada más, ni destino, ni promesas ni porvenires dorados. Había estado en primera fila, cómodo, observándolo todo.
No llegaba el tal Miguel, no llegaba. Como aún era temprano, fui a tomar un café, pensando que Miguel llegaría a las nueve.
Afuera de la empresa, a sus puertas, todos se congregaban para fumar. Echaban humo junto a sus quejas, como dispuestos en una terapia de grupo. Eran en compartir tragedias que se les antojaba normal la existencia, sólo así la aprobaban. Y claro, el cotilleo. Yo, un simple estudiante latinoamericano, en plena metamorfosis por convertirme en un vulgar becario, pasaba desapercibido.
“Qué va tía, ¡cómo se lo monta!… se va a Londres de vacaciones, el fin de semana, y todo lo paga la empresa…”
“Pues es lo que hay.”
“Además de los negocios, sus amigos, todo…”
“No sabes lo que me contó Pili, la de contabilidad, sobre las facturas que llegan de él… y de los lugares que llegan, bueno, bueno, bueno, claro y todos se tienen que callar…”
“Bueno, pero es el jefe, joder, qué esperaban. Hace sus negocios y se da la gran vida, es el concejero delegado,  él puede hacer lo que quiera. Ellos mandan en la Comunidad, joder, no se dan cuenta de que…”
“¡Shshshshs! Sergio, te van a oír, no digas su nombre…”
“Qué me oigan, total, yo creo que esta semana me echan, esta semana sí, seguro que me echan estos cabrones ¡cabrones!…”
Seguí mi camino, pero de nuevo escuchaba hablar de él, de su leyenda, el consejero delegado de EXVAL, El Innombrable.
Llegué hasta el café y lo encontré vacío. Miré en todas direcciones y no encontré ni clientes ni quién lo atendiera. Busqué detrás de la barra, en todas direcciones, nada.  Pensé en estirarme un poco y hacerme de un croissant, y ya estaba con el brazo extendido cuando escuché un gruñido. Grité y salté, al mismo tiempo.
“¡Coño, coño, coño!” gritó una figura que se incorporaba en una de las mesas. No lo había visto porque dormitaba en una especie de cama que se había hecho juntando varias sillas. Ya estaba de pie, llevaba traje y corbata y con las manos buscaba su móvil en todos los bolcillos posibles. “Qué hora es, coño, ¡coño! ¿Qué hora es… sabes qué hora es?”
“Van a dar las nueve, faltan diez minutos,” le dije.
“¡Coño! ¿Dónde está Mari? Joder ¡Mari, Mari!” empezó a gritar, yo me encogí de hombros.
“¡Ahora voy!” gritó alguien detrás de una puerta tras la barra.
“Mari, ¡joder! Se te ha olvidado levantarme… ¡Coño!  He quedado con alguien… y todos me van a ver llegar tarde… ahora sí, me van a echar Mari, ¿qué hago? Me van a echar…” decía, mirándose en un espejo, escupiéndose en la mano y peinándose, arreglándose la corbata, peinándose de nuevo, metiendo bien su camisa debajo del pantalón.
“Tranquilo, ni te van a echar ni leches, tomate este café, anda… No te desperté porque dormías tan bien…” le decía Mari, una mujer mayor. El tipo se bebió el café sin dejar de acicalarse, nos preguntó que si habíamos visto su móvil, la hora de nuevo y se lamentó porque lo iban a echar. Después, de un momento a otro, desapareció. 
Bebí un café y hojeé dos periódicos, sus noticias eran muy parecidas. Había fotos de una manifestación en ambas portadas. Según el periódico de la derecha, en Madrid se habían movilizado millón y medio de personas, según el periódico de la izquierda, apenas habían sido quince mil. El gobierno, sin embargo, zanjaba la cuestión declarando que lo tomaría en cuenta.
Regresé a la empresa y le pregunté a una mujer si habría llegado el tal Miguel González, si lo conocía, por lo menos.
“Llegas tarde, son más de las nueve… así van a echarte pronto…”  me dijo.
“Sí, lo-tomaré-en-cuenta,” le dije, mágica respuesta sin duda. “¿Y, Miguel González?”
“Ese es, ahí, también lo echarán pronto…” me dijo, señalando a un tipo. Mi sorpresa fue mayúscula cuando reconocí al pobre diablo que acababa de ver en el café. Sonreí irremediablemente.
“¿Miguel? Encantado, soy Darío,” le dije.
“Encantado… llegas tarde, si sigues así, van a acabar por echarte pronto,” me dijo sin mirarme. “Lo que tienes que hacer es… a ver, vamos a ver…enciende mi ordenador e imprime mis correos nuevos, todos. Yo voy afuera a fumar y hacer una llamada urgente, muy urgente… me dejé el móvil aquí ayer… ¿vale? Después vas a tener que ir al banco ¿No tienes una cuenta, no? Necesitarás una, tienes que ir y hacerte de una… Ahora vuelvo… ”
Miguel salió. Me senté en su sitio y de inmediato me percaté de que necesitaba la contraseña de su correo, no podía avanzar. Salí, sentí alivio de salir, pero no lo encontré. Di unos pasos, luego me alejé un poco y escuché su voz, estaba doblando la esquina y hablaba por teléfono. Estaba muy concentrado, imposible interrumpir, imposible moverse tampoco.
“Entiéndeme María, ¡hostias!…” decía Miguel al teléfono. “Pero a ti qué te importa, ¿crees que quiero estar en casa? Voy cuando quiera ¿vale?...Ya lo sé, ya lo sé… ¡No me grites, joder! ¡No me grites que yo no te estoy…! gritando, María… sí, sí… ¡Hasta los cojones! Dime, ¿qué vamos a hacer con la hipoteca, los muebles, el coche, toda esa mierda…? …¡Yo qué sé, el puñetero banco y su gerente hijo de puta! ¿Cómo? ¡Le llamo como me da la gana! Empiezo dándole mis ahorros y termina metiéndose en mi cama… es un cabrón, con su sonrisita de imbécil… ¡Un cabrón! ¡A la mierda con el banco y con él! …No seas ridícula, no seas ridícula, no… que no… ¡No, joder! Me cago en…  Que no, joder, que no, que no, ¿estás loca? No me lo… Raúl, hola, qué tal… sí, sí, sí. Quiero hablar con María… pues… no hace falta, no… sí, sí, sí. Venga, vale, hasta luego,” colgó.
Hubo una pausa en que no me decidía a hablarle, él miraba su teléfono y apretaba las mandíbulas, apretaba todo el cuerpo. De repente gritó y dio varios brincos, se puso como un loco:
“¡Me cagó en ti, me cagó en tus muertos, ja’puta! ¡Me cagó en….! ¿Tú?” Por fin se dio cuenta de que ahí estaba yo.
“¿Todo bien?” le dije. No se me ocurrió nada más.
“Pero… ¿Se puede saber qué cojones haces aquí?”
“Necesitaba…” de pronto sonó su teléfono, se quedó mirándolo, luego me miró a mí.
“Anda, vete al puñetero banco…necesitas sacar una cuenta… a ver qué más te sacan esos hijos de puta… ¿Qué esperas, joder? ¡Al banco! ya te veré en la oficina… ¡Espera! Déjales tu número de móvil, para localizarte si salgo o lo que sea…” Miguel contestó su llamada y yo asentí.  
Me fui de ahí.
Al poco tiempo ya estaba caminando por la calle. Apreciaba ese paseo que había ganado por azar, pensaba ir hasta la Plaza Mayor y luego encargarme de elegir un banco. Paré a beber otro café, mientras de largo pasaba la mañana.

lunes, 4 de abril de 2011

Capítulo 21

CANTO III
El diluvio que viene

Cuando hasta tu limpiabotas invierte en bolsa,
es momento de retirarse”
Frase atribuida a J.D. Rockefeller

El barco se hunde

El tiempo era agradable en España, el sol había salido y calentaba. En las terrazas de los restaurantes florecían mesas con sus sillas, rondaba el zumbido de las motocicletas por doquier, los bancos compraban chalets a los enamorados y terminaba el deshielo con las rebajas casi tan pronto como germinaban las nuevas temporadas en todos los escaparates.
¡Sí, señor!, daba gusto andar por la calle, especialmente cuando la gente se abalanzaba sobre todo lo que estuviera abierto. Repletas estaban las tiendas, los cafés, los bares, los bancos.  Parecía un mito eso de los precios, un mero trámite. Todos los días parecía navidad, era una alegría. La gente tomaba la felicidad a manos llenas, la compraban, a crédito, y la cargaban en enormes bolsas que circulaban por todas partes.
Era un medio día esplendido, sábado rebosante en que uno tenía que estar en la calle, gastando, por su puesto. Yo estaba sentado en un café del centro que me gustaba frecuentar. Bebía Vermouth en una terraza y leía en el diario una noticia de lo más divertida: Fernando Martín, dueño de Martinsa Fadesa, una de las inmobiliarias más grandes de España, había sido nombrado “pregonero” de su pueblo-una suerte de honor, supongo - y en la euforia del momento, en pleno discurso, prometía regalar mil euros a todos los de su pueblo, que aunque eran 300, pues hay que sumar. Su público enloquecía, por su puesto. ¡Madre mía!
El lugar donde yo estaba era atendido por cubanas, brasileñas y rumanas, casi todas eran guapas, con un ritmo seductor al moverse, y por más de una se podía perder la cabeza. Yo había trabado amistad con una de ellas, Kailany se llamaba, era  brasileña y llevaba viviendo  diez años de bonanzas económicas en España. Había llegado de Brasil y se había puesto a trabajar desde el primer momento. Era alta, quizá demasiado, con muchas caderas y pechos enormes. Morena y de pelo oscuro, con una mirada felina y unos labios carnosos y rojísimos. Tenía una hija de cinco o seis años, que ya nació española, aunque de padre fugitivo.  Supongo que yo le caía bien porque era el único de sus clientes que estaba malacostumbrado a dejar propina.
Ese día, Kailany estaba muy contenta y quiso compartirlo conmigo. Me contó que ese año abandonaba el trabajo y Valladolid y España y todo. Se iba con su hija a Suiza, a vivir, porque se había hecho de un novio hacía no mucho, un tal Bruno, inversionista de cincuenta años que conoció a Kailany en esos lugares donde se baila salsa. Por supuesto que Bruno= ¡Partidazo! Pero se marchaba de España, por negocios, llevándose también su dinero y a la señorita Kailany, pronto señora de Bruno.
“Así que me voy Darío, tengo que seguir a mi hombre ¿no crees?” decía.
Era de día, es cierto, y el sol brillaba en lo alto, radiante. Pero el horizonte se llenaba de nubes. Pedí otro Vermuth y brindé a la salud de Kailany, luego me volví a mis asuntos. Había que ponerse a pensar qué hacer esa noche y comencé a hacer llamadas. No dejaba de ser sábado y yo aun tenía dinero, debía gastarlo cuanto antes…
En algún momento me despedí de ella, ya no estaría la semana entrante y me apenaba, porque observarla bailar mientras limpiaba mesas y servía tragos lo hacía a uno olvidar lo que fuera que doliese. A Kailany le había ido bien en España y a España le había ido bien con ella, sin embargo, se marchaba. Por entonces no lo percibí, pero era irremediable, muy poquito a poco comenzaba el sálvese quien pueda: el barco se hundía.