miércoles, 16 de marzo de 2011

Capítulo 16

Turismo empresarial: ¡Vuelvan pronto!


Llegamos a El Bierzo todavía temprano en la mañana. Estuvimos visitando canteras todo el día, como para morir de aburrimiento. Además, había que estar con buena cara; éramos unos peleles que asentíamos igualmente animados si nos presentaban un bloque de granito o una pizarra o un pedazo de mierda, no había otra alternativa.
En una ocasión, en la segunda o tercer cantera, coincidimos con el becario encargado del comercio exterior de una de las empresas. También había hecho el máster que yo estaba haciendo, pero no había sido lo suficientemente brillante o no había estado lo adecuadamente enchufado para ir a una oficina del exterior, así que le habían ofrecido un puesto allí. Llevaba año y medio trabajando doce horas, sin contar los desplazos, y aún tenía un contrato temporal, una indecencia.
Era inevitable ver al becario y no recordar a uno de esos perros que han golpeado mucho, temeroso, con su misma mirada ahogada. Jorge se hizo notar, estaba por encima de él en esa miserable y odiosa, pero inevitable, jerarquía que hay en la  empresa. ¿Será posible que seamos tan mezquinos? El pobre becario cargó con todas las frustraciones y corajes de Jorge. ¡Era ridículo, por amor de Dios! No podía creerlo. Me entristecía verlo aguantar todo aquello, esperando sortear lo inevitable, si hasta alcancé a escuchar como Jorge, el muy cabrón, amenazaba con echarlo. El hijo de puta se convertía en su propio esbirro.
No había esperanza para ninguno. Sufrían sin remedio ¿y porqué? Lo mismo un día, en unos años, yo abría el diario y en la segunda sección podía leer que el becario había reventado contra todo y tomando una escopeta le había metido de tiros a cuanto fulano se le había puesto enfrente, lo mismo se habría ahorcado o habría trepado hasta el puesto de Jorge. Hipotecadas las ilusiones, qué más daba.
Toda la mañana: piedras. Aunque los polacos eran ininteligibles a la hora de explicar para qué querrían las piedras, los empresarios estaban muy entusiasmados con ellos. Cada empresa les dejaba un bloque como muestra, un trozo digamos, marcado con su logotipo y sus especificaciones. Ellos recibían esas puñeteras piedras complacidos y las iban apilando en el coche, al principio de forma ordenada, luego como fuera.
Mientras estábamos en una cantera, con un empresario explicándonos no sé qué cosas, Przemek se dio cuenta de que eran las dos y media de la tarde y no habíamos comido. Paró la charla y sugirió continuarla durante la comida. Todos aceptamos.
El empresario español conocía un lugar, un gran lugar de hecho.  Justo a la entrada del sitio, a uno lo recibía la foto del rey de España en mitad de una comilona. Estaba sentado en la mejor mesa del restaurante, la cual rebozaba de manjares. Ya que ese día no estaba su majestad, nos sentamos en la misma mesa. Total, también pagaría el Estado.
La comida fue excepcional y abundante. En mi vida he comido mejor que en España y los polacos parecía que no iban a comer nunca más en la vida. No creí que terminaríamos jamás. Bebimos una botella de vino por cabeza, excepto Jorge, que estaba sonriente pero irritado, imaginado lo abultado de la cuenta y lo difícil que se lo iban a poner sus jefes por invitarnos a comer en un restaurante tan caro. Eso sí,  nosotros le daríamos las gracias muy complacidos: ¡Dziękuję hasta el empacho!
Del restaurante nos fuimos a Ponferrada, una vez ahí escuché las mágicas palabras provenientes de la agenda de Jorge: “Fin de las actividades”
El sábado fue igual al viernes, pero tuvimos una noche singular. Mientras cenábamos en el hotel, Przemek sugirió que fuéramos a algún bar. Jorge, por supuesto, estaba muy cansado y al día siguiente tenía que conducir hasta Madrid para dejarlos en el aeropuerto y luego volver a Valladolid. Nosotros lo comprendimos, decidiendo dejarlo dormir.
Había un bar cruzando la calle. Entramos los tres. Estuvimos bebiendo hasta que cerraron. Al salir ya no éramos tres sino seis, cruzamos la calle hasta nuestro hotel.
Al día siguiente Jorge tocó en nuestras puertas, pero nadie se levantó temprano. Salimos muy tarde rumbo a Madrid con el riesgo de que los polacos perdieran el vuelo, aunque a ellos parecía importarles un cuerno. Sólo se habló de mujeres y de lo bellas que eran en España.
Llegamos al aeropuerto y todos bajamos como almas que llevaba el diablo.
“¡Mierda!” Gritó Jorge, en mitad de la fila del check-In.
“¿Qué ocurre?” Le pregunté.
“¡Se nos olvidaron las piedras de muestra en el coche, sus piedras!” Nos dijo.
“Es verdad…” dijo tranquilamente Józef
“¡Voy a por ellas, ustedes espérenme aquí!”
“No hacer falta amigos, nosotros ya sabemos lo que queremos, ¿cierto Józef?”
“Así es, nosotros sabemos bien…”
Nos despedimos. Subimos al coche. La cajuela y los asientos traseros estaban repletos de piedras de todos los tipos imaginables. Jorge arrancó y de nuevo estábamos en la autopista. Permaneció en silencio todo el camino hasta que súbitamente se orilló en medio de cualquier parte. Era de noche ya, la noche de un frío domingo.
“Ayúdame” se limitó a decir.
 Ahí, en mitad de la oscuridad, una a una fuimos tirando las piedras al campo, con sus logotipos y especificaciones, hasta que no quedó ninguna. Subimos de nuevo al coche y reanudamos la marcha. El cielo estaba repleto de estrellas. Jorge no dijo nada el resto del camino.