lunes, 2 de mayo de 2011

Capítulo 29

¿Qué me he creído?


Jueves, diez de la mañana, nublado. Desayuno. Traje gris, corbata. Esmerado peinado. Llegué al Polígono Industrial antes de la hora. Me bajé del autobús, yo era el único. Bajo ese oscuro cielo, solo, me sentí el último ser humano.
El Polígono de Argales: cetrino, desamparado, con edificios y naves industriales de estilo soviético. La desolación en todas partes ¿Me perdí el fin del mundo, sería posible?
Caminé  hasta la dirección que me habían dicho. “Empresa Internacional Confidencial”, me daba cuenta que no sabía ni como se llamaban, por amor de Dios, ellos sabían ya todo de mí: mis hobbies, mis estudios, mi número telefónico, mi nacimiento, hasta había agregado una fotografía con mi ingenuo rostro sonriente, pero no demasiado… y sin embargo, me di cuenta, no sabían nada de mí.
Me detuve frente a una enorme caja de zapatos, dos pisos y recién pintada de color azul. Verifiqué el número. Era el lugar, no había duda. Avancé perplejo. Dentro, en efecto, todo estaba montándose desde la nada. Olía a pintura, había muebles nuevos apilados en una esquina, las paredes desnudas y el piso era de materiales irregulares. Casi al centro, había un escritorio muy grande, varias sillas y sillones le hacían compañía, allí me dirigí. Una secretaria me dijo que esperara junto a los demás que ocupaban algunos de los asientos. Éramos ocho, hombres y mujeres jóvenes, uno de ellos demasiado mayor, pero todos teníamos las mismas sonrisas nerviosas e hipócritas, nos saludábamos ¡cómo si nos importaran los demás! al contrario, éramos enemigos, competidores. Todos sentaditos, ahí, torturados, sudando las manos y mojando los folders color arena: esos con todas nuestras virtudes. Todos dispuestos a cambiarnos hasta el nombre por un trabajo, un sueldo, un modo de vida, un sentido quizás. “Ejecutivo de Marketing”, las campañas que tendría que dirigir, la creatividad que tendría que despeñar, la gente que dirigiría, por lo menos no me aburriría y recibiría buen dinero. 
Finalmente un tipo se nos acercó. Era un joven uruguayo, de traje y corbata, rubio, hablaba muy deprisa, era el señor Bertoluci, la autoridad. Como su oficina aún no estaba lista, nos invitaba a pasar a la cafetería de afuera, en la esquina, y ahí hablaría con nosotros. Pasaríamos a verlo de uno en uno.
Fui el quinto en sentarme con él. Ambos ordenamos otro café que trajeron casi enseguida. Bertoluci arrancó a hablar, era una metralleta de conceptos, anécdotas, argumentos, verborrea pura. Me hablaba de todo y de nada, pero siempre mencionando un puñetero banco: Barclays, no podía entender porqué. Pero lo dejaba, me aturdía, me mareaba. Después me habló de una tarjeta de crédito: Prestaba 3000 euros con una facilidad notable ¡Notable! ¿Qué cojones me importaba eso?
Lo dejaba hablar y hablar, bebí mi café, no comprendía. Yo estaba como hipnotizado, no sabía qué pensar ¿porqué cuernos me hablaba de todo aquello? Sacó un folleto, me lo mostró, le dio vueltas, repetía lo fabuloso de la tarjeta, lo bajo de los intereses, lo fácil que la gente la adquiría y cómo avanzaban sus ventas en el mercado financiero, pues ¡todo el mundo necesita 3000 euros! ¿Cómo? Luego vino lo fabuloso del banco, lo fabuloso de la tarjeta, lo fabuloso que era él, lo fabuloso que podía ser yo ¿Qué?
“Disculpa, disculpa, sí, yo entiendo, yo entiendo, sí fabuloso, pero… disculpa… eh… vamos a ver…” tuve que interrumpirlo, no fue fácil.
“¿Algo no te ha quedado claro? Porque está todo clarísimo…” me dijo, como si yo fuera imbécil o algo peor: un pero.
“No, mira, no entiendo… ¿de qué se trata el trabajo?” le dije sinceramente, no entendía nada, estaba rendido.
“Ah, pero si estás contratado, no hay más problemas…”
“Ya, sí, bueno, pero ¿esto de qué va? No me digas que es de vender tarjetas de crédito…”
“De ofrecer puentes para que la gente alcance sus sueños, de eso va…” me respondió, el infeliz, con una sonrisita como para borrársela de un puñetazo.
“Yo venía para el puesto de Ejecutivo de Marketing, no para Vendedor de Tarjetas de Crédito... yo tengo un máster, sabes, e idiomas…”
“Y sí… mira, al puesto le llamamos Ejecutivo de Marketing porque es más eso que vendedor, ¿comprendés? es la interacción con el cliente, esto se vende solo en realidad, es como hacer relaciones públicas... se venden solas, ya lo verás…”
“Vender tarjetas ¿a quién, cómo? ¿En la calle?”
“En el proceso de ventas comenzamos asignando un número de calles a cada ejecutivo...”
Me puse muy serio, estaba enojado, estaba confundido, y casi triste.
Tuve que explicarle que yo no venía a eso y en un arrebato de arrogancia pedí la cuenta y pagué los cafés de ambos ¡Qué se habían creído haciéndome perder el tiempo así! ¡Me habían engañado! Asimismo, por amor de Dios, España tenía que tener más que ofrecerme ¡más! Era el primer mundo ¿no?
Salí a la calle. Me puse a caminar un poco, sin rumbo, pensando, cuando una corriente de frío me hizo tiritar. Me detuve. Pronto llegaría el invierno. Sentí autentico miedo del invierno… ¡Carajo! Me di cuenta, necesitaba dinero, esa era la verdad. Volví a estremecerme, comenzaba a hacer frío.