Así que no tenía dinero, pero aún me quedaba orgullo. ¿Qué significa eso? No lo sabía entonces, pero irse quedando sin orgullo es ganar ligereza. Uno se vuelve liviano, flota a donde le da la gana.
Con lo del problema del dinero no fui muy creativo: me hice camarero, o al menos eso pensé que me hacía. Habiendo tantos bares y cafés en la ciudad fue fácil encontrar trabajo. Nunca lo había hecho así que me echaron al primer día, pero me pagaron. Fui a otro lugar y me echaron al segundo día, después me echaron al tercero y luego al cuarto y así fueron pasando algunas semanas mientras juntaba sueldos sueltos por todas partes.
Debieron haberme despedido de un centenar de sitos, pero lo recibía todo de buena gana, estaba de buen humor y también obtenía algo de dinero. No parecía un buen plan, un buen proyecto, pero no importaba, sería transitorio, eso era todo. Mientras tanto, seguía buscando el trabajo que me correspondía, el que merecía, para el que me había preparado con tanta trayectoria y ¡carajo, nada, nada, nada!
Era un camarero que dejaba mucho que desear. Olvidaba lo que me pedían, lo cambiaba, cobraba de más o de menos u olvidaba hacerlo. Me quedaba dormido, llegaba tarde, me emborrachaba con los clientes o con los camareros o con los jefes o conmigo. Si me tocaba cerrar, olvidaba apagar las luces y si me tocaba abrir olvidaba encenderlas y creo que nunca aprendí a llevar una de esas enormes bandejas circulares repletas de cosas sin que todo el mundo me mirara con pánico. Por eso, invariablemente, mis jefes tenían que despedirme y no podía culparlos. Yo estaba distraído, la vida desfilaba frente a mí, con sus mujeres, con sus magos, con sus orquestas, con sus luces y como pensaba que todo sería temporal, me tranquilizaba, lo disfrutaba. ¿No tiene la vida esa temporalidad, ese disfrute?
Era curioso, en la mayoría de los casos, a mis jefes les costaba trabajo echarme. Qué le iba uno a hacer, les caía bien y ellos a mí, la verdad, además yo entendía que me echaran, todo era cordialidad. Entonces yo regresaba días después, porque la mayor parte del tiempo estaba sin trabajo, y me invitaban una caña o comida o copas y fiesta y nunca faltaba nada, aunque me despidieran cada semana, a veces antes, a veces más tarde.
Era imperceptible, y lo fue mucho tiempo, pero los cafés empezaban a estar más y más llenos por las mañanas. ¡Éramos nosotros los que los llenábamos, los desempleados!
Acudíamos a cualquier hora, ociosos, desesperados o resignados. Necesitábamos saber que no era nuestra culpa, que no éramos incompetentes o brutos o gafes, y si lo éramos, no queríamos sentirnos desgraciados. Tal vez necesitábamos saber que no estábamos solos o que no debíamos abandonarnos, no todavía. Necesitábamos saber que no importaba que fuéramos los peores empleados del mundo ¡que eso no significaba nada! Necesitábamos juntarnos y hablar y esperanzarnos y asirnos a nuestras ilusiones, las que tuviéramos. Consolándonos, urdiendo planes, revoluciones, ligarnos a la camarera por lo menos, pero sentirnos vivos como fuera, ¡a como diera lugar!
Un mañana, sentado en la barra, vi a Borja bebiendo café. Me sorprendió mucho ¿qué hacía mi compañero de piso a esas horas tomando café? Me acerqué, lo saludé, hablamos. Él no estaba ni triste ni enfadado, ni siquiera preocupado, simplemente estaba sorprendido: lo habían echado del trabajo, a él y a todos. La empresa constructora para la que trabajaba se había declarado en quiebra, ¡qué novedad! ni siquiera tenían para liquidar a empleados y proveedores. Había sido pura especulación, no quedaba nada, sólo el polvo y el aire y los bolsillos vacíos ¡PUF! Acto de desaparición: Ahora la ven… ¡Ahora no!
“Ni te imaginas lo que fue, tío, ni te imaginas…” decía Borja. “Ni siquiera terminamos los chalets que se habían venido ya, ¡acojonante, macho! Vino la gente que llevaba tiempo pagando las hipotecas de esos chalets… se quejaban con nosotros ¡nosotros! Y nosotros qué…“
“Bueno, Borja, ahora tranquilo, cobras el paro y seguro encuentras algo, ¿no?” le dije, por decir cualquier cosa.
No era tan sencillo. Las matemáticas eran implacables y le ponían su peor cara: La constructora le pagaba un sueldo en nómina por 700 euros y por fuera, es decir, para no pagar impuestos, le pagaba otros 700. A la hora de pedir el paro, solamente había registrada la mitad del sueldo, es decir, después de muchos ajustes su ingreso mensual se había reducido considerablemente.
Pasó lo inevitable: El desempleo de Borja convirtió nuestro piso en un auténtico fumadero de opio.
Escaleras abajo se percibía el olor de la combustión de espíritus y sustancias. También se oían gritos y risas y dislates. Al mismo tiempo en que se abría la puerta del apartamento, había una especie de portal dimensional que también se abría y que conducía a un mundo mitológico de reglas estrambóticas y maravillas disparatadas.
Alrededor de Borja gravitaban personajes variadísimos, quiméricos a veces y a veces hiperreales. Con todos fui presentado. Los había de la ciudad y de fuera y los había de cualquier parte, pero todos lo visitaban. Mi casa era un enorme paraíso artificial con los brazos abiertos. ¡Venid todos, hijos pródigos, venid a olvidarse de todo! Venían y se drogaban con lo que hubiera o con lo que hubieran traído o con ambas variantes.
El dinero escaseaba y la angustia iba en aumento ¡Había que callarla! La cocaína ayuda a maniatar y silenciar, por ratos prolongados, a la angustia. Pero la cuestión con la cocaína es que parece una de esas esposas de las que a uno le advierten, de las que uno no quiere tener jamás o saber nada y de pronto estás casado con ella: Es demandante, celosa, posesiva y cruel, aunque el resto del tiempo es un encanto, por supuesto. A ella le entregaba Borja sus sueldos y sus problemas y sus sueños. A cambio, todo iba bien, todo iría bien...