Segunda Parte: HISTORIA DE UNA VUELTA
“Para no ser los esclavos martirizados del tiempo, embriagaos,
¡embriagaros sin cesar!
con vino, poesía o virtud, a vuestra guisa."
Charles Baudelaire
CANTO IV
De resaca en la resaca
“¿Qué belleza se puede comparar
con la de una cantina
en las primeras horas de la mañana?”
Malcolm Lowry
Levantarse
Hay un momento muy breve, casi imperceptible, un momento que va del abrir los ojos al despertar. Precede a ese otro instante en que nos adueñamos de nosotros mismos, en que despertamos y nos damos cuenta de ello. Podríamos decir que cobramos consciencia, aunque estemos conscientes, o cuando menos ahí. Es un momento parecido al que tenemos cuando nos levantamos en mitad de la noche y abrimos los ojos y nos es imposible saber dónde estamos, hasta que despertamos del todo y nos sacudimos la angustia porque recordamos que esa ocasión dormimos en un lugar ajeno a nosotros. He ahí la clave: recordar.
Salió el sol después del banquete. Abrí los ojos y me deslumbró la luz de la mañana avanzada. Poco necesité para comprender que había dormido en la calle. La mano que me llevé al rostro comprobaba que estaba desfigurado momentáneamente, adoquinado, en una palabra. Me di cuenta de que vestía un traje y una corbata, lo mismo que me había puesto ayer. Ayer…
“¡Piiiiiiiiiiip, Piiiiiiiiiiiip! ¡Muévete cabrón!” sonó un claxon detrás de mí, al tiempo que un conductor ordenaba que me quitara de en medio de la calle.
Aquello me despertó. Recordaba mientras que, desde los aires, un fiero insecto se abalanzó sobre mí. Sujetándose fuertemente a mi cabeza con sus peludas patas, me clavó un filoso aguijón con violencia. El dolor era insoportable, punzante. A tientas fui moviéndome poco a poco. Mientras me arrastraba al otro lado de la calle sentí que la boca se me drenaba, en lugar de lengua tenía un bocado de tierra seca y caliente que me era imposible terminar de escupir. El estomago empezó a arderme en aquel momento, temí una combustión que lo incendiara todo. Finalmente, aún sin poder abrir bien los ojos, salí de la calle.
Mi cartera estaba vacía. No recordaba cuándo pagué lo último que fuera que consumí.
Cada recuerdo brotaba con el dolor de un parto. No tenían orden ni sentido. Había que unir las piezas.
Hubo euforia, mucha: “¡A la puta calle, feliz, al cuerno con ustedes y con todo!” Sí, en efecto eso debía haber venido después de hablar con mis benefactores… les dije que no estaba de acuerdo en algo que ahora no recuerdo…
“Sabes lo que eso significa ¿cierto?” Eso me preguntaron, sí.
“Me echarán seguramente, ¿cierto?” Eso les respondí. Me echaron, lo recordaba.
Lo curioso es que esa parte no me hacía sentir mal, no me sentía ni acongojado ni triste, mucho menos angustiado, por el contrario, estaba aliviado. Excepto por el hambre diría que estaba contento.
Empezaba a acostumbrarme a la luz y distinguí un café, la calle, no estaba lejos de la Plaza España. No estaba lejos de nada y al mismo tiempo me sentía tan distante, lejano pero no sabía bien de qué.
Distinguí y recordé el café del otro lado de la calle, vagamente, pero sí, lo recordaba. Un tipo salió y buscaba algo, a alguien, ¿a mí? Se acercaba, se me acercaba.
“Darío, dónde estabas, joder ¡Qué susto!” me decía, me conocía. Algo balbuceé, no importaba.
“Anda, ven, necesitas comer algo, entra, te ayudo a levantarte.” La providencia en acción.
Me levanté, era un inicio.