jueves, 12 de mayo de 2011

Capítulo 32

Cambiar al Planeta


No podía pedir el dinero a la madre de Borja, hubiera sido algo miserable, justo, pero miserable. ¿Estaba en coma? no podía creerlo. Sentía pena por él, sin embargo, no había tiempo para eso. Junté todo lo que tenía y pagué el alquiler. Me quedó algo de dinero, no mucho, pero estaba de buen ánimo; tenía esperanzas, tenía ilusiones, en una palabra, tenía fe. Lo que hice a continuación fue ir a gastarlo todo en una esplendida comida. Era necesario pensar que todo iba a estar bien y no se me ocurrió un mejor gesto.  
No había trabajo que valiera mi curriculum, nada. Todo eran mentiras en las solicitudes del internet o de los periódicos, cuestión de términos malogrados: “Ejecutivos de Cuenta, Relaciones Públicas, Promotores, Emprendedores…” eran ruines eufemismos para no decir que solicitaban “Comerciales” que era otro eufemismo ridículo para evitar decir “Vendedores”, era grotesco, por amor de Dios. ¿Sería un problema de baja autoestima corporativa? Lo cierto es que necesitaba dinero y lo necesitaba pronto. Supongo que jamás me decidí a convertirme en vendedor, me resigné a serlo. No había salida.
Ventas, ventas, ventas como fuere. Todo el mundo necesitaba que alguien vendiera algo, t-o-d-o-s. Por eso pensé que podía elegir algo noble, algo que valiera la pena: vendería libros. Me alegré cuando supe que eso se podía hacer, convencería a la gente para que cambiaran sus vidas con la lectura. Leer es sublime, abre posibilidades infinitas. ¡Cambiaría al mundo!
Me dirigí a “Editorial Planeta” pues pensé que era una de esas “grandes promotoras de cultura”. También estaban en el Polígono Industrial, como si la desolación acompañara siempre a las ventas, como una sombra u otra cara. Sin embargo, eran libros, era conocimiento lo que promovería. Me sentía como un cruzado de la cultura, un defensor del saber batiendo a la ignorancia. Eso pensaba.
Entré a las oficinas con mucha seguridad. No tenía cita o algo parecido, pero de cualquier manera iba a presentarme con ellos.
“¿Es usted Javier Robledo, el que viene a la entrevista para el puesto de Promotor?” me preguntó una secretaria apenas me vio. Sonreí y le dije que sí. Me condujo a una sala de espera para que me entrevistara el Director Comercial. Muy nervioso esperé a que me llamaran. En cualquier momento podría llegar el verdadero Javier Robledo ¿qué pasaría? Me sentía audaz, era lo que hacíamos los cruzados de las letras, los campeones de la cultura.
La entrevista fue un éxito rotundo, querían que empezara de inmediato. Al Director no pareció importarle que yo, en realidad, no fuera Javier Robledo, me consideró mejor incluso. Debí sospechar…
Me asignaron un mentor para ese día. Según me dijeron, él era su mejor comercial o promotor o vendedor,  o lo que sea. Debía acompañarlo, observar y aprender. Le llamaban Paco. Llevaba lentes oscuros, cabeza totalmente afeitada, traje impecable y bigote y barba tipo mosquetero. Estaba muy contento de verme, de llevarme con él, claro, yo sería como su escudero, de alguna manera.
Lo que hicimos ese día fue visitar varios pueblos del norte de la provincia. Todos los vendedores debían tener un coche, forzosamente. Yo no tenía, les mentí. Era evidente que sería necesario para ese trabajo, pero ya me las arreglaría. Paco tenía un Mercedes Benz del año con la cajuela repleta de libros.
 “La estrategia es tocar en la puerta del prospecto y esperar. Cuando alguien pregunta ¿quién es?, decimos que venimos de parte de la Editorial para entregar un premio, un libro por su puesto, que han suido seleccionados o cualquier cosa similar, y que tienen que elegir de entre tres opciones…” decía Paco, al tiempo que abría la cajuela y sacaba tres libros: uno de recetas de cocina, otro sobre autoayuda y una biografía de Felipe II. También extrajo una maleta de piel muy grande y pesada.
“Los libros pesan, sobre todo eso, es lo único malo del trabajo,” decía.       
Todo salía según Paco me lo había planteado, debía haber hecho esto miles de veces: Tocábamos una puerta, regalábamos un libro, nos dejaban pasar y nunca nadie quería comprar nada, eso en un principio, claro.
Paco empezaba a hablar de cualquier cosa, luego extraía un volumen de una enciclopedia y comenzaba a explicar cómo, con esos tomos, iba a cambiar el rumbo de sus vidas y a qué bajísimos precios y comodidades de pago, por su puesto.
¡Carajo, ¿era eso, vendedor de enciclopedias?! Costaban, además, algo así como dos mil euros ¡Se vendían a plazos, con créditos! ¡Qué desilusión, ¿enciclopedias, de verdad?!
“Es un trabajo difícil,” decía Paco, al salir de una casa, después de vender una suscripción. “La gente no necesita esto, lo sé. Lo cojonudo es que ellos lo saben también, pero se dan cuenta mucho después. Generalmente se dan de baja cuando llegan al tomo G-H, pero para entonces ya te hiciste de tu comisión y la Editorial gana con la penalización que ellos firmaron de común acuerdo…¡No imaginas la cantidad de gente que se da de baja, de hecho, no creo que se hayan editado las últimas letras jamás, no debe haber volúmenes!” Paco reía a carcajadas.
Fue un día demasiado largo. La última visita que hicimos fue a una vieja viuda que vivía de una bajísima pensión. Nos dejó pasar a su cocina y nos ofreció café. Su casa se estaba cayendo, olía a orines y todo era penumbra y polvo y periódicos viejos. La viuda apenas podía ver u oír correctamente, por eso, desde el principio, Paco le tuvo que gritar y repetir todo varias veces. ¿De qué le hablaba a gritos? ¡De libros de arte, por amor de Dios!
Ninguna de las miserias que vimos evitó que Paco le vendiera a la señora una colección sobre museos. El paquete de dieciocho volúmenes que adquirió costaba casi cuatro mil euros, la señora no tenía idea de aquello y quizás no viviera para terminar de pagar. No importaba, Paco salió muy contento, la penalización rozaba el veinte por ciento y la comisión el tres y medio.
Regresé de noche a mi casa, caminé desde el polígono industrial, sin detenerme. El retorno lo hice andando como si quisiera hacer penitencia por lo que acababa de pasar, me sentía miserable, además de abismalmente estúpido. ¡Campeón de la cultura un cuerno! ¡A la mierda! No podía cambiar al Planeta, pero ellos podían cambiarme a mí y condenarme.