Bajo el mismo sol
Se llamaba Carlos y estaba listo para ser el futuro de España. Joven y con sus ilusiones como único capital de verdadera importancia, sería mi nuevo compañero de piso. Estaba en su último año de universidad y me veía como el futuro poco halagüeño al que se enfrentaría pronto, la graduación parecía el cadalso.
Mientras Carlos terminaba sus estudios y se licenciaba, trabajaba como empleado temporal de una empresa dedicada a montar escenarios para espectáculos. Generalmente eran conciertos, pero podían montar cualquier cosa. La empresa, entre otras cosas, era la responsable de todos los escenarios para los eventos que organizaba el gobierno, uno de ahí conocía a uno de allá, pero eso no era nuevo, era conveniente. De cualquier modo, para trabajar sólo se requería de la fuerza física, casi siempre era al aire libre y pagaban bien.
Ese trabajo podía ser duro, pero para mí resultaría terapéutico. Por entonces pasaba los días tocando de puerta en puerta, presentándome, entregando mi curriculum, hablando maravillas acerca de mí, y ¿estaban interesados en alguien como yo? ¿En serio? ¿Lo pensarán? ¡Qué bien! Piénsenlo entonces y tómenme en cuenta, pero, mientras eso ocurre, ¿qué telefonía móvil tienen en su empresa? Poseo los mejores precios, los mayores descuentos, los planes más adecuados… ¡Carajo! lo cierto es que estaba enloqueciendo, incluso había pactado con una revista para vender sus suscripciones y con una agencia de seguros para ofrecer sus servicios. Necesitaba algo de dinero extra y distracción, sobre todo eso. Le dije a Carlos que quería acompañarlo cuanto antes. Acordamos el día y yo me reporté enfermo en Movistar.
Resultó que, Sabina y Serrat, cantautores españoles de moda, se presentarían en Salamanca y después en Palencia. Yo fui contratado para ambas ocasiones, incluso la empresa me garantizaba más trabajo en adelante, si yo estaba dispuesto. Ya se vería, pues todo el tiempo necesitaban gente y siempre había algo que hacer. Sin embargo, aunque contaba ya con el dinero y con la música, los muy cabrones tardarían en pagarme el largo de una Biblia. Nada que hacer, sometido con esa impotencia que conmueve al fuerte y martiriza al débil desde antes de Cartago.
A las cinco de la mañana se nos dio cita a un montón de jóvenes, debíamos tomar un autobús que compartiríamos con otro montón de rumanos. Todos ahí necesitábamos dinero, pero mucho más lo necesitaban los rumanos, uno se daba cuenta enseguida. Los demás, como fuera, éramos jóvenes que podíamos gozar de la sociedad y los beneficios del Estado. Todos ahí tenían padres para alimentarse, amigos y conocidos dondequiera y gracias a la educación, teníamos una promesa de mejor futuro. Bueno, digamos que esto último no servía para mucho, la verdad, pues inclusive, dentro del grupo de rumanos había un físico matemático y eso no parecía importarle a nadie, ni a los propios rumanos. Lo que servía, la ventaja competitiva real, era el aspecto, por duro que suene e injusto que sea. Pero esto ya lo sabían los rumanos, quizás demasiado bien.
Aunque llegaron dos autobuses puntuales, los choferes querían desayunar, así que esperamos en la acera. Todos juntos compartimos el mismo frío de las cinco con cinco de la mañana.
Los rumanos tenían un líder y se movían como una tribu. El líder hablaba muy poco español, pero se comunicaba sin problemas. Hablamos. Al parecer siempre estaban juntos, en grupo, para protegerse. Algunos habían llegado a España hacía muy poco, otros mucho, pero ninguno tenía papeles, por supuesto. Inclusive no los tenían aquellos que habían pasado años recorriendo España y dedicándose a levantar los edificios y a sembrar y cosechar todos los campos, en todas las regiones, desde el sur hasta el norte y de regreso.
Por fin subimos al autobús, todos juntos. Íbamos adormilados y callados, meciéndonos con la carretera mientras amanecía. Marchábamos rumbo a Salamanca, para trabajar bajo el mismo sol, hermanados por la fuerza física.