lunes, 13 de junio de 2011

Capítulo 41

Almas en venta


Mi nuevo jefe, Paco, quería ser joven por siempre. No sé cómo se puede pensar que algo así es posible, pero la cocaína debe ayudar.
Siempre me encontraba con Paco por la tarde, después de comer. Lo saludaba y seguía mi camino. Él se quedaba tomando un digestivo en alguna terraza del centro y luego en otra. Generalmente estaba acompañado por un empleado que tenía y que lo esperaba mientras se iba al baño, varias veces, cada vez con mayor frecuencia. Volvía eufórico, envalentonado con respecto al porvenir.
Como Paco le debía dinero a todo el mundo, no se aparecía sino hasta muy tarde en la agencia, sin embargo, a la discoteca, nunca faltaba. Ahí parecía que los años se le sacudían. Bebiéndose la noche, inhalándosela, empachándose con ella, podía olvidar e imaginar nuevas promesas. Mientras tanto, el ejército de acreedores que reclamaban su cabeza iba aumentando.
Paco, en época de banquetes, hizo muchos pactos. Durante años recibió euros de todas partes, en grandes cantidades. Los lavaba y los devolvía limpios y sin rastro y pellizcando un dinerito por esos servicios se volvió rico. Todos los amigos de Paco estaban en el sector de la construcción y eran clientes suyos. Pero un día se acabó el dinero, y el día que le siguió, la amistad.
La agencia era como un enorme barco desfondado y a la deriva, un desastre a punto de suceder, lo mismo ocurría con la discoteca. Digamos que el hundimiento de los negocios de Paco era inevitable, pero solamente lo sabía él. Por eso, Paco buscaba llevarse lo que pudiera antes de declarar la quiebra, esa era su labor de los últimos días, y la labor de muchos.
Yo llegaba en las mañanas a la agencia y salía a vender, pero no vendía. Tampoco sospechaba que la agencia iba a hundirse tan pronto. Sin embargo, estaba seguro de que no era mi lugar y que mi sitio estaba en otra parte, esperandome. Necesitaba cambiar de trabajo, tenía que haber alguien interesado en mi pobre alma.
Todos los días caminaba con el amanecer hasta el barrio de la Catedral. Me gustaba desayunar y tomar café en aquel barrio. Un día, leyendo el periódico, me enteré que al staff encargado de montar los escenarios para los conciertos de Sabina y Serrat, aquellos con los que había trabajado, el duende, el coronel y los demás, a todos, los habían detenido por tráfico de drogas. Parece ser que, a la par de montar los escenarios, llevaban escondidas algunas toneladas de droga en los camiones y las transportaban por toda España. Era un buen negocio, ilegal, pero boyante. Cerré el periódico, bebí el último trago de café y pagué la cuenta. Todos pagaban.
Entré a innumerables lugares con la esperanza de encontrar mi sitio. Recorrí la ciudad, sus polígonos industriales, sus empresas y fábricas. Visité a las indolentes Empresas de Trabajo Temporal, todas iguales, repitiéndose. Hablé tanto de mí que comencé a sentirme como otra persona, era otro, ¿de quién eran los pasos que me acompañaban por aquellas calles vacías? Errabundeo y búsqueda, caminos de bifurcaciones interminables, dentro de mí, ¿y si no encontraba nada?
Cansado y en un barrio de la periferia, entré a un bar de rumanos. Pedí un café. La gente estaba atenta a la televisión, la gran maestra. En la pantalla había una telenovela mexicana que conmovía a los rumanos mientras les daba lecciones de español.  Yo me senté a descansar. El sol aún no se ocultaba y era como si la tarde se hubiera detenido en esa hora de sombras largas.
Aquí es donde me pongo místico. Porque bebiendo café, sentado en la barra de ese rincón del mundo, se abrieron las puertas y entró el diablo.Yo no lo reconocí, pero venía por mi alma.