¡Ábrete Sésamo!
El máster llegaba también a su término. Telones por doquier.
Los exámenes finales fueron un éxito rotundo y sonado para todos, para aquellos que estudiaron, para aquellos que hicieron trampa, incluso para aquellos que no los hicieron. No se reprobó a nadie, no había razón aparentemente. La empresa, que habiendo examinado a los estudiantes debía elegir a los más aptos, los mejores, para ocupar las oficinas comerciales de España en el extranjero, empezaría a dar a conocer la lista de sus nominados. Había quienes estaban nerviosos, ¡los inocentes! Porque, al final, en la mayoría de los casos, esa lista se había redactado hacía mucho tiempo.
Funcionarios del gobierno local habían elegido a su gente para sus intereses personales, para hacer negocios en el extranjero, para pagar favores, para lo inimaginable. Todo se había pactado.
Coincidía que por aquellas fechas, el Consejero Delegado de EXVAL, aquel al frente de la empresa, debía solicitar al gobierno el dinero que necesitaría para el próximo año, junto con sus adornados objetivos de exportación, inversión y desarrollo económico. Siendo empresa y gobierno la misma cosa ¿Quién discreparía? Fue entonces que se aprobaron los presupuestos para el año entrante y el Consejero Delegado, el temido Innombrable, y sus cuarenta ladrones, entraron por última vez a las arcas del Estado. ¡Ábrete Sésamo! Y las encontraron casi vacías. Sin embargo, eso no impidió que se llevaran lo que pudieran, embriagándose con esos postreros tragos que son aún más dulces al saberse los últimos.
Cuando pregunté por Miguel en la empresa, me dijeron que había desaparecido. Nada se sabía de él. Un día, sin decir nada, sencillamente no volvió a la oficina después del almuerzo. Con todo y que eso significara que lo tendrían que echar, eso seguro. Al parecer no le había importado y creo que ninguno de sus compañeros quería pensar en ello. ¡Infames! Salí de allí e instintivamente miré a los cielos, como si buscara una respuesta. Sabía que Miguel se había liberado de una vez y para siempre, que los había mandado a todos al cuerno, a su mujer, a su empleo, a su banco, a sus deudas y cuentas e hipoteca y gastos y muebles y auto y moto para el verano y todo saliendo por la ventana para hacerse pedazos, todo. Había renunciado y había cierta tranquilidad en ello. A mí sólo me quedaba la esperanza, sólo me restaba esperar a que su liberación no pendiera de la horca, era todo con lo que podíamos contar.
La graduación fue un acto aburrido y de mucha pompa. Ahí fuimos todos a meternos, corderos, con nuestras elegantes ropas, a que nos dieran nuestros diplomas. Todos los ex estudiantes lucían satisfechos, tenían que estarlo, pues pasaban a ser empleados. Cualquier discrepancia, la más mínima mueca, y ahí terminaría todo, ¡a la puta calle! Además serían autónomos, claro está, con contratos temporales y esas migajas.
Discursos, discursos, discursos, advertencias, elocuencia corporativa. Se habló mucho y de muchas cosas, pero a nadie pareció importarle, ni siquiera a aquellos que pronunciaban las palabras. El sopor del protocolo era terrible, pero lo prolongado de la lambisconería era aún peor. Los únicos interesados eran los periodistas, sacando fotos y tomando notas.
La ceremonia llegaba a su final pero, como si de un show se tratara, apareció el Consejero Delegado, era una sorpresa. Todos de pie, todos aplaudiendo al Gran Ladrón, nuestro Ronald Biggs, nuestro Madoff, era nuestro Berlusconi después de todo. ¡Bravo! ¡Llévate nuestro dinero!
Sonería, agradecía, aplaudía también, era su circo. Pidió la palabra. Nos sentamos. La prensa preparó sus lápices y sus flashes, todos afinaban las sonrisas y estaban listos para asentir rítmicamente. Finalmente habló: El Innombrable anunciaba, ahí mismo y para sorpresa de muchos, que dejaba el cargo. Gran silencio.
¡Política! Cuestión de matices, cuestión de mensaje, de nuevo había que leer entre líneas a la prensa: Primera, “Me dedicaré al negocio familiar” = “Esto está a punto de irse al carajo y no me va a explotar en las manos.”Y segunda, “Termina una era, un ciclo y hay que dar continuidad con sangre nueva” = “La era que se termina nos la robamos entera, nos la llevamos y dejo a alguien que me cubra las espaldas”. Se terminó.
Pero sabían cómo distraernos: comenzaba la fiesta. Nos aflojamos las corbatas y entramos al banquete de graduación.
Elevamos nuestras copas queriendo alzarlas muy alto, hacerlas nuestro cielo. No hubo fruto que no engulléramos o rechazáramos, estábamos ahí y era todo lo que queríamos saber.
Hicieron traer grandes toneles de vino y una a una llenamos nuestras copas, apurándolas sólo para llenarlas de nuevo. Bebimos hasta la inconsciencia y luego bebimos más.
Buscamos profanar todos los altares, elevarnos en ellos ¡Alabado seas! Éramos lo que bastaba, todo debía estar a nuestro alcance, ¡todo! Desafiar a la vida y comadrear con la muerte estaba a la carta y había que probarlo. ¡Salud, salud, salud!
La noche nos apretó contra su pecho. Embelesados bailamos de nuevo, entre nosotros, sobre nosotros, debajo de nosotros. Nos entregamos a las promesas de infinitud y nuestro canto nos pareció eterno. Se abrió el horizonte reclamándonos cuentas y deudas, pero no importó, empeñamos hasta el último centavo que la hipoteca de nuestra juventud nos había dejado.
Cantábamos y reíamos, brindábamos frenéticos mientras, sin darnos cuenta, se terminó el banquete.
Caímos, no sé a dónde, apretando nuestras manos vacías, sujetando al aire inasible que fue antes nuestra copa, nuestros días, nuestro futuro, nuestras ilusiones. Se acabó.