CANTO III
El diluvio que viene
“Cuando hasta tu limpiabotas invierte en bolsa,
es momento de retirarse”
Frase atribuida a J.D. Rockefeller
El barco se hunde
El tiempo era agradable en España, el sol había salido y calentaba. En las terrazas de los restaurantes florecían mesas con sus sillas, rondaba el zumbido de las motocicletas por doquier, los bancos compraban chalets a los enamorados y terminaba el deshielo con las rebajas casi tan pronto como germinaban las nuevas temporadas en todos los escaparates.
¡Sí, señor!, daba gusto andar por la calle, especialmente cuando la gente se abalanzaba sobre todo lo que estuviera abierto. Repletas estaban las tiendas, los cafés, los bares, los bancos. Parecía un mito eso de los precios, un mero trámite. Todos los días parecía navidad, era una alegría. La gente tomaba la felicidad a manos llenas, la compraban, a crédito, y la cargaban en enormes bolsas que circulaban por todas partes.
Era un medio día esplendido, sábado rebosante en que uno tenía que estar en la calle, gastando, por su puesto. Yo estaba sentado en un café del centro que me gustaba frecuentar. Bebía Vermouth en una terraza y leía en el diario una noticia de lo más divertida: Fernando Martín, dueño de Martinsa Fadesa, una de las inmobiliarias más grandes de España, había sido nombrado “pregonero” de su pueblo-una suerte de honor, supongo - y en la euforia del momento, en pleno discurso, prometía regalar mil euros a todos los de su pueblo, que aunque eran 300, pues hay que sumar. Su público enloquecía, por su puesto. ¡Madre mía!
El lugar donde yo estaba era atendido por cubanas, brasileñas y rumanas, casi todas eran guapas, con un ritmo seductor al moverse, y por más de una se podía perder la cabeza. Yo había trabado amistad con una de ellas, Kailany se llamaba, era brasileña y llevaba viviendo diez años de bonanzas económicas en España. Había llegado de Brasil y se había puesto a trabajar desde el primer momento. Era alta, quizá demasiado, con muchas caderas y pechos enormes. Morena y de pelo oscuro, con una mirada felina y unos labios carnosos y rojísimos. Tenía una hija de cinco o seis años, que ya nació española, aunque de padre fugitivo. Supongo que yo le caía bien porque era el único de sus clientes que estaba malacostumbrado a dejar propina.
Ese día, Kailany estaba muy contenta y quiso compartirlo conmigo. Me contó que ese año abandonaba el trabajo y Valladolid y España y todo. Se iba con su hija a Suiza, a vivir, porque se había hecho de un novio hacía no mucho, un tal Bruno, inversionista de cincuenta años que conoció a Kailany en esos lugares donde se baila salsa. Por supuesto que Bruno= ¡Partidazo! Pero se marchaba de España, por negocios, llevándose también su dinero y a la señorita Kailany, pronto señora de Bruno.
“Así que me voy Darío, tengo que seguir a mi hombre ¿no crees?” decía.
Era de día, es cierto, y el sol brillaba en lo alto, radiante. Pero el horizonte se llenaba de nubes. Pedí otro Vermuth y brindé a la salud de Kailany, luego me volví a mis asuntos. Había que ponerse a pensar qué hacer esa noche y comencé a hacer llamadas. No dejaba de ser sábado y yo aun tenía dinero, debía gastarlo cuanto antes…
En algún momento me despedí de ella, ya no estaría la semana entrante y me apenaba, porque observarla bailar mientras limpiaba mesas y servía tragos lo hacía a uno olvidar lo que fuera que doliese. A Kailany le había ido bien en España y a España le había ido bien con ella, sin embargo, se marchaba. Por entonces no lo percibí, pero era irremediable, muy poquito a poco comenzaba el sálvese quien pueda: el barco se hundía.