Ese seductor
Estaban ahí para cumplir mis sueños, mis necesidades, mis más íntimos deseos. Los había a la medida y gusto de cualquiera, en todos los colores, de todas regiones, en todos idiomas, sonrientes y encantadores. Elegí uno, cualquiera.
Desde el momento en que entré al banco, todo parecían buenas ideas. Lo habían pensado todo por mí, para mí. ¡Carajo! Había entrado porque necesitaba abrir una cuenta y ya consideraba mi plan de pensiones. Todo en el banco lucía razonable, daba miedo.
Me atendió una agradable señorita, falda ceñida y largas piernas. Tenía un escote hipnótico, una pañoleta alrededor del cuello, largas pestañas, rubia, con un escote… ¿mencioné el escote? Uno se pone nervioso inmediatamente, en un estado de ansiedad, sonriendo como imbécil. Y es que todo en el banco causa morbo, porque todo parece accesible, sencillo, prometedor: Las tasas de interés, los fondos, los financiamientos, las hipotecas, los créditos con los que me darían mi moto para el verano, un atardecer en mi terraza, el amor tendido en la playa, una familia que parece quererme mucho, que me sonríe desde mi nueva casa. La felicidad en cómodas mensualidades.
Caía en su cuento, porque necesitaba creer en algo, necesitaba seguridad, quería estar tranquilo y estaba allí, tan atractivo todo, tan fácil.
Resultó que mis ahorros podía ponerlos en una cuenta segura, pero miserable. Por poner ahí mi dinero y mi nómina me darían una licuadora de tres tiempos, una postal cada navidad y ganaría en intereses para comprarme cafés todos los domingos ¡Menudo chollo! Uno pregunta si no hay otra cosa, es decir, ¿qué hay de la felicidad? ¿De qué ríen todas esas personas en los anuncios de los bancos, porqué están tan contentas? ¿Esto es todo, no hay más?
“¿Más? Pero claro señor Pontone, ¡claro que hay más, muchísimo más!” decía el sonriente escote bancario. Uno se emociona, sonríe. Ella continúa:
“Puede poner su dinero en otro tipo de fondos, son de mayor riesgo pero mayor rendimiento también… ¿o qué? ¿Va a decirme que usted no es un hombre… un hombre que toma riesgos, señor Pontone?” Se mordía los labios.
“¿Qué clases de… riesgos?” pregunté, con una sonrisa de imbécil que más vale no recordar.
“Bien, por ejemplo, usted puede doblar su fortuna en pocos meses… comprando bonos de, qué sé yo, Venezuela o Bután, puede hacerse de certificados en diamantes, en plata, en rubíes, en oro ¡nunca baja! Ahora mismo tenemos ofertas en los bonos de Kampuchea ¡Ya no encontrará bonos como estos! Puede comprar deuda dejando su dinero en fondos de JPM, JPG, WC. Ahora bien, usted, sí, usted, puede comprar acciones en la bolsa. ¿No le gustaría decidir dónde poner su dinero?… Es muy fácil, ¡muy fácil! yo misma compro y vendo todo el tiempo, hago con mi dinero lo que quiero… ¿usted no?
“Eh… bueno… yo…”
“Por cierto, señor Pontone, aquí están los papeles, sólo hay que firmarlos… ¡Pero qué bien se ve usted sosteniendo esa pluma señor Pontone! Puede quedársela, por su puesto… qué me dice ¿se animará?
“Bien, bueno… déjeme pensarlo…”
“Decídase pronto señor Pontone… lo estaré esperando…”
Salí de allí un poco aturdido, necesitaba un trago. Afortunadamente no caminé mucho, si algo abunda en España son los bancos y los bares ¿Qué cojones había dicho ella? ¿Doblar mi fortuna? ¿Qué fortuna, por amor de Dios?
Recordé aquel cuento que narraba un viejo ciego, gitano de Bohemia, allá lejos, en el Este: “Dice la antigua leyenda que el monstruo atraía a sus víctimas con una especie de hipnosis, no se sabe si de un modo sobrenatural o seduciéndolas con encantos y engaños, pero iban con él, por voluntad propia. El monstruo ocultaba sus colmillos, era elegante, atractivo. Sus víctimas se sentían maravilladas, les hablaba dulcemente, jugaba con ellas, las sorprendía y complacía. Luego, inclinando sus cabezas con caricias y goces, las mordía sin piedad, con gran violencia, y bebía toda su sangre. De eso se alimentaba el muerto vivo, el vampiro, de su sangre…”