El peor trabajo del mundo
Me presenté temprano la entrevista. No sabía nada al respecto, así que esperaba encontrarme con Alfredo.
La dirección que tenía señaló un alto edificio. Me detuve y caminé hacia él. Había que subir unos escalones y en la puerta distinguí dos siluetas. Una era la de Alfredo, que sonreía recién afeitado, vestido con traje oscuro y su libro enorme bajo el brazo, y al lado tenía a su jefe. Estaban esperándome. Me acerqué a saludarlos y Alfredo me lo presentó, finalmente. Se llamaba Baltasar e inmediatamente después de eso quiso entrevistarme. Hablaba muy bajo, uno tenía que acercarse para escucharlo con claridad, su voz era suave pero profunda, parecido al sonido de las flautas.
“Buenos días Darío. Vamos a hacer la entrevista mientras paseamos, al aire libre ¿no te parece mejor? Anda, acompáñame por este camino,” me dijo señalando un sendero que se perdía en un bosque de almendros. Asentí y lo acompañé. Me extrañó, pero parecía una buena idea.
Le hablé de mí, porque eso quería escuchar primero. Le dije cualquier cosa, trataba de lucirme, por supuesto. Me oía con paciencia, en silencio, sin ninguna expresión aparente. Luego, cuando dejé de hablar porque no se me ocurrió otra cosa, él comenzó a hacerme preguntas de todo tipo, personales y profesionales. Me dijo que era mucho más importante conocer a la persona, que se había perdido el interés por el espíritu, que a él, lo que le importaba era el espíritu, que el trabajo tenía que ver con la trascendencia y que debía estar muy bien pagado, que era el valor de cada uno.
“Si en esto estás de acuerdo, podemos continuar.”
“Sí señor Baltasar, me parece bien.”
“No me llames señor, ni Baltasar. Llámame Bal, todos lo hacen.” Cada poco se detenía y me preguntaba si quería seguir, yo no veía porqué no. Seguíamos entonces.
Me pidió que resolviera algunas pruebas. Quería saber cómo lo convencería de algo, cómo le vendería esto o aquello, cómo haría para lograr que él me siguiera, para evitarlo, para hablar con él si no quería recibirme. Me preguntó para todo lo que podía servir un clip, cuáles eran mis fortalezas, mis debilidades, mi mayor logro profesional, mi mayor error, qué me apasionaba. Luego preguntó por aquello en lo que creía, en lo que no, si pensaba que el mundo se iba a terminar, si no lo pensaba. Inmediatamente después, empezó a hablarme en lenguas.
Así anduvimos por una larga vereda que hacía un rodeo hasta terminar donde empezaba. En la puerta aquel edificio nos esperaba Alfredo, impaciente.
Creí que, al fin y al cabo, todo aquello eran papanatadas para saber quién era yo, conocerme o algo así. Muchas veces pasé por eso, demasiadas, ¿mi mayor fortaleza, mis debilidades? ¡Y un cuerno! Pero vamos por allí, desnudándonos al primer mucamo que quiere conocer nuestras vergüenzas y arrepentimientos, todo porque nos ofrece un puñetero trabajo.
“Bueno, Darío, cero que puedes formar parte de nosotros,” decía Bal, mientras me entregaba una carpeta con un montón de papeles y Alfredo se ponía muy contento. “Aquí tienes las condiciones de trabajo. Todo lo que necesitas saber está ahí. Me encantaría que empezaras hoy mismo… Acompañarás a Alfredo durante tres semanas, él te proporcionará tus herramientas de trabajo, te develará los secretos.”
Abrí la carpeta. Lo primero que vi fue el sueldo fijo, ¡casi me ahogo! Era mucho dinero. Luego había prestaciones, seguridad social, ¡un contrato, por amor de Dios! No sabía de lo que se trataba ni cuáles serían mis herramientas de trabajo, pero aceptaba, me tenían, era suyo.
“Bal, tenemos un trato.”
“Excelente. Cuando firmes el contrato llévalo a mi oficina.”
“Lo firmaré ahora mismo.”
“Es necesario que lo leas, pero me agrada tu entusiasmo.”
Me tocó en el hombro y sentí un escalofrío. Pero me sobrepuse, luego se despidió.
Al parecer, a Alfredo le correspondían varios barrios de la ciudad así que comenzamos. Por lo poco que comprendía sabía que esto iba de ventas, de nuevo ventas, no había más, pero la paga era la justa cantidad que buscaba. Mi precio, vamos.
Alfredo condujo hasta un barrio de Valladolid. No dejaba de decirme lo buena que había sido mi decisión, lo bien que lo pasaría, cómo Bal cambiaría mi vida. Estuvo exultante hasta que descendimos del coche.
“Aquí tienes tus herramientas de trabajo,” dijo, mientras me entregaba un montón de libros y folletos. Estábamos frente a una casa, en la puerta. Alfredo hizo sonar el timbre, yo no entendía bien lo que sucedía, pero lo escuchaba. “Me vas a observar e irás aprendiéndolo todo. Yo también tuve miedo mi primer día y cuando lo hice solo… ¡fue un desastre! Pero no se lo digas a nadie.”
“No te entiendo, ¿de qué va todo esto?” le pregunté, mientras escuchábamos que alguien iba abriendo la cerradura de la puerta.
“No te preocupes,” me susurró Alfredo. “El secreto es hacer pensar a la gente que uno cree en lo que vende, que uno es lo que vende. Te pagan muy bien por cada uno de los que convences… De eso se trata, de convencer, de hacerlos tuyos.”
Una mujer abrió la puerta y se quedó mirándonos con reserva.
Ahora que lo pienso, pudo pasar cualquier cosa. Por ejemplo, que Alfredo le diera un golpe en la cabeza y la dejara inconsciente para apresurarse a robar la casa, que le ofreciera sexo a domicilio o quisiera venderle pantuflas, lo que fuera, pero se lanzó a hablar, como si lo hiciera a un enorme auditorio.
“¡Buena mujer, no hay casualidades! El universo conspiró durante milenios y milenios para que hoy, sí hoy, nos topáramos. Primero me presentaré. Mi nombre es Aamón y a ti y a tu familia os traigo esperanza y riqueza. ¡El fin se acerca buena mujer y hay que estar listos, el fin está próximo!”
La mujer nos miró extrañada, yo lo miré extrañado. ¿Qué cuernos pasaba? ¿Qué era todo eso de Aamón? Miré mis herramientas de trabajo. Había un par de libros y muchos folletos: “El Fin de los Tiempos”, “Salvarse con los Hermanos del Camino Único de la Luz”, “Curarse con Meditación y Verduras”, “Jesús, Buda, Mahoma: Lo que realmente quisieron decir”, “El cuarto ojo”.
Mientras Alfredo hablaba sobre la lava ardiente que purificaría al mundo el día del juicio y cómo desaparecerían los elegidos, la mujer cerró la puerta violentamente.
“¡Por favor Alfredo! ¿¡Qué cojones es todo esto?! ¿¡Aamón, en serio?! ¿Qué vendemos, por Dios?”
“¿Cuál es el problema con este trabajo?”
“¿Trabajo? ¡Somos Testigos de Jehova!”
“Somos Hermanos del Camino Único de la Luz… nada que ver con los Testigos de Jehova…”
Hubo un instante entonces, corto, largo, no lo sé, en que nos quedamos mirando y no supe qué decirle.