jueves, 14 de abril de 2011

Capítulo 24


Las Vegas, España.

Entré en un pub, o cuando menos estaba ambientado como tal. A esa hora la gente bebía café o un Verdejo o una caña. Yo estaba tan aturdido que me hubiera encajado un Brandy, eso si el encargado del lugar no se hubiera tomado la libertad de preguntar “¿una cañita?” mientras la servía, tan pronto como ponía una tapa de jamón y unas aceitunas. Saludé aquella iniciativa con una gran sonrisa.
Estaba sentado en la barra junto a otras personas. Frente a nosotros teníamos una pantalla plana enorme, ahí debían de pasar el fútbol, las carreras, los toros o videos musicales… pero en aquel momento estaba sintonizado el canal de Bloomberg, finanzas por todas partes.
Miré la televisión convertida en un conjunto de luminosas flechas, porcentajes, números. Parecido al canal de la lotería, pero más sofisticado. Hay cientos de cifras que van y vienen, suben y bajan. Las noticias pasan de corrido en una franja inferior y las graficas financieras se mueven a un costado, mientras un hombre pregona la buena nueva del mercado de valores. Según mi sentido común, las flechas para arriba debían ser buenas, para abajo, malas. Los números en rojo, malos seguramente y los números en verde, saludables.
Los tipos que tenía a mí lado contemplaban la pantalla con gran concentración.
“¡Ja! ¿Has visto?” le dijo uno al otro. “Seis puntos arriba y sigue subiendo… y mi esposa decía que había que vender… esto es la leche, macho. Gané... vamos a ver,  seis, doce, menos siete y tres, entre las comisiones de estos… sí, ya está,  ¡2,000 eurazos en lo que va del mes!” 
“Jooooooder Jóse,  pero hazme caso y mete algo en los bonos de Kampuchea. La comisión es mucho más baja,” le respondía el otro.
“Eso, yo tengo puesto mi dinero en el Fondo Glucofilista, a plazos, pero me dan unas comisiones que no veáis…” decía el camarero tras la barra.
La gente jugaba a la bolsa como con los caballos, eran los mismos rostros de los ludópatas frente a las maquinitas. Claro, no parece lo mismo meter moneditas en una tragaperras o apostar por Trueno Infrarrojo en la carrera, que llenarse la boca por participar de la financiación de Iberdrola…  ¿Cómo es que los bancos lo permitían, porqué no lo regulaba el gobierno? Nadie sospechaba nada, pero la casa siempre gana. ¡Como en las Vegas, por amor a Dios!
En ese instante, mi teléfono sonó.
“¿Darío Pontone? Lo comunico con Miguel González, un momento,” decía la voz de una mujer, luego escuché a Miguel. “Darío, qué tal… disculpa por lo de hace un rato ¿tienes la cuenta bancaria, ya? Vamos a vernos. Estoy en un bar, se llama “Autarca”, tomando una caña, te invito, la dirección es…”
Quería pedir la cuenta inmediatamente, pero uno de los camareros del pub echaba a unos chinos que merodeaban una de las tragaperras. Mientras volvía detrás de la barra para cobrarme, iba diciendo:
“No sé cómo lo hacen estos chinos, pero tienen un aparatejo que les dice cuando van a caer las pelas, lo arreglan y ¡BAM! se quedan con la pasta, no hay derecho ¿no os parece?… ¡Se lo quedan todo estos chinos!” En la barra asintieron.
Tenía que tomar un taxi, porque Miguel me había citado algo lejos, en una zona muy buena de Valladolid, residencial, nueva, edificada en una especie de Loma, “Parquesol” le llamaban. El “Autarca” se encontraba a la entrada del barrio, entre dos grandes avenidas. Yo conocía ese bar por el sobrenombre cariñoso de “Bar de locos”, ya que cruzando la calle se encontraba un manicomio.  Los enfermos mentales, los locos, iban en sus ratos libres a beber café o tomar cañas o armar una batalla con municiones de huesos de aceituna. Era un lugar que abría muy temprano, cerraba muy tarde y tenía los precios más baratos de la ciudad, y si me apuro, quizás de España.  Ahí estaba Miguel y ahí me dirigía yo.
Antes de salir, metí una moneda en la máquina tragaperras del pub. No comprendía cómo funcionaba, pero de todas formas lo intenté. Era como si necesitara hacer algo con mi dinero ¡Carajo, por lo menos iba a derrocharlo, ese parecía el destino! Tuve tres intentos. Apreté un botón  y los colores y los nombres y las figuras giraron en todas direcciones. De nuevo el sentido común sobre rojos, verdes, amarillos, diferentes e iguales. Nada. Tampoco la segunda vez o la tercera. Salí de ahí y tomé un taxi.