Sin escapatoria
Todo parecía terminar, y algo nuevo comenzaría. Lo malo era que nadie sabía nada, ninguno queríamos enterarnos.
Me llamaron de la empresa, necesitaba terminar mi proceso, necesitaban que estuviera listo y volver a combinar teoría y práctica. Yo era estudiante, es cierto, pero querían convertirme en becario. Es lo más parecido a cortar las alas a la mariposa. El becario, con su sueldito y su gran labor, levantando la pirámide sin preguntar, sin saber nada, porque lo ponen a uno a hacer por hacer, cavar zanjas para luego taparlas, ¡puro keynesianismo del faraón de turno!
Llegué temprano a la empresa. Introibo ad altare Dei.
“Buenos días, qué tal, buenos días, cómo estás, buen día, qué tal,” nos decíamos en todas direcciones.
“Bien, muchas gracias, bien, estoy bien, gracias,” respondía yo.
“Tirando,” respondían ellos. ¡La virgen! Era para espantarse. Momias parlantes con su estigma: como te ves me vi, como me ves te verás… Daba escalofríos, no parecía haber escapatoria.
Un tal Miguel González iba a ser mi tutor, mi guía, mi Virgilio pidiéndome café y sacar copias y entregar informes y hacerme quedar tan tarde como él, o más, dependiendo su estado de ánimo o su autoestima. Para entonces ya estaba cansado, pero quería llegar al final de todo aquello, no me importaba nada más, ni destino, ni promesas ni porvenires dorados. Había estado en primera fila, cómodo, observándolo todo.
No llegaba el tal Miguel, no llegaba. Como aún era temprano, fui a tomar un café, pensando que Miguel llegaría a las nueve.
Afuera de la empresa, a sus puertas, todos se congregaban para fumar. Echaban humo junto a sus quejas, como dispuestos en una terapia de grupo. Eran en compartir tragedias que se les antojaba normal la existencia, sólo así la aprobaban. Y claro, el cotilleo. Yo, un simple estudiante latinoamericano, en plena metamorfosis por convertirme en un vulgar becario, pasaba desapercibido.
“Qué va tía, ¡cómo se lo monta!… se va a Londres de vacaciones, el fin de semana, y todo lo paga la empresa…”
“Pues es lo que hay.”
“Además de los negocios, sus amigos, todo…”
“No sabes lo que me contó Pili, la de contabilidad, sobre las facturas que llegan de él… y de los lugares que llegan, bueno, bueno, bueno, claro y todos se tienen que callar…”
“Bueno, pero es el jefe, joder, qué esperaban. Hace sus negocios y se da la gran vida, es el concejero delegado, él puede hacer lo que quiera. Ellos mandan en la Comunidad, joder, no se dan cuenta de que…”
“¡Shshshshs! Sergio, te van a oír, no digas su nombre…”
“Qué me oigan, total, yo creo que esta semana me echan, esta semana sí, seguro que me echan estos cabrones ¡cabrones!…”
Seguí mi camino, pero de nuevo escuchaba hablar de él, de su leyenda, el consejero delegado de EXVAL, El Innombrable.
Llegué hasta el café y lo encontré vacío. Miré en todas direcciones y no encontré ni clientes ni quién lo atendiera. Busqué detrás de la barra, en todas direcciones, nada. Pensé en estirarme un poco y hacerme de un croissant, y ya estaba con el brazo extendido cuando escuché un gruñido. Grité y salté, al mismo tiempo.
“¡Coño, coño, coño!” gritó una figura que se incorporaba en una de las mesas. No lo había visto porque dormitaba en una especie de cama que se había hecho juntando varias sillas. Ya estaba de pie, llevaba traje y corbata y con las manos buscaba su móvil en todos los bolcillos posibles. “Qué hora es, coño, ¡coño! ¿Qué hora es… sabes qué hora es?”
“Van a dar las nueve, faltan diez minutos,” le dije.
“¡Coño! ¿Dónde está Mari? Joder ¡Mari, Mari!” empezó a gritar, yo me encogí de hombros.
“¡Ahora voy!” gritó alguien detrás de una puerta tras la barra.
“Mari, ¡joder! Se te ha olvidado levantarme… ¡Coño! He quedado con alguien… y todos me van a ver llegar tarde… ahora sí, me van a echar Mari, ¿qué hago? Me van a echar…” decía, mirándose en un espejo, escupiéndose en la mano y peinándose, arreglándose la corbata, peinándose de nuevo, metiendo bien su camisa debajo del pantalón.
“Tranquilo, ni te van a echar ni leches, tomate este café, anda… No te desperté porque dormías tan bien…” le decía Mari, una mujer mayor. El tipo se bebió el café sin dejar de acicalarse, nos preguntó que si habíamos visto su móvil, la hora de nuevo y se lamentó porque lo iban a echar. Después, de un momento a otro, desapareció.
Bebí un café y hojeé dos periódicos, sus noticias eran muy parecidas. Había fotos de una manifestación en ambas portadas. Según el periódico de la derecha, en Madrid se habían movilizado millón y medio de personas, según el periódico de la izquierda, apenas habían sido quince mil. El gobierno, sin embargo, zanjaba la cuestión declarando que lo tomaría en cuenta.
Regresé a la empresa y le pregunté a una mujer si habría llegado el tal Miguel González, si lo conocía, por lo menos.
“Llegas tarde, son más de las nueve… así van a echarte pronto…” me dijo.
“Sí, lo-tomaré-en-cuenta,” le dije, mágica respuesta sin duda. “¿Y, Miguel González?”
“Ese es, ahí, también lo echarán pronto…” me dijo, señalando a un tipo. Mi sorpresa fue mayúscula cuando reconocí al pobre diablo que acababa de ver en el café. Sonreí irremediablemente.
“¿Miguel? Encantado, soy Darío,” le dije.
“Encantado… llegas tarde, si sigues así, van a acabar por echarte pronto,” me dijo sin mirarme. “Lo que tienes que hacer es… a ver, vamos a ver…enciende mi ordenador e imprime mis correos nuevos, todos. Yo voy afuera a fumar y hacer una llamada urgente, muy urgente… me dejé el móvil aquí ayer… ¿vale? Después vas a tener que ir al banco ¿No tienes una cuenta, no? Necesitarás una, tienes que ir y hacerte de una… Ahora vuelvo… ”
Miguel salió. Me senté en su sitio y de inmediato me percaté de que necesitaba la contraseña de su correo, no podía avanzar. Salí, sentí alivio de salir, pero no lo encontré. Di unos pasos, luego me alejé un poco y escuché su voz, estaba doblando la esquina y hablaba por teléfono. Estaba muy concentrado, imposible interrumpir, imposible moverse tampoco.
“Entiéndeme María, ¡hostias!…” decía Miguel al teléfono. “Pero a ti qué te importa, ¿crees que quiero estar en casa? Voy cuando quiera ¿vale?...Ya lo sé, ya lo sé… ¡No me grites, joder! ¡No me grites que yo no te estoy…! gritando, María… sí, sí… ¡Hasta los cojones! Dime, ¿qué vamos a hacer con la hipoteca, los muebles, el coche, toda esa mierda…? …¡Yo qué sé, el puñetero banco y su gerente hijo de puta! ¿Cómo? ¡Le llamo como me da la gana! Empiezo dándole mis ahorros y termina metiéndose en mi cama… es un cabrón, con su sonrisita de imbécil… ¡Un cabrón! ¡A la mierda con el banco y con él! …No seas ridícula, no seas ridícula, no… que no… ¡No, joder! Me cago en… Que no, joder, que no, que no, ¿estás loca? No me lo… Raúl, hola, qué tal… sí, sí, sí. Quiero hablar con María… pues… no hace falta, no… sí, sí, sí. Venga, vale, hasta luego,” colgó.
Hubo una pausa en que no me decidía a hablarle, él miraba su teléfono y apretaba las mandíbulas, apretaba todo el cuerpo. De repente gritó y dio varios brincos, se puso como un loco:
“¡Me cagó en ti, me cagó en tus muertos, ja’puta! ¡Me cagó en….! ¿Tú?” Por fin se dio cuenta de que ahí estaba yo.
“¿Todo bien?” le dije. No se me ocurrió nada más.
“Pero… ¿Se puede saber qué cojones haces aquí?”
“Necesitaba…” de pronto sonó su teléfono, se quedó mirándolo, luego me miró a mí.
“Anda, vete al puñetero banco…necesitas sacar una cuenta… a ver qué más te sacan esos hijos de puta… ¿Qué esperas, joder? ¡Al banco! ya te veré en la oficina… ¡Espera! Déjales tu número de móvil, para localizarte si salgo o lo que sea…” Miguel contestó su llamada y yo asentí.
Me fui de ahí.
Al poco tiempo ya estaba caminando por la calle. Apreciaba ese paseo que había ganado por azar, pensaba ir hasta la Plaza Mayor y luego encargarme de elegir un banco. Paré a beber otro café, mientras de largo pasaba la mañana.