En un principio todo era un espacio vacío, un puñado de hombres y una veintena de camiones, repletos con la magia del espectáculo.
“¡Todo el mundo atento, hagan una fila! ¡Una fila, cagondios, ¿serán gilipollas? una fila!” nos gritó un tipo que apareció de pronto. Estaba de pie, encima de uno de los camiones, todos lo mirábamos hacia arriba y con cara de idiotas, a decir verdad. “¡Vosotros seréis nuestros burros de carga, carentes de voluntad u opinión! todos asentíamos.
¡Venga, de aquí para allá iréis con él, el trompeta! ¡Vosotros con el loco, para montar la estructura! ¡Ala, rápido, cojones! ¡Vosotros de ahí vais con el coronel! ¡Vosotros con el duende, por allá! ¡Venga, joder, moviendo el culo! ¡El resto, hijos de puta, venid conmigo que ya vamos tarde, hostias…! ¡Ah, quien no obedezca, lo voy a mandar a tomar por culo! ¡Y no quiero una puñetera queja, ya lo sabéis, venga, a currar!”
Me fui, asignado, con mi grupo, a donde estaba el duende.
Nos recibió un tipo de amplia y continua sonrisa, alegre. Era de una edad incalculable, con su pantalón verde hecho jirones, pelo largo, alborotado, cuello y nariz grandes, moreno. Tenía colgando, hasta el pecho, una cadena que terminaba con una extraña figura que resultó ser un mechero. El duende nos dijo lo que había que hacer, cada uno una cosa, una responsabilidad sencilla, jamás un proceso largo. Cuando terminó de dar las instrucciones, y luego de reírse de las dudas que tuvimos, se sentó en una bocina y encendió un porro. Dio una larga calada y, después de aguantar el aire un rato, sacó una gran nube de humo azulado. Se quedó ahí, mirándonos y sonriendo, hasta que terminamos de montar su cabina de sonido.
Íbamos y veníamos mientras aquello cobraba forma. No lo entendíamos, pero ¿quién entiende los hormigueros, después de todo? A nuestro alrededor, veíamos cómo los objetos se desplazaban, se desplegaban y al montarse ya eran otra cosa, un todo. La gente se escapaba al bar de enfrente, con el pretexto de usar el baño, y se ponían a beber cañas o pacharán. Lo mismo a comer un pincho, echar una partida de cartas antes de volver o escaquearse del todo, pero teníamos un ritmo acelerado en cada actividad, frenéticos. Había cantos, insultos, burlas, bromas, cualquier cosa. Luego estaba el olor a hachís y a tabaco, que era constante y notable, sin embargo, la eficacia era también notable. Todo funcionaba, de un modo quimérico, es cierto, pero funcionaba.
Para nosotros, el concierto comenzó desde las pruebas de sonido, teníamos los mejores lugares. Saltábamos, bailábamos, vibrábamos con cada nota, mientras íbamos mandando al carajo nuestros problemas. Era hermoso, porque nos habían despojado de mucho, a unos más y a otros menos, pero nadie podía quitarnos la música.
Luego nos hicimos de unos gafetes con los que íbamos y veníamos a placer, decían “STAFF” y la gente nos respetaba, así que abusamos.
“Lo siento, esto va confiscado, se encargará el staff… rubia, necesitas una inspección, se encargará el staff… Vamos a pasar, es un acceso del staff… Cerveza para el staff… Ron-cola para el staff...”
De un momento a otro, todo terminó, pero aprendí algo muy valioso esa noche. Para desmontar el escenario éramos la mitad de los que lo habíamos montado. Uno siempre debe moverse rápido y estar con la mejor mitad, en ese momento yo no lo estaba. De cualquier forma y para esas alturas, solamente había que dejarse llevar, obedecer las órdenes y no pensar. El resultado siempre era el mismo.
Para el desmontaje estuve en el equipo de el coronel, colombiano con facciones indias y piel morena. Con él, me lo pasé hablando de política, principalmente latinoamericana. Terminamos pronto y nos fuimos al bar de enfrente, ahí estaba la otra mitad, la mejor mitad.
El coronel y yo nos emborrachamos. Me pidió discreción en cuanto a su vida, pero no le prometí nada. Según él, si llegaba a enterarse de que yo andaba por ahí contando sus cosas, me cortaría la garganta, “¡CON ESTO!” dijo, mientras sacaba un cuchillo de una de sus botas, su hoja brillaba cerca de mi cuello. Después me contó aventuras fascinantes, muchas de ellas divertidas, la mayoría reprobables.
El coronel llevaba no sé cuánto tiempo fugitivo, pertenecía a las FARC, pero huyó de Colombia. Lo mismo había estado en la guerrilla que traficando drogas. Al parecer, fue desde pequeño que lo reclutaron y supo sobrevivir, ahora era un profesional veterano, aunque tenía treinta años, creo. Seguía prófugo en España y ahí quería permanecer oculto, haciendo toda clase de negocios, según decía, mientras continuaba escondido en esa caravana que montaba conciertos por todo el país.
Sabrá Dios dónde se encuentre ahora el coronel. He sido indiscreto, así que quizá se me aparezca con su cuchillo en mitad de la noche y cumpla su promesa, o quizás bebamos de nuevo, quién lo sabe.