Accidentales
Fue un jueves. Llevaba trabajando tres semanas en un bar cercano a la universidad, todo un record, pero con mucha amabilidad me echaron, no recuerdo bien porqué. Cuando el encargado se marchó, los camareros y yo nos pusimos a beber. Sería la última vez que lo hacía por cuenta de la casa y era como si me cobrara mi liquidación en especie. El caso es que ese día salí muy tarde del bar, en zigzagueante dirección a mi casa.
Subí las escaleras que conducían a mi piso mientras escuchaba música y mucho alboroto proveniente de allí. Metí la llave y justo al abrir la puerta vi volar un cuchillo, no era uno común, sino uno militar. Su hoja brillante y filosa iba reflejándose en todas partes, en mi rostro por ejemplo, y fue a clavarse en un muro cercano donde había una diana dibujada y otros cuchillos. Frente a mí, mirándome fijamente, estaban Borja y un hombre enorme a su lado. El tipo tenía la cabeza afeitada y los ojos inyectados en sangre, sonreía. También había dos chicas en el sofá, con mirada perdida y semblante de muerte. La mesa estaba repleta de cosas, lo que fuera.
Instintivamente me asusté, por supuesto, pero la etílica valentía que confiere la noche me hizo levantar las manos, en son de broma, y todos reímos. Ellos locamente, ellas ni se dieron cuenta, reían por inercia. Yo estaba algo nervioso, creí que debía ser prudente mientras era presentado y estrechábamos las manos. Sin embargo, no duró mucho la idea de la prudencia y, de un momento a otro, ya me encontraba lanzando esos cuchillos militares y aprendiendo técnicas mortales contra el muro.
Se llamaba Martín pero le decían “Monti”, por “Montaña”, casi sonaba familiar. Era soldado del ejército español, pero no era cualquier soldado. Algún rango tendría, no lo recuerdo, y pertenecía a un tipo de élite militar, la Legión o algo parecido. Había estado de servicio en el Líbano y acababa de llegar de Afganistán ¿o era al revés? No lo sé con certeza.
Monti tenía cada uno de los brazos del tamaño de mis piernas, era alto y de espaldas enormes, lleno de tatuajes de lo más divertidos y un rostro que cuando sonreía daba aún más miedo. Hablaba muy de prisa y costaba trabajo seguirle la conversación, aunque era muy recurrente: el ejército, la guerra, sus aventuras, mujeres y drogas. Por su puesto no había cómo discutirle nada o interrumpirlo o discrepar, especialmente si hablaba mientras se metía rayas de cocaína del largo de nuestra mesa y luego manipulaba un cuchillo, dos, tres ¡PAM, PAM, PAM! todos daban en el blanco con la fuerza de un disparo, increíble.
Monti estaba de vacaciones. Según dijo, se suponía que no debía meterse nada, pero igual se arriesgaba en los controles, conocía a alguien, tenía un truco o algo así. De todas formas tenía que volver pronto al frente, ¿cuál frente? siempre había uno, al parecer, y le encantaba. Tenía madera para el ejército, eso sí, un talento natural, estaba loco.
Pertenecía a las filas de la OTAN, defendiendo occidente, defendiéndonos a nosotros los occidentales, supongo. Nos decía que no había mucho que hacer en el frente, no siempre, y que junto con los polacos, los italianos y los irlandeses había traficado drogas en el Líbano y en Afganistán, vendiendo a otros colegas del ejército o a turistas o a funcionarios y que no había mejores fiestas que las que había tenido haciendo arder medio Beirut.
La charla era frenética, risas y gritos y disparates. Solamente hubo un momento de silencio, incluso de solemnidad medio ridicula, cuando Monti se puso muy serio al recordar a unos compañeros que habían muerto en Afganistán. Luego bebió y volvió a lanzar sus cuchillos. Había que vivir para tener una muerte honorable, o algo así nos decía "¡Viva la muerte!" gritaba de pronto. Sin embargo, para sus compañeros no hubo combate ni tiros ni talibanes ni nada. Al parecer fue un accidente con un jeep o algo parecido.
Monti y Borja se fueron a Galicia. Pasaron diez días hasta que una chica vino a preguntar por él, nada. Otros vinieron, nada. Borja había desaparecido, pero era algo que ocurría con frecuencia, así que no me preocupé. Lo llamé por teléfono y lo tenía apagado, nada.
Unos días después volvió la primera chica que había preguntado por Borja. Quería tomarse una cerveza, le ofrecí una. Bebimos. Hablamos de cualquier cosa. Se me acercó, me acerqué, me besó, se dejó besar y mucho más. En algún momento sugirió meternos unas rayas, yo no tenía. Enloqueció entonces, se vistió sin dejar de gritar y se largó. Los amigos de Borja vinieron, uno a uno les dije que no sabía nada. Nada. Nada. Nada.
Entonces pasó lo inevitable. Un nuevo mes comenzaba y yo no podía pagar el alquiler completo así que llamé al casero. Le importaba un pepino que Borja no apareciese, había que pagar y puntualmente. Lo único que podía hacer por mí era deictarme un número de teléfono fijo que Borja le habría dado alguna vez hacía mucho tiempo. Era todo.
Llamé al número y contestó una mujer. Pregunté por Borja. Resultó que era su madre quien hablaba, su voz sonaba vieja. Con mucha pena me informó sobre su único hijo: estaba internado en el hospital desde hacía semanas, en coma. Borja había sufrido un infarto, tenía 33 años.