jueves, 10 de marzo de 2011

Capítulo 14


Los Amos de uno

Las clases continuaban. A los estudios les habían incorporado una parte práctica, para que nos espabiláramos, supongo.
Cada uno de los alumnos, con cada una de sus empresas, debía pasar un cierto número de horas. Conmigo, en EXVAL querían continuar mi entrenamiento, así que me dispusieron otra tarea sencilla. Se desenmascaraban, pero por partes, un striptease institucional.
Le llamaban Misión Inversa Directa o Misión Adyacente Inversa o lo que fuera, porque ¡Carajo! cómo gustaban de la nomenclatura compleja en las instituciones,  como si las cosas se profesionalizaran con ello, por amor a Dios. Total que la misión consistía en que acompañara a un empleado de EXVAL, un tal Jorge, y recogiéramos a un empresario polaco en la estación de trenes de Valladolid. Había que llevarlo al Bierzo, una zona al norte de la región, a recorrer empresas que eran susceptibles de exportar.
 Al parecer, esta zona es abundante en canteras y el polaco en cuestión quería comprar piedra, mucha piedra, según decían. Luego, por supuesto, había que pasarle una nota a la prensa para cacarear la acción comercial que se llevaba a cabo en la región. Esto iba durar tres días y claro que los cabrones conspiraron contra mi fin de semana, y el de Jorge, por su puesto.
La clase de piedra que el polaco necesitaba me es imposible recordarla, pero mientras lo esperábamos, ese viernes por la mañana, me di cuenta hasta dónde había llegado. En EXVAL me habían promovido de Guía de Turistas a Agente de Ventas de Piedras. Sí señor, era un orgullo, cuando menos así parecía tomárselo Jorge, esmeradísimo para que todo saliera bien. Apelmazarse del conocimiento edafológico, motivo de las piedras que íbamos a promover, era la pasión que uno requiere el fin de semana para olvidarse de los costos de una juventud recién hipotecada.
“Qué joda todo esto y con este frío,” le dije.
“Bueno, Darío, hay que cumplir. De nada sirve quejarse. Limítate a observar y toma notas. Por ejemplo, siempre que vayas a esperar a un desconocido a una estación o al aeropuerto, hay que fabricar un letrero, ni muy grande ni muy pequeño, como el mío” Decía Jorge, mientras sostenía un letrero con el apellido “Korkerkowy” impreso.
Jorge era empleado desde no hacía mucho, pero ya vivía atemorizado por un terrorismo del que era prisionero en la empresa. Al parecer, la manera de controlar a los trabajadores es acojonándolos con la siempre latente posibilidad de poder echarlos a la calle. Ni antigüedad, ni contratos fijos, ni quejarse y, por supuesto, muchas lisonjas.
Pero era lógico, cómo no iba a estar acojonado, macabro pero lógico: Jorge habitaba un piso que creía suyo, pero el dueño era el banco. Se sentaba en muebles que también eran del banco, miraba el televisor del banco y conducía un coche que era de otro banco. Todo a crédito, hasta la moto para el verano ¿Y las vacaciones? Otro banco le presta tres mil euros y ¡ZAZ! a Punta Cana, con la mujer y los niños ¿Y pagar? Ya los bancos se encargarán, poquito a poquito, de cobrarle hasta su último aliento, a él, a la mujer y a los niños.
La civilización va dando ciclos: El jefe de Jorge es su tlatoani personal, amo de su destino, y los bancos son sus dioses voraces a los que Jorge tiene que rendir sacrificios.
“¡Ahí está el polaco!” le grité.
“No puede ser.”
“Estoy seguro, nos está saludando.”
“Pero, ¡vienen dos! ¿Qué hacemos, joder? No puede ser”
Y así era, con maletas y sonrisas se nos acercaron dos muy afables y efusivos polacos.