Caminé, caminé, caminé. Estaba enjaulado, sin jaula, sin barrotes, sin guardias. Caminé más rápido. No me estaba alejando de ninguna parte, pero tampoco perseguía nada, nunca. Me sentía herido, furioso. Quería descargarme, sentía mis piernas arder sin detenerse, no me cansaba ¡y estaba agotado! Deseaba toparme con alguien, quien fuera, para romperle los dientes y, lo que son las cosas, quizás me topara conmigo.
En la distancia apareció el río, dorado a esas horas de la tarde. Quise nadarlo, sumergirme en sus aguas heladas, como un impulso. Pero me detuve, pues no era lo que realmente quería, no. Seguí caminando, jadeando, seguí. Alcancé el puente.
Fue sobre el río que me di cuenta. No sabía qué quería hacer, qué quería en absoluto. Pero lo grave no era eso, lo que me violentó fue todo ese tiempo que había pasado sin saberlo, ¡Carajo! ¿Quién era yo, después de todo? No me di tiempo, no me ocupé en averiguarlo.
Todo es un asunto de dinero, de seguridades costosas e inasibles, del prestigio, el condenado prestigio. Me dijeron lo que tenía que hacer, querer, desear. ¡Qué valía la pena y qué no! ¿De qué iba a vivir? ¡Morirás de hambre! Y sí, lo sé, moriré, de hambre, de un síncope, de aburrimiento, ¿y qué? No me había entregado todavía, no me había puesto a perseguir aquello que me habían dicho, pero tampoco perseguí nada. Me preocupaba por un sinfín de cuestiones que nunca habían pasado y probablemente no pasarían jamás, pero no me ocupaba de nada.
¡La angustia! Tuve un nuevo impulso, lo conocía. Un deseo que ardió aplacando todos los demás, callándolos. Quería masturbarme, masturbarme frenéticamente, toda la tarde y la noche y la vida.
Nos masturbamos demasiado. No hablo de hacerlo en relación al sexo, vamos, no sólo eso, sino con todo. Esa violencia interna que busca crear, insaciable, impulsiva, que es el impulso para alcanzar nuestros sueños, que genera vida y hombres y puentes y la guerra y la torre Eiffel, pero luego no nos atrevemos a nada. Entonces nos autosatisfacemos, soñamos que alcanzamos sueños y con ese orgasmo artificial podemos dormir y nada más. Quizás sea, al final, una cuestión de orgullo, o de cobardía o de ambas, no lo sé. Pero llevaba masturbándome toda la vida, y ni siquiera sé si con cosas que me gustaran de verdad, aquello que yo realmente quisiera, algo autentico, genuino.
He visto a mi generación masturbarse sin cesar. Soñando con algo y persiguiendo otra cosa, generalmente algo distinto. ¡Una hipoteca, qué apasionante! ¡La jubilación! Quería otra cosa, otra cosa. Quería llevarme a la cama a todas las mujeres que me pusieran por delante, cogérmelas a todas, quería hacer, actuar, nalguear a la vida y follármela, enamorarla, atreverme, pero siempre es más fácil masturbarse. Después de eso me sentía como un corderito satisfecho, sin ganas de pelear, directo al matadero.
Me entregué al puro autoconsuelo para poder seguir sentado en esas cientos de oficinas donde me aburría. Lo mismo podía emborracharme o drogarme o lo que fuera para no pensar en ello y dejar pasar los días hasta que… ¿qué?
Atravesaba el puente. Debí volarlo en pedazos, volarme, eso haría. Me detuve con el río corriendo debajo. ¿Porqué no tirarme? Me sentía estafado, quería mandar todo al cuerno y lo haría, ¿por qué no, qué me iba a impedir?
Alcancé a ver mi figura, mi reflejo que danzaba con las ondas del agua, parecía alegre, contento. Lo envidié.
Me di cuenta que no sería tan grave morir en ese instante, que no es grave morir en absoluto. ¿A qué le tenía tanto miedo? El mundo se perdería a otro pobre diablo, somos legión. ¿Qué hacer entonces? A la chingada la muerte y el miedo y el río y esta resaca y yo y el salto. Había que lanzarse, junto a todo, lanzando por el puente al mundo y lo que no se ahogara…
Quería arrojarme y quería volar, pero sabía que caería y me ahogaría y se acababa todo, caía el telón ¿qué tan malo era aquello? Eso era, lo tenía decidido, mi rostro se ahogaría en plena tarde mientras yo intentaba volar. Volar, volar, volar ¿qué mejor forma de pasar la tarde? Volaría como los pájaros, liberaría a los cientos de pájaros que tenía revoloteando en la cabeza, enjaulados, de una vez y para siempre y final y basta y fuera y ser yo mismo en ese salto.
A las siete de la tarde salí volando, me tiré del puente.