CANTO V
El Final
“Bebed porque sois felices,
pero nunca porque seáis desgraciados.”
GK Chesterton
El grito
“¿Qué tal te fue? Llegaste muy temprano.”
“Fue una mierda,” pensé, pero no dije nada.
“Hoy es mi graduación, espero verte allí. Ahí tienes tu boleto.”
“No me soporto, necesito distraerme.” pensé, pero no dije nada.
“Me voy, ojala te animes. Date cuenta, no puedes cambiar las cosas, no puedes.”
“Trágico,” pensé. La autocompasión me hacía sentir cómodo.
“Por cierto, te llegó esto. Es un sobre... Tío, anímate, espero verte hoy.”
“¡En tu funeral! Ese semillero de desempleados que hoy harán volar sus birretes.” No le dije nada.
Sobre la mesa había un sobre con mi nombre. Era una oferta de trabajo, lo sabía. No venía nada más, tenía que abrirlo, me miraba impaciente, con una insistencia tal que me levanté del sillón y me dirigí al baño. Permanecí en la bañera un rato, el sobre no se iría, no se cansaría nunca.
Salí de la bañera y desnudo y empapando todo tomé el sobre y lo abrí y lo leí. Volví a sumergirme. Era una mierda de propuesta, lo que esperaba. Por primera vez, lo que me esperaba tocaba lo que yo esperaba, se daban la mano, amenazando con no soltarse jamás, con cumplir sus promesas.
Poco después me vestí. Me puse mi traje gris, brillante por el uso y remendado. Mis zapatos, aunque igual daba ir descalzo. La corbata azul, la única que aún no se destejía del frente, por lo menos el que no se ve. Mis curriculums bajo el brazo, esos con mis habilidades, mis estudios, mi fotografía sonriendo con ese mismo traje gris y una corbata que ya no existía. Nada sirve, me movía en automático.
Tomé el sobre y me dirigí a la dirección que indicaba. Me querían entrevistar para un trabajo, una aventura que no deseaba, en una empresa de seguros. Francamente no tenía nada qué hacer, era un zombi que respondía a impulsos oscuros, los que fueran. Me hubiera tirado por la ventana con seguridad, si el sobre lo hubiera dicho.
La agencia de seguros estaba en el barrio de Parquesol. Llegué un poco antes de la hora, así que decidí meterme a un bar. No recordaba la última vez que había comido, pero tampoco tenía hambre. Me pedí una cerveza y me quedé sentado, esperando, procurando no pensar. Luego pedí otra.
Del baño salió una mujer. Después sabría que se llamaba Esperanza. Era de edad incalculable, unos treinta años, quizás muchos más, o menos. Su ropa era para oficina, hecha para estar entallada, pero a Esperanza le apretaban por todas partes, notándose las costuras abriéndose y sus carnes buscando salidas por donde fuera, lugares inimaginables. Miraba para todas partes, como si buscara una salida. Tenía la expresión de hartazgo que se les dibuja a los borrachos cuando no pueden beber más, porque si lo hacen vomitarán. Se dirigió a la barra e intentó pagar.
“No hay problema, Espe, ya me pagarás, tranquila, ¡ánimo!” le dijo la encargada. Ella agradeció con la cabeza, torció la boca de un modo extraño y se dio la vuelta. Caminó esquivando las mesas, hasta que casi alcanzó la salida. Al lado de la puerta se encontró una mesa que una pareja de vendedores acababa de abandonar. Habían bebido café y Anís. Esperanza, esperando que no la vieran, cogió con torpeza uno de los vasos y vertió un chorrito de anís en el otro, logro un trago cuando mucho y lo apuró antes de salir, tambaleándose. Estaba completamente borracha y se dirigía a Santa Lucía, la oficina de seguros a la que yo también tenía que asistir para mi entrevista, cosa de veinte minutos más. Salí.
Atravesé la calle y me dirigí a la empresa aseguradora. Entré notando gran alboroto. Las compañeras de Esperanza buscaban aplacarla porque había empezado un escándalo, pero lo único que lograron fue encerrarla en un salón con puertas de cristal y ventanas hasta el suelo, una pecera, así que todo el mundo podía ver lo que hacía. Era una especia de aula con un pizarrón y sillas. Si uno pasaba de largo, pensaría que Esperanza era una maestra esperando a sus alumnos.
“Qué tal, debes ser Darío, ¿no?” me preguntó la recepcionista que se separó del grupo de empleadas. Asentí.
“Discúlpanos… nuestra compañera que, bueno, que… se ha tomado una copa de más, llegó así… Siéntate, por favor.” Asentí de nuevo. Fue hasta su escritorio y me trajo unas hojas que debía llenar con respuestas.
“Se llama Esperanza, está pasando por una mala racha. Acaba de separarse y tiene dos niños pequeños que mantener. Se casó muy joven…en realidad no lleva mucho tiempo con nosotros… no hace muchas pólizas, ¿me entiendes?” decía la recepcionista. “Vamos a tratar de calmarla.”
Miré a Esperanza. Ella también nos miraba. Entonces algo pasó. Mientras todas sus compañeras estaban nerviosas, tratando de que el jefe de la oficina no se diera cuenta del alboroto, Esperanza tuvo un arranque de genialidad. Tomó un plumón, lo empuñó con firmeza y dibujó una enorme “M” en el pizarrón, le seguía una “E” y continuó. Todos la mirábamos. Mientras tanto, el jefe de la oficina de seguros de Santa Lucía, salió de una junta y se quedó mirando también, nadie respondió sus preguntas, todos nos quedamos observando. Esperanza nos daba la espalda mientras seguía escribiendo algo con letras muy grandes. Cuando terminó, se giró y nos vio, parecía furiosa.
Algo dijo el jefe, se escuchaba el murmullo de todo el mundo en la oficina, de los empleados, de algunos clientes, los teléfonos. Pero Esperanza tomó aire, hinchó su pecho y todo pareció enmudecer cuando gritó, a todo pulmón, aquello que había escrito en el pizarrón y que me conmovió desde entonces como muy pocas cosas.
“¡ME ABURRO!”
Hubo un silenció, ella siguió:
“¡Me aburro! ¡Me aburro! ¡Me aburro!”
Fue lo más honesto que he escuchado jamás. Comprendí que eso era justamente lo que me ocurría.
No creo que Esperanza se diera cuenta, pero su hondo grito era lo que estaba pasando y nada más.