Lo último que queda
Eran tres oficiales de la policía los que tocaban a mi puerta, nos miramos. En un principio todo resultó muy extraño. La culpa la tuve yo, porque abrí la puerta y les tendí mis manos, como esperando las esposas. Sin embargo, la policía no me buscaba a mí. Reí como si hubiera sido una broma, la policía no reía. Me dijeron el motivo de su visita: venían preguntando por Borja. Les dije que no sabía nada, la policía no lo creía. Registraron nuestros setenta metros. Nada por aquí, nada por allá.
Al parecer, hacía unos días que mi compañero de piso había despertado del coma, me alegré por Borja, claro. Pero al poco tiempo abandonó el hospital sin dejar rastro, huyó en realidad. Eso coincidía con la desaparición de no sé cuántos medicamentos. Hasta ahí los hechos.
Me daba la impresión de que, de un modo u otro, todos estaban escapando, escabulléndose.
Respecto a mí, con Borja prófugo, no podía pensar en mantener el departamento. Tenía que encontrar a alguien o mudarme a un sitio más barato. Lo mismo, necesitaba el dinero, no podía irme de Movistar. ¿Qué había de las demás empresas, de mis solicitudes de trabajo, de mi preparación? ¿Por qué nadie respondía? No lo sabía entonces, y cómo sospecharlo siquiera, pero mi nombre estaba escrito en la lista negra. Ya me enteraría más adelante de aquello, mientras tanto, cada mañana sería lo mismo:
“El éxito es para mí, yo controlo mi vida porque atraigo al éxito. Soy exitoso, el éxito es para mí…” decían las bocinas del coche de Arturo.
“El éxito es para mí, para mí, para mí…” decía Arturo.
“Hoy todo pasará según lo imaginas, visualízalo ahora…”
Entonces Arturo cerraba los ojos, sin importa que fuera conduciendo, y se transportaba a un placentero estado imaginario de éxito profesional.
Arturo era un compañero de trabajo que vivía cerca del centro y me llevaba en coche a la oficina. Un favor que era una comodidad algo mórbida, tomando en cuenta que todos los días recorríamos medio Valladolid sin dirigirnos la palabra, mientras él se visualizaba con Sergio dándole palmaditas de felicitación por todo el éxito que cada mañana atraíamos mentalmente con aquellas grabaciones de motivación.
“Hay que reprogramar la mente,” decía Arturo. La verdad es que yo le sonreía con amabilidad, pero algo nervioso, igual que si un loco me hablara de hacer volar al mundo en pedazos con mera concentración y el poder de la mente. Él se quedaba muy tranquilo con su reprogramación mientras yo no trataba de perturbarlo, esta gente estaba un poco desequilibrada.
Cuando llegábamos a las oficinas, antes de bajar del coche, Arturo pedía que le preguntara quién era él y no me dejaba en paz hasta que me respondía estupideces como un ganador o el azote de las ventas o algo por el estilo.
Cuando terminé la capacitación que nos dieron y me aprendí una pila de datos inútiles, leí la apasionante historia del móvil en España y Los 19 hábitos del comercial vendotodo, Sergio hizo una reunión donde, frente a todos los demás vendedores, me pidió que pasara al frente, junto a él, y dijo:
“Darío, aquí como lo ven, creo yo que es el que de entre ustedes tiene mayores posibilidades de ser como Raúl, nuestro mejor comercial.” Yo me quedé helado.
Hubo muchos murmullos y miradas hasta que, no sé bien por qué, alguien aplaudió y todos rompieron en hurras y aplausos y enhorabuenas. Saludé haciendo una mueca que podía ser tomada como una sonrisa o como el gesto propio del espanto, porque desde donde estaba podía ver a Raúl. Él, en efecto, era el mejor de todos los vendedores, gordo, calvo, ojeras permanentes, dos paquetes diarios de cigarrillos, tres divorcios y un Mercedes Benz que parecía más grande que mi departamento, y que probablemente sería más cómodo.
Me deprimí mucho con mi prometedor futuro. ¿Por qué habría dicho eso, qué habrá visto en mí? Necesitaba salvarme, pero aún no sabía cómo.
Anduve por la ciudad decidido a que mi fortuna cambiara. No dejaba de preguntarme qué ocurría con la región, pero continuaba, siempre adelante. Fui por todas partes entregando mi curriculum personalmente, de puerta en puerta. Vi mi figura en cada calle, deslustrada pero incansable aún, vendiendo lo mejor que tenía, o lo único que me quedaba: a mí mismo.