jueves, 30 de junio de 2011

Capítulo 46

Cambio de rumbo

No hubo nadie que pudiera verme. Una pena, porque fue hermoso. El puente era ancho, así que tomé impulso, corrí un tramo y lancé mi carpeta lo más alto y lo más lejos que pude. Se abrió en el aire y dejó libre todos mis rostros impresos en el centenar de curriculums que cargaba todos los días. Volaron y por un momento parecieron palomas, libres, sueltas.
Mi rostro fue a dar al río, multiplicado, y se ahogó. Mientras yo me alejaba conmigo.
En los límites siempre está ese cabrón que es uno mismo, ese dilema. Nos encontramos con nosotros y no nos atrevemos a vernos, nos da miedo, vergüenza, cualquier cantidad de mierda que hemos cargado, recogido y acumulado. Pero si nos echamos un vistazo, esa sola mirada ya no puede ser olvidada y es imposible engañarse más. Con dar el primer paso en dirección a ser tú mismo, no hay marcha atrás. Vamos hacia nosotros con una violencia insospechada. Se siente un espaldarazo que nos ennoblece y nos confiere solemnidad. Es lo más grande a lo que está llamado el hombre y es algo a lo que estamos obligados. Lo más hermoso de esta grandeza es que puede hacerlo cualquiera. Solamente en elegirse, en el coraje de elegirse, es que nos ennoblecemos, para toda la eternidad.
Ya no hay sufrimiento, solamente hay vitalidad. Con el brinco desaparece el vértigo, se disipa la angustia y uno abandona lo que está de más. Me sentía, finalmente, ligero. La ligereza que otorga el salto permea todo, de los pies al estado de ánimo. El aburrimiento se desaparece y todo bulle. A partir de ese momento puede ocurrir lo que sea.
No ser importante, es un alivio. Iba por la vida pensando que a mí, precisamente a mí iba a aparecérseme un fantasma o la Virgen o Belcebú. ¿Yo qué? Al cuerno con todo lo que no puedo controlar, renuncié a todo eso. Acepté que no era tan importante como creía. Renuncié a la posteridad y a todo lo que no me diera ligereza ¡Qué importa si soy único o irrepetible! Eso solamente confiere peso, y uno absurdo.
Yo seguía caminando, alegre. Mi nueva vida. Me iba conociendo. Me encontraba, me recibía. Me alegraba de todo lo que no volvería a hacer, atendía mis quejas y consumaba mis renunciamientos, pero sobre todo, me emocionaba lo que haría a partir de ese momento.
No quería mirar atrás, pero sentí una presencia, algo enorme que me seguía. Me giré y vi una sombra grande, con focos rojos y verdes. De pronto encendió unas luces, como si fuera un coche, pero era muy grande para eso. Quizás un tráiler, pero no. Me aparté del camino y pude verlo, se detuvo a mi lado y el conductor me habló. Era un enorme tractor que vendría del campo o algo parecido.
“Joven, buenas noches. ¿Quiere que lo lleve a casa?”
“No, todavía no,” le dije, pero subí.
Era un viejo agradable, con una barba gris y prominente. Charlamos todo el camino. Respecto a dónde iría o la dirección que iba a tomar, me llené de júbilo. Porque sabía a dónde quería ir, lo sabía, por primera vez lo sabía. A partir de ese día cambié el rumbo.
No olvidaba la graduación de Carlos, pero no iría. Sin embargo quería verlo. Yo no pensaba dormir en toda la noche, me sentía demasiado bien, demasiado animado y quería hablarlo con alguien, conmigo, con quien fuera.  Me sentía ardiendo, como si en verdad fuera a encenderme. Anhelaba encontrar una forma de expresarme, a eso me dedicaría. Tantas cosas tenía en mente y ahora tenía tiempo. Quería contemplar el arte, tocarlo, devorarlo, aprehenderlo. Porque en medio de toda esta desolación solamente el arte podía salvarme. Luego, quizás me muriera de hambre, pero ya no de aburrimiento.  
Saqué mi teléfono y escribí un mensaje:
“Carlos, felicidades. No iré a la graduación, pero cuando termines podemos vernos en el bar de los locos. Ahí me dirijo. Yo invito.”
Muy lento, pero con firmeza, el tractor avanzaba entre los hombres y las  sombras.