lunes, 18 de abril de 2011

Capítulo 25

El bar de los locos


“¡Eah, Gilipollas, ah! ¡No me alcanzas, no!  ¡Cencerro, qu’eres un cencerro, tu madre parió un cencerro! ¡Corre, que no me alcanzas, pesetero!” gritó un viejo, mientras salía corriendo del bar. Iba en bata, sin afeitar, el pelo blanco y alborotado y sin muchos dientes. Atravesó la calle y se perdió de vista. Tras él apareció, un hombre gordo, sudando su traje gris, corría preocupado.
“¡Papá! Cagondios, joder. ¡Vuelve, papá!” también se perdió de vista.
Había bastante gente en el bar. Entré y me envolvió el barullo cotidiano de quienes se reúnen. Era curioso que si uno no sabía que ese bar en particular lo frecuentaban los locos del manicomio de enfrente, no era posible sospechar nada, excepto cuando ellos venían en bata o con un enfermero o algo parecido, por su puesto. Pero hoy no era el caso.
Miguel estaba al fondo de la barra. Justo en ese momento, el encargado le ponía una caña mientras hablaban. Entre él y yo había mucha gente, sentados y de pie, el sitio estaba lleno. Miguel me vio, me saludó desde su lugar e hizo señales para que me acercara. Yo me abrí camino hasta él entre aquellos que ocupaban el bar.
“Con permiso, disculpe, con permiso, voy a pasar, disculpen…”
“¿Y si me llamase Prometeo?”
“¡Ah! Pero yo, siendo pobre, sólo tengo mis sueños…”
 “¡Amado sea aquel que tiene chinches, el que lleva zapato roto bajo la lluvia…!”
“Un día los caballos vivirán en las tabernas y las hormigas furiosas atacarán los cielos…”
 “Not with a bang but a whimper… Not with a bank but a whimper… not with a…”
“Otro día veremos la resurrección de las mariposas disecadas…”
 “…para tu libertad bastan mis alas...”
“¡El pasado no ha terminado con nosotros!”
 “Qué tal Darío, siéntate, ¿cómo te va? Ponle una caña Paco ¡pago yo!”
“Gracias Miguel, no es necesario,” le dije, mientras finalmente llegaba hasta donde estaba.
“No digas nada, todavía puedo pagar una caña, por lo menos hoy puedo invitarte, ya mañana… ¡Ala, salud!”
“¿Fuiste al banco? Fíjate Paco, nuestro amigo viene del banco, ¿no le ves la cara de timado que trae?”
“Timado, seguro, ¿es colega tuyo en la empresa?” preguntaba Paco, al tiempo que ponía un vaso de cerveza frente a mí.
“No por mucho Paco, mañana me echan, seguro que me echan, ¡Salud, hijo, amado sea el desempleado que aún llora!” Miguel brindó conmigo. Luego continuó. “No me lo digas, esas sanguijuelas del banco trataron de endilgarte la mar de mierda ¿no es así? Todos terminaremos en la mierda, ya verás, porque se acabará Jauja, lo sabes ¿no? Darío, ¿no lo sabes?”
“¡Eso! Se acaba el banquete, macho, se acaba…” dijo Paco.
De pronto, pasó algo peculiar. Vimos como el rostro de Paco era iluminado, luego se apagaba y volvía a iluminarse. Nos extrañamos. Sucedía que desde el otro extremo de la barra, alguien encendía y apagaba una linterna de mano, era un tipo que parecía muy concentrado. Lo vimos y todos sonreímos.
“Pero, ¿se puede saber qué cojones haces?”
“Busco hombres, Paco, busco hombres…” respondía el tipo.
“Son unos cabrones, ya los estoy oyendo cuando se termine este circo,” decía Miguel, volviendo la atención hacía él.  “¡Uy! Pues usted asumió riesgos… ¿No lo sabía? ¿Nadie le dijo? No me lo creo… ¿Qué dice? ¿Se lo llevó el Euribor a parir sandías? ¡Uy! Seguro que nosotros, su banco de confianza, le advertimos, le avisamos de todo esto… ¡Uy, uy! No me diga y ¿duele mucho parir sandías? Por cierto, va muy retrasado con el pago de la hipoteca de esa casa que… sí, ya no vale ni la mitad de lo que valía, pero usted pactó con nosotros una hipoteca que tiene que pagar… además le quedan… vamos a ver… vamos a ver… sí, solamente treinta y dos años, nada más… y su mensualidad puede subir, no digo que subirá, pero… ¡A la mierda con ellos, joder! ¡Salud!” 
Los escuchaba, bebía, ¿qué pasará cuando el futuro nos alcance? Tengo que estar aquí, tengo que verlo… El final de los tiempos, de estos… ¿Cómo sobrevivir? Hacer de todo, supongo, y vivir para contarlo. Después del banquete, la resaca… me imagino que de eso se trata.
Se me aclaraban las cosas. Pensé en ello, en lo que la crisis destaparía, una cloaca, seguro, pero necesario igual. Madurar era aceptar las consecuencias, con dignidad o como fuera, desfigurado pero ahí, por vez primera responsable.
Me aterró, le pedí algo más fuerte a Paco, Miguel ya estaba bebiéndose un gin tonique.
Bebimos, sentí hambre.
“¿Qué hay de comer para más adelante?” pregunté.
“¿De comer? Veamos. Ya es tarde, sólo quedan cacahuates…” respondió.